Siete años en un instante
La sangre me ahoga. El olor a pólvora y a humo entumece los pocos sentidos que el dolor no ha conseguido doblegar y los estallidos de las bombas y los disparos caen a mi alrededor, a veces lejos, a veces cerca. También me zumban los oídos y lo que me queda de pierna hace que vea estrellas de dolor tras los párpados. ¿O eso es por culpa de la bala que me ha atravesado el abdomen?
No lo sé, ni me importa. Al fin y al cabo, ninguno de esos detalles evitará que continúe desangrándome tirado en el suelo junto a otros tantos más iguales a mí.
Nos estamos muriendo. Enterrados en barro, escombros o siendo lanzados por los aires, eso es lo de menos. Tampoco importa ya a qué bando pertenece cada uno; ya nadie sabe quién es el bueno y quién el malo. La guerra desdibuja todo y si se continúa hacia delante es porque se cree que ese es el camino a casa, al hogar.
Para unos, este estará en la costa de algún lago o río donde poder pescar y refrescarse en verano. Para otros, la paz lo estará esperando en la agitación de las ciudades, con sus coches, sus caballos y sus idas y venidas.
Para mí, el hogar son los brazos de una persona que hace cuatro años que no veo y de la que no he vuelto a saber nada más allá de unas pobres y breves cartas que no hacen sino aumentar el peso de su ausencia. Por desgracia, meses atrás incluso dichas cartas dejaron de llegar. ¿O tal vez dejé de mandarlas yo?
No lo sé, y me preocupa. Me preocupa no recordar como se debe el sonido de su voz o el olor de su perfume. Por no mencionar su aspecto. Eso no me preocupa; me aterra. Me da pánico pensar que lo que yo recuerdo como unos ojos almendrados, nariz respingona y labios finos adornando un rostro ovalado sean en realidad ojos verdes, una nariz cubierta de pecas y labios carnosos. Quiero creer que mi recuerdo es real, que mi amor existió de verdad y que Anita es morena, y no rubia.
Un momento. ¿Anita? ¿No era Anna? ¿Anne? ¿Anette?
No.
Su nombre es Anita, estoy seguro. Siempre recordaré los pucheros que hacía cada vez que se quejaba de que su nombre la hacía ver como una niña pequeña. Yo se lo deshacía con un beso que sabía a la miel de los desayunos por las mañanas y las manzanas que se comía de postre o de merienda por las tardes.
Toso, y la sangre se me acumula en la boca. Sabe a óxido, a sal, a muerte en soledad. Alguien me levanta del suelo por las axilas y me arrastra hacia alguna parte en medio de toda esta caótica nada. No me resisto, pero tampoco puedo ayudar. Ni siquiera lo intento.
¿Para qué? Nuestro destino es el mismo: tarde o temprano cerraremos los ojos y no volveremos a tener fuerzas para abrirlos una vez más. No hay idioma, raza o religión que pueda superar esta inamovible meta de la carrera a la que llamamos vida.
¿Merece entonces la pena todo lo que hemos estado haciendo estos cuatro años? Tantos frentes abiertos, tantos tratados rotos y tantas banderas desgarradas bajo el peso de otras. ¿Para qué? ¿Con qué fin? ¿Adelantar nuestra muerte? Para eso la espero en el calor de mi familia y con los míos.
Pero ya es tarde, lo sé. Ya estoy demasiado lejos como para poder volver y el que me abraza ahora es el lodo que me tapona los oídos y que se cuela bajo mis uñas. Las pisadas de mis compañeros y enemigos las oigo igual de apresuradas y desesperadas. No hay diferencia; no sé decir a quién pertenece cada cual.
Tampoco sé a qué bando pertenezco yo. Bueno, malo... Qué más da. Estoy exhalando mi último aliento; cada inspiración está más cerca de ser la última. Lo sé. Lo noto. Lo siento en las articulaciones entumecidas y en la presión que siento en el pecho cada vez que intento respirar. Me duele el abdomen. Y también la pierna que ya no tengo.
Duele. Duele. Duele.
Creo que grito.
Por favor, que se acabe ya.
La guerra.
Mi vida.
Lo que sea, pero que se acabe.
Me zarandean y creo escuchar mi nombre.
Erik.
Abro los ojos y solo veo sombras y luces bailando sin sentido. Los vuelvo a cerrar y me sacuden otra vez. Alguien no quiere dejarme ir y no entiendo por qué. No le veo el sentido de seguir aferrándome a una vida en la que solo tienes que luchar, luchar y seguir luchando por algo que nunca sabrás si está a tu alcance hasta que no te encuentras en el mismo final del camino. Solo entonces sabrás si habrá merecido la pena. O no.
¿Mi caso? No lo sé. Aún a las puertas de la muerte, sigo intentando averiguarlo.
De nuevo me arrastran por el barro y el muñón me estalla en un dolor que creía perdido. Aguanta, me dicen, y por un momento quiero tener fuerzas suficientes para preguntar qué tengo que aguantar exactamente. Sin embargo, lo único que puedo articular es un balbuceo inconexo que me roba más fuerzas de las esperadas y tengo que volver a cerrar los ojos cuando siento que todo me da vueltas.
El dolor me aturde y los gritos, las explosiones y el olor a pólvora me marean.
Alguien en algún lugar brama alguna orden. Tendrá suerte si consigue hacerse entender entre tanto caos.
Porque la guerra es eso, caos. Un conjunto absurdo y surreal de metas que se desdibujan y destiñen de los papeles y banderas con cada muerte que se sucede. Cuatro años son muchos, demasiados. Recuerdo que una vez, de noche y a la lumbre de una pobre lámpara de gas oxidada, nos pusimos a contar los días y las horas que mis compañeros y yo llevamos atrapados en este infierno... No fue una buena idea; demasiadas cifras para un solo número.
Vuelven a llamarme, una, y otra, y otra vez.
Erik. Erik. ¡Erik!
No quieren que me duerma y yo cada vez tengo más sueño.
Una vez más, viajo lejos. Abandono la explanada en la que dos ejércitos luchan como bestias sin razón, me alejo de las explosiones, los disparos y los escombros que saltan por los aires y sobrepaso en altura a los aviones que zumban como moscas en un cielo encapotado por el humo. Dejo atrás el odio, el dolor y la confusión y me zambullo con los brazos abiertos en el recuerdo de una risa entrecortada por una carrera cuesta arriba.
Desde la cima de una colina, Anita ríe y realiza piruetas que acompañan a la brisa de verano que nos envuelve, animándome a ir más deprisa y a reunirme con ella mientras se sujeta un sombrero de paja adornado con un enorme lazo azul. Hace calor y los saltamontes y las culebras huyen a nuestro paso. La meta es un viejo y nudoso roble cuyas ramas retorcidas parecen querer rozar el suelo en vez de alzarse hacia el cielo. La maleza nos roza los tobillos desnudos y cuando nos tiramos boca arriba a la sombra, con los brazos extendidos y las respiraciones desacompasadas, la hierba nos cosquillea en la piel sudorosa y calentada por el sol.
Algo me dice que es comienzos de verano y me permito cerrar los ojos y disfrutar del olor del campo. El aire se siente pesado, bochornoso, y no me cabe duda de que, por la noche, o tal vez dentro de un par de horas, caerá una buena tormenta. Creo que Anita también lo sabe, pero no parece preocuparla y pronto a mí el pensamiento se me esfuma de mi lista de inquietudes. Todo lo que importamos somos ella y yo, nada más, nada menos.
El cansancio de la carrera nos hace reír cuando nos miramos a los ojos y aunque no haya palabras de por medio, nuestras sonrisas lo dicen todo. El amor nos hace más jóvenes de lo que ya somos y en mi cabeza solo existe el presente y el cosquilleo inquieto de mis dedos, que se mueren de ganas de apartarle de la mejilla una brizna de hierba que ella todavía no ha notado. Lo hago.
Entonces, me sonríe, confidente, y se incorpora en un codo para poder estar más cerca. La distancia entre ambos se acorta y yo ya no sé si el calor que siento en las mejillas es por el sol o por mis nervios. Anita huele a jabón, a flores y a manzana. Le retiro un tirabuzón de la cara y se lo coloco detrás de la oreja, despacio. Acaricio su sien con la yema de los dedos y su sonrisa torcida me acelera el corazón. Se acerca mucho más, el doble de atrevida que yo, y susurra mi nombre.
Lo gritan.
El beso sabe a tierra y a sangre.
¡Erik!
Abro los ojos con esfuerzo, reencontrándome en el infierno de la guerra y reviviendo el dolor de mis heridas. Unas manos que no conozco hurgan en la herida de mi abdomen, rebuscando y causando que me retuerza de dolor.
Me sujetan, pero no se molestan en transmitir palabras de aliento.
Aguanta y sobrevive o muere, no hay más opciones.
Cuando deciden encargarse de mi pierna, encuentro una tercera opción: gritar. No soy capaz de producir ninguna palabra que tenga sentido y el alarido que emito cuando comienzan a cauterizar el muñón me desgarra por dentro, me destroza, y a mi alrededor todo se cubre de un destello blanco.
El sol me ciega cuando levanto la mirada del nudo con el que llevo peleándome más de cinco minutos. Resoplo, irritado, y a mis espaldas Anita se carcajea de mí antes de preguntarme si necesito ayuda.
La miro por encima del hombro y la encuentro deslumbrante en su vestido verde y de manga larga. Sobre sus hombros, mi chaqueta la hace ver más pequeña de lo que ya es, encerrada como está en la estrecha cubierta de la embarcación en la que nos encontramos. Es otoño y en las orillas del lago todas las hojas son de color ocre y dorado.
Estamos solos y el eco de su risa despreocupada resuena entre las montañas cuando le aseguro que puedo atar la vela al mástil sin que ella, orgullosa nieta de un viejo marinero, tenga que ayudarme. Por supuesto, no me cree, pero mi orgullo me impide darle la razón y necesito de otros quince minutos para conseguir que la vela deje de bambolearse con el viento. Según Anita, ella habría tardado dos.
Después, nos dedicamos a disfrutar de la calma del lago y del ligero balanceo de la barcaza, sentados hombro con hombro y cubiertos por una vieja manta apolillada.
Pese a los vientos fríos propios de la estación, el sol nos calienta la cara y nos obliga a cerrar los ojos cuando nos reclinamos hacia atrás. Llevamos viéndonos poco más de tres meses, pero han sido suficientes para saber disfrutar del silencio del otro, de la mera compañía y del roce ocasional de caricias espontáneas.
Anita se acomoda bajo mi brazo y apoya la cabeza en mi hombro. Sus rizos me hacen cosquillas en la barbilla y no puedo resistir la tentación de hundir la nariz en su pelo para descubrir el aroma de su jabón.
Huele a pólvora y a humo, y en mis oídos vuelven a resonar los disparos incansables de las ametralladoras.
El mundo sigue gritando, furioso y enrabietado. Brama, cansado y ahogado de tanta muerte y destrucción, pero nadie le escucha, nadie comprende su sufrimiento y por eso su rabia aumenta cada vez más. Intenta decir que ya basta, que es suficiente, pero los únicos que comprendemos su lenguaje mudo somos los que ya no tenemos fuerzas para hablar, mucho menos para imponernos. Por eso, los disparos se siguen sucediendo. Por eso, los aviones continúan sobrevolando nuestras cabezas y lanzando bombas ahí donde la guerra todavía no ha conseguido acabar con todo.
Me pregunto cómo será la vista desde ahí arriba. Si será tan desoladora como lo es aquí abajo o si existirá alguna belleza oculta en todo esto que yo no soy capaz de comprender, como esos cuadros extraños de trazos sin aparente sentido pero que todos quieren aprender a interpretarlos.
Anita puede hacerlo; lo descubrí un día cuando, en invierno, sin nada mejor que hacer, nos refugiamos del frío en una galería olvidada en medio de una calle en la que acabamos de casualidad.
El sitio olía a viejo y a nuevo al mismo tiempo. El aire estaba cargado del aroma a pinturas, a madera y a vainilla, producto de unas velas aromáticas que encontré en el mostrador. Ardían en silencio, tan poco interesadas en nosotros como la anciana que no se molestó en darnos la bienvenida al entrar.
De modo que, curiosos como dos niños descubriendo una guarida imaginaria, recorrimos la estancia con la mirada clavada en las paredes, envueltos en ese silencio autoimpuesto que enmudece cualquier sitio relacionado con el arte, un humilde homenaje a todas las horas invertidas en lo que se exponía ante nuestros ojos.
Así, mudos y fascinados por nuestro hallazgo, nos detuvimos frente a paisajes de montañas iluminadas por atardeceres, cuencos de fruta y retratos de miradas vacías. Estudiamos con atención esculturas de formas retorcidas o cúbicas y nos preguntamos casi al unísono qué tenía de artístico una lata de judías vacía y aplastada.
Sin embargo, fue frente al último cuadro donde descubrí que Anita y yo no éramos tan iguales como creía en un principio. Para mí, lo que veía era un mero garabato y tres líneas trazadas al azar y sin pensar demasiado. Para ella, todo eso reflejaba ira, tristeza y rabia contenida que no encontraba la forma de salir a la superficie y liberarse.
Me confesó entonces que ella también pintaba, a escondidas porque su madre quería que fuese costurera, y que por eso sus manos estaban siempre tan rojas y maltratadas; se las frotaba con jabón hasta que todo rastro de pintura se desprendía de sus dedos. Me lo susurró apenada, tal vez en un impulso de valentía por verse rodeada de cuadros de personas que tal vez eran o habían sido como ella.
Me aseguró que no lo sabía nadie más y me rogó que, por favor, nunca se lo mencionara a nadie. Me dolió que quisiera esconder su pasión, el impulso por el que de verdad vivía, pero le concedí su deseo besándole los dedos, prometiendo que su secreto estaba a salvo conmigo.
Aún a día de hoy, ninguna palabra sobre ese tema ha salido de mis labios y, aun así, cuando grito, creo que parte de él se me escapa, alzando el vuelo como un pájaro asustado que por fin ve abierta la puerta de su jaula.
Lo libero sin darme cuenta, luchando contra mi propio dolor, contra mi rabia. Su impulso fueron los cuadros, el mío mis heridas. Estoy cansado de luchar, de sobrevivir minuto tras minuto en un entorno hostil e incierto. Estoy cansado de matar sin sentido. Ya no quiero. Basta.
Devolvedme mi pierna.
Devolvedme mi vida.
Mis sueños.
Mi esperanza.
Mi fe.
Por favor.
Ya basta.
Quiero volver a casa, a mi hogar, a esa colina donde me enamoré por primera vez y donde ahora le pido a Anita, hincado de rodillas y con un anillo de plata que se ha llevado todos mis ahorros y mis horas de sueño, que por favor se case conmigo.
Llevamos juntos poco más de un año, pero nunca antes le he confesado a nadie más secretos que los que le he contado a ella. Solo Anita sabe que me gusta cantar y que, de pequeño, cuando todavía me vestía con la ropa que me cedían mis dos hermanas mayores, mi sueño era pertenecer al coro de la Iglesia. También es la única que sabe que me asustan los perros, aunque mi familia se dedique a criarlos.
En todo un año nos hemos vuelto confidentes, amantes, y sé que, si no le pido ahora que comparta el resto de su vida conmigo, jamás podré hacerlo. Porque el mañana es incierto, tan incierto como el desarrollo de esta guerra que ha alcanzado una escala mundial.
¿Cómo hemos llegado a esto? Cuándo el odio ha conseguido cegarnos tanto como para no darnos cuenta de que, en el fondo, somos iguales y que con cada muerte causada, lo que hacemos es matarnos a nosotros mismos una, y otra, y otra vez. Sin parar. Día tras día durante más de cuatro años.
Estoy agotado, y el ardor de mis heridas me invita a cerrar los ojos y a dejarme llevar lo más lejos posible, a algún lugar donde no existan ni ejércitos ni países enemigos, donde solo estemos Anita y yo, vestidos de boda y sonriéndonos bajo un techo de flores antes de decir el sí quiero. Somos felices, y no existe nada en el mundo que no seamos nosotros dos.
Los invitados nos felicitan y aplauden, eufóricos, cuando ella, siempre más espontánea que yo, se abalanza sobre mí y me roba un beso que me hace tropezar hacia atrás. Río, más feliz que nunca, y la alzo en volandas para que su vestido blanco revolotee tras ella y la vuelva más hermosa de lo que ya es.
El banquete es pequeño, pero no necesitamos más, y pronto, la hora de que nos quedemos a solas se hace de rogar. Los dos queremos terminar de descubrirnos, acabar por conocer los últimos secretos que todavía no le hemos desvelado al contrario.
Lo hacemos envueltos en el aroma de las velas de vainilla que nos ha regalado la anciana de la galería; la única persona aparte de mí que conoce el secreto mejor guardado de Anita. Nos dedicamos el uno al otro como nunca antes lo habíamos hecho y, al ver el amor con el que me mira la persona más importante de mi vida, me sorprendo llorando, agradecido. Anita, como siempre, se ríe y me pregunta qué me ocurre.
No lo sé.
No sé por qué estoy triste ni por qué me escuecen los ojos cuando intento limpiarme las lágrimas. Al mirar mis dedos, los veo sucios, con las uñas rotas y cubiertos de cortes y sangre.
Me tiembla la mano y, al mirar abajo, veo una pierna con el pantalón destrozado que deja a la vista varios cortes y quemaduras y un muñón que acaba por encima de donde antes estaba mi rodilla, envuelto en vendajes ensangrentados.
Jadeo y las náuseas me revuelven el estómago.
No estoy muerto, pero tampoco siento que esté vivo. Mi mundo ahora mismo se reduce a ese vacío donde antes había una segunda pierna y donde ahora hay vacío sobre una sábana fría.
¿Qué me han hecho?
¿Qué nos han hecho?
Porque no estoy solo, no soy el único que sufre. A mi lado hay otros más, tantos que no me atrevo a contarlos. A algunos les falta una pierna, como a mí. A otros, las dos. Y a otros, cualquier otra parte del cuerpo.
Me rodean quejidos, llantos y gritos de dolor. A mi alrededor solo hay desesperanza, pues todos hemos sido mutilados, arrancados de cuajo de la vida y lanzados al limbo de... ¿De qué? ¿Cómo describir el desinterés por seguir adelante cuando sabes que al volver tal vez ya no haya nada ni nadie esperando tu regreso? ¿Quién nos asegura que la misma guerra que nos ha arrebatado una parte de nosotros mismos, no nos ha arrebatado algo más, algo mucho más importante que una pierna o un brazo?
Por desgracia, nadie tiene la respuesta a mi pregunta y me aferro al cordón con un anillo que cuelga de mi cuello. Es el que le di a Anita aquel día bajo el roble y el que ella me entregó cuando me vi obligado a alejarme de su lado.
Lo hizo en el andén de la estación, como una despedida más de las muchas otras que se sucedían en el mismo sitio. Me agarró de la mano segundos antes de que yo pudiera subir al tren y, sorprendiéndome, me abrió los dedos y dejó caer el anillo que nunca la había visto quitarse.
Recuerdo que la miré boquiabierto, intentando comprender su gesto y no apresurarme a sacar conclusiones, todas ellas concluyendo en una ruptura abrupta e improvisada momentos antes de partir a la guerra.
Sin embargo, y sorprendiéndome una vez más, el gesto no significaba nada de eso. Al contrario. Me pedía que lo atesorara todo lo que pudiera y que era mi tarea devolvérselo cuando por fin regresara a casa. Mientras tanto, podía emplearlo para no olvidarme de ella ni del vínculo que nos unía, pues Anita ya cargaba con otro recuerdo mío mucho más preciado que un simple anillo. Un recuerdo que era producto de ambos y que esperaba que pudiera estar presente antes de él o ella comenzara a dar sus primeros pasos.
Después de eso mis memorias son borrosas e inconexas, pero creo haber sentido que mis rodillas cedían bajo el peso de la impresión y que durante varios segundos la cabeza me dio vueltas, incapaz de asimilar sus palabras. Sí sé que mis ojos se llenaron de lágrimas y que no conseguía decidirme por si sentirme alegre o frustrado. Iba a ser padre, sí, pero no iba a estar ahí para el momento en el que mi hijo llegaría al mundo ni podría disfrutar de la imagen de Anita embaraza, ni cuidarla, ni asegurarme de que no le faltaría nada porque, de nuevo, la guerra me arrebataba todo, codiciosa como ninguna otra.
Me pregunto cuándo será suficiente, cuándo saciará su hambre y cuándo dejará nuestras vidas.
Un hombre que no conozco pero que lleva una cruz roja sobre un fondo blanco atada al brazo se me acerca entonces y yo suelto el anillo. Me pregunta algo, pero no tengo fuerzas para entenderle y mucho menos para contestarle. Las náuseas me siguen embotando el cerebro y son pocos los movimientos que puedo hacer sin sentir que me rompo en pedazos.
El sentido común me recuerda que es muy probable que eso sea a causa de los restos de la morfina —si es que a estas alturas de la guerra todavía queda—, pero pronto dejo de prestarle atención; el médico ha comenzado a desatar las vendas, empapadas en sangre, del muñón, y la conciencia me vuelve a bailar.
Siento que caigo hacia un lado antes de que unos brazos me atrapen e impidan que me caiga de donde sea que esté recostado. El médico brama unas órdenes a unas sombras que creo que son personas y se aleja para dirigirse a cualquier otro sitio. El pánico me inunda.
No, no te vayas.
Vuelve.
Devuélveme mi pierna.
Quítame el dolor.
Haz algo, porque yo ya no puedo hacer nada.
Lo he intentado, tantas y tantas veces que ya he perdido la cuenta. Lo siento, pero los soldados no podemos ganar la guerra. Nosotros solo hemos sido entrenados y preparados para arrebatar vidas, no para salvarlas.
Los altos mandos solo ven números, y de vez en cuando y con suerte, algún nombre. No obstante, pocas veces nos dedican más de dos segundos de su tiempo en recordarnos, y la gran mayoría de las veces lo más probable es que ni siquiera sepan quiénes hemos abandonado sus filas.
La llaman la Gran Guerra, pero creo que ese término le queda pequeño. Esta guerra ya no es solo grande, pues abarca al mundo entero. Se ha abierto una presa gigantesca y nadie se libra de la oleada que se nos ha venido encima, ni siquiera el campesino que vive aislado entre las montañas.
Están desapareciendo dinastías, se están destruyendo países y se están pisoteando vidas como si las personas no fueran más que meras hormigas, soldados de juguete que en cualquier momento puedes volver a recolocar como si nada hubiese pasado.
Como me dijo Anita en una de sus últimas cartas, el mundo ahora mismo es un jarrón roto que tiene que ser recompuesto de alguna forma. El problema es que una vez partido, el jarrón, el mundo, nunca volverá a ser el mismo.
Es una comparación cotidiana, pero que a lo largo de los últimos meses no he conseguido quitarme de la cabeza. Y ahora, tullido, herido e inválido, solo me queda esperar a que alguien encuentre mi fragmento y consiga pegarlo al conjunto antes de que sea tarde. El problema es que ya no soy el mismo, y como yo hay cientos, miles más, sino millones.
Y, de nuevo, regresan los números.
Conocí a Anita hace siete años; llevo sin verla cuatro.
No sé si lograré volver a hacerlo algún día, tampoco si conoceré a mi hijo o hija. No tengo a nadie que me pueda confirmar si la guerra no les ha alcanzado, si están bien, vivos, a salvo.
La guerra es caos, incertidumbre.
La guerra son gritos, como los que avisan de la nada y llenos de pánico que nos ha alcanzado una bomba de gas.
De la nada, el poco orden que había en la tienda de heridos se pierde con la velocidad de un parpadeo. Las prioridades se confunden. ¿Salvar a los heridos o a los médicos y enfermeras? ¿Quién merece más vivir?
Mascarillas.
De pronto hay demasiado pocas.
Ante la muerte, nada es suficiente, nunca.
Los que pueden correr, lo hacen. Trastabillan y tropiezan con sus propios pies y con los ajenos. Se empujan, desesperados por alejarse de la nube de veneno que se ciñe sobre todos nosotros. No hay tiempo ni intención de averiguar qué tipo de gas es; todos se ponen en la peor opción.
Los que no podemos movernos por cuenta porpia, miramos aterrados cómo nos dejan atrás. Unos cuantos afortunados son rescatados por almas altruistas que arriesgan sus vidas a favor de salvar una segunda. Esos son pocos, y yo no me encuentro entre ellos.
El veneno avanza. Avanza y mata.
El pánico me embota los sentidos.
No quiero morir.
No quiero morir.
No quiero morir.
Me arrastro, apretando los dientes y tragándome el grito de dolor que me desgarra la garganta cuando se me abren las heridas. Siento la sangre, caliente, empapar las vendas y empapándome la piel. El abdomen me palpita, punzada de dolor tras punzada, a medida que me impulso con los codos por el suelo.
No tengo fuerzas para intentar ponerme en pie, así que me arrastro sin dirección fija. Solo quiero salir de aquí, vivir un día, un minuto, un segundo más.
El gas alcanza a los más lentos y los gritos y toses ahogadas se convierten en nuestra marcha fúnebre. Piden ayuda, pese a que saben que nadie puede tenderles ya ninguna mano.
Comienzan a llorarme los ojos y la pierna amenaza con dejarme inconsciente en cualquier momento por culpa del dolor. Me pide que pare, que descanse y que atienda esa herida que solo logra desangrarme.
Lo ignoro.
No puedo parar.
Tengo que salir de aquí.
Anita.
Mi hijo.
Tengo que vivir por ellos.
Por mí.
El veneno sigue, reduciendo la distancia que lo separa de mí a más velocidad de la que yo puedo recorrer un mero metro.
La pierna me arde.
El abdomen me palpita.
El dolor lanza destellos que me aturden y me vuelven torpe.
Entre espasmos de dolor, la sombra de una máscara de gas caída y olvidada desvía mi rumbo inexistente. Temblando, me arrastro hasta el mueble bajo la que ha caído, rogando por ser más rápido, por llegar a tiempo.
No lo consigo.
Al principio, no pasa nada; una nube blanquecina que me envuelve y me ciega durante unos tensos y expectantes segundos. Intento mantener la respiración, aguantando como puedo el dolor de mis heridas y la debilidad que me causa tanta sangre perdida.
Sin embargo, pronto llego al límite. Los pulmones me obligan a boquear en busca de aire, sentenciando mi suerte con la primera inspiración desesperada.
De pronto, el dolor se mezcla con una opresiva sensación de ahogo que por mucho que tosa no consigo apaciguar. Me aferro a mi propia garganta, como si así consiguiera impedir que más veneno entrara en mi sistema, y con la mano libre tanteo a la desesperada en busca de la máscara de gas pese a saber que ya es inútil.
No quiero morir, pero lo estoy haciendo.
Anita, lo siento, no podré devolverte el anillo, ni criar a nuestro hijo, ni admirar tus cuadros.
Te prometo que lo he intentado, pero la guerra ha podido conmigo, al igual que con muchos otros. Solo espero que me recuerdes con una sonrisa y no con lágrimas. Eso sí que no lo soportaría.
Sonríe; es lo que mejor se te da.
Sonríe y sé feliz por los dos.
Porque yo ya he encontrado el final de mi camino, un número más en el recuento final de la guerra, si es que acaba algún día. Solo espero que todo esto sirva de algo y no hayamos muerto en vano.
Te quiero, Anita.
Te quise hace siete años bajo aquel roble, te quise durante cuatro años en el campo de batalla y te quiero ahora que estoy luchando por respirar y aguantar un instante más con vida.
Duele.
Duele mucho, tanto que estoy llorando. Aunque también lloro por no poder volver, por haber llegado al final de mi camino y por volver a revivir todos estos siete años en un solo instante.
Lo siento.
Lo siento.
Lo siento.
Lo intenté.
Intenté volver, pero no pude.
Lo siento, Anita.
Perdóname.
Y a ti, mi hijo, también te debo una disculpa.
Jamás me conocerás, y yo jamás sabré tu nombre ni si te pareces más a tu madre o a mí. Aun así, quiero que sepas que te quiero. Te quiero pese a no haberte visto todavía.
Cuida de tu madre cuando seas mayor, por mí.
La sangre me ahoga y el gas me quema desde dentro. Tengo lágrimas en los ojos, el agujero de una bala en el abdomen y una pierna menos. Tiemblo y boqueo en busca de un aire que ya no existe.
Una parte de mí se pregunta una última vez el motivo de todo esto.
No conozco la respuesta, ni tiempo para buscarla.
Lo siento.
Anita, no me olvides.
Te quie...
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