Ocaso:
Fueron varios los segundos de silencio e incredulidad conforme los espectadores digerían lentamente las palabras del hijo de Frey.
Un duelo verbal, una competencia de insultos en donde se jugaba el honor de los competidores. Una vieja práctica del panteón Nórdico en donde el perdedor solía verse humillado y arrebatado de credibilidad por siglos ante las siempre atentas miradas de los dioses y gigantes.
Apolo estudió a su adversario con detenimiento. Un duelo verbal era innecesario. Nada impedía al dios sol simplemente terminar la batalla con fuerza bruta. Pero el reto había sido lanzado formalmente frente a la inabarcable multitud rehúnda en aquel coliseo. Si se retiraba, se vería como un cobarde frente a tres panteones de dioses. Perdería su estatus social, abandonaría su nueva imagen como un dios bueno y justo.
El dios de Delfos no era un gran orador como Julio César o Cicerón. No era un narrador de historias como Hermes. Pero no era un extraño al uso de la palabra como herramienta, como arma, no estaba en terreno desconocido, no tenía por qué temer.
—¿Quieres retar al dios de la música y la poesía a un duelo verbal?—cuestionó, sólo por cerciorarse de no haber malinterpretado las palabras del einherji.
—A menos que tengas miedo de enfrentarte a mí—asintió Magnus, con una sonrisa pícara.
—Oooooooh—murmuró la muchedumbre en las gradas.
Hermes, que había abierto los ojos de par en par, recuperó el sosiego y comenzó a reírse con rotundas carcajadas que reverberaban a través del cielo.
—¡Dioses! Esto se ha vuelto mucho más interesante de lo que anticipé...
Apolo meditó con detenimiento su respuesta. Los versos que declamaría y cantaría ya estaban formándose en su cabeza, las rimas, incluso la melodía con los que habría de acompañarlos. Una gran poesía, una gran canción.
—¿Miedo? Sí, hijo de Frey, miedo siento. Temo profundamente y tú también deberías, pues no deseo, aborrezco incluso, la idea misma de lo que está por acontecer. El mundo entero, el gran reino de lo divino, está por verte caer, humillado y desprestigiado. Y eso no me hace feliz. Preferiría ahorrarnos esto, preferiría no tener que recurrir a mi estatus para humillar a un mortal. Es algo que en el pasado hubiese disfrutado, pero hoy por hoy es una idea que detesto. Pero sea. Hablemos. Dialoguemos. Que la victoria en la batalla se la quede aquel que mejor sepa esgrimir las palabras.
El repentino silencio del público resultaba perturbador. Como estar en el fondo de un pozo. Se podía oír la respiración de los espectadores. El crepitar de las llamas que se habían extendido a través del coliseo y el latir del corazón de los contendientes. El tiempo se terminaba para aquel particular combate, y eso todos podían sentirlo.
Magnus se colocó en el centro del estadio con paso titubeante, haciendo tiempo, despacio. Parecía que tenía miedo, pero había estudiado cada movimiento con la misma atención con la que sus compañeros en el Piso Diecinueve se preparaban para la batalla. Esta era su lucha sin cuartel, su Batalla de Manhattan, su gran guerra contra Apophis, y Magnus, ahora con la posibilidad de salvar el legado de los Nueve Mundos, lo sabía. Esto era la guerra, la guerra de verdad, incluso más auténtica que la que se libraba en el campo de batalla del Valhalla todos los días. Era una guerra bajo la mirada de los dioses del mundo, era la lucha sin condiciones ni reglas. Todo valía. Todo. Y para empezar, Magnus Chase estaba dispuesto a aparentar lo que no era. Tenía pensado empezar de forma dubitativa, débil, floja, decepcionante para sus amigos y todos los einherjar que le apoyaban, de forma que sus enemigos, empezando por el propio Apolo, le infravaloraran de medio a medio.
La misma idea le había funcionado bien contra Loki. Claro que con Loki no había sido un plan, sino un milagro fruto de la improvisación. Pero ahora Magnus se conocía a sí mismo lo suficientemente bien como para usar las armas con las que contaba a su máxima capacidad.
—Así que... Apolo. Apolo dios del sol. Dices haber cambiado. Dices ya no ser un dios cruel y despiadado, ciego e ignorante. Dices haberte vuelto en una deidad benevolente. Dices haber aprendido tu lección tras verte obligado a pasar seis largos meses en el cuerpo de un humano. ¿Hace cuánto fue eso...? Ah, sí. Siete años. Siete años han pasado desde que recuperaste tu divinidad—comenzó el semidiós—. Siete años... seis meses... ¿cuánto son seis meses para un dios inmortal? Pues deja que te lo diga: ¡Nada! ¡Un parpadeo! ¡Un instante! Comparados a tu larga vida de varios milenios, Apolo, seis meses son menos que un fugaz chispazo. ¿Y así esperas que todos aquí creamos que has cambiado? ¿Que creamos que aprendiste tu lección? ¿Que aprendiste verdaderamente lo que es ser humano?
Magnus decidió ser directo, veloz, enérgico, pero débil. Sus argumentos eran agudos pero carentes de verdadera fuerza. Después de la canción interpretada por el dios para entrar a la batalla, no existía sombra de duda alguna sobre la veracidad de las afirmaciones de Apolo. Pero todo formaba parte del plan del hijo de Frey. Poco a poco, palabra a palabra, sílaba a sílaba.
—Vienes aquí, frente a los campeones del mundo, jurando y rejurando que lucharás bajo la forma de un hombre, de un mortal, que combatirás con el honor y la destreza de un ser humano. Que sería el héroe Lester Papadopoulos quien competiría. Pero aquí estás de igual forma, oh gran dios inmortal, brillando cual supernova mientras abusas de tu inmortal poder para avanzar en esta competición. ¿Por qué es que luchas en este sagrado recinto? ¿Es la gloria del Olimpo insuficiente para el dios Apolo? ¿Hay algún imposible deseo que deseas conseguir? ¿O es que no confías en que la campeona que tú mismo seleccionaste, Meg McCaffrey, se haga con el primer puesto?—Magnus continuaba con seguridad, elevando aún más el tono de voz hasta alcanzar un volumen ciertamente imponente—. Dices luchar como humano, pero a la primera de cambio recurriste a la divinidad. Y tú, dios, como parte de los organizadores de esta competición, sabías perfectamente lo que habría de acontecer, para lo que te tenías que preparar. Los dioses nos ordenaron a nosotros, simples y verdaderos mortales, que mantuviésemos en secreto sus encargos. No nos dijeron en que consistiría nuestra misión hasta el inicio de la contienda. ¿Y tú quieres decirnos que es una pelea justa, aún después de que tuvieses meses para prepararte a placer mientras el resto de concursantes daban palos de ciego en la incertidumbre?
El hijo de Frey se detuvo por un momento para recuperar aliento. Apolo no decía nada, permanecía en silencio, pero no avergonzado o empequeñecido, sino firme, desafiante, con la mirada fija en su adversario, esperando pacientemente el momento de contraatacar con palabras tan o más filosas que las suyas propias. Magnus supo que debía darse prisa, tenía que terminar de lanzar aquella finta, aquel falso golpe que desviaría la atención de Apolo lejos de donde Magnus planeaba moverse y ganar. Ahora era cuando. Ese era el final de su fase de preparación.
—Aunque, supongo, Apolo dios del sol, que no eres un extraño a estas conductas. A no compartir todo el conocimiento que tienes, a mantener a los pequeños humanos en la penumbra mientras clamas ser la brillante luz del día. ¿No es así cómo tus profecías funcionan? ¿Tétricos y crípticos mensajes que nada esclarecen y sólo crean confusión? Pretendes ser una ventana al futuro, pero sólo eres un fraude. Un fraude de dios que finge ser benevolente. Un dios que finge ser humano. Un dios que finge ser justo. Un dios que finge que este torneo, así como el destino mismo, son justos, como si no conocieses ya cada detalle antes de que ocurriese y no te negases a mantenerlo todo en enigma y misterio.
Miró a las gradas, a Odín, que asintió con la cabeza, habiendo leído entre líneas el verdadero mensaje que Magnus había enviado. Nadie más en el estadio parecía haberlo captado, pues las opiniones se dividían entre los que apoyaban a la diatriba del einherji y los que defendían con fiereza a Apolo.
El propio dios sol esbozó una sonrisa y tomó su turno para colocarse en el centro del coliseo y alzar las manos al aire. Se hizo el silencio. La presencia de la deidad, su seguridad y poder, su porte y su mirada. Era obvio. Todos lo tenían claro: iba a apisonar a Magnus como si el propio Apolo fuese una estampida de elefantes. Los einherjar lamentaban el destino que le aguardaba a Magnus, pues todos ellos, por la irracional esperanza que siempre albergamos de que los que queremos cumplan a plena satisfacción nuestras más absurdas expectativas, habían esperado una sorprendente e inesperada victoria por parte de Magnus gracias a su último as bajo la manga.
Pero hay una razón por la que no se debe retar a los dioses.
Ellos siempre ganan.
—Te he escuchado, Magnus hijo de Frey, Magnus hijo de los Chase. He escuchado atentamente tus palabras... y me decepciona, me aflige profundamente escuchar que aún hay quienes en tan baja estima me tienen. Pero bien, sea, me lo he ganado. Milenios de horror no se olvidan fácilmente. Milenios de dolor, muerte y tragedia no pueden ser borrados con seis cortos meses en el reino de los mortales. Eso lo sé bien, eso lo tengo claro. Pero no es aquello a lo que llamo. No es aquello a lo que apelo el día de hoy.
Apolo empezó con un tono cordial y una radiante sonrisa dibujada en el rostro. Se le notaba tranquilo, casi alegre, como si ya se supiese vencedor. Pareciera ser, y así lo percibía el dios mismo, que su adversario le había regalado la victoria con aquel tan afilado, pero igualmente carente de sustancia, torrente de palabras previo.
—Vamos por partes, ¿le parece bien a todo el mundo? Vamos por partes. ¿Me acusas de no entender lo que es ser humano? ¿De pretender ser algo que no soy? Eso es extraño. Recuerdo bien ya haberme disculpado por eso mismo momentos atrás. Recuerdo bien reconocer mi incapacidad, como Lester Papadopoulos, de hacerle frente a este torneo. Recuerdo bien haberte reconocido como vencedor en ese sentido. Pero... pero... y aquí está la cosa, no he olvidado lo que es ser un humano. Ni lo bueno ni lo malo. Soy dios por nacimiento y lo seré hasta el fin de mis tiempos. Pero fui humano. Por un mísero e insignificante instante para la gran escala del cosmos. Pero para mí, ese fugaz momento, ese "chispazo", esos seis meses fueron los momentos más preciados de mi vida. Los momentos de más crecimiento. De más descubrimiento. De más importancia en la larga vida de desastres del dios Apolo Febo.
Las palabras de la deidad, aunque dichas a modo de discurso, eran entonadas con cierto ritmo, con cierta melodía, como una extraña canción, una poesía de versos incomprensibles para su propio arte pero comprensibles para cualquier elocuente orador. Hermes asentía con la cabeza, al principio despacio, pero cada vez con más velocidad, con más energía. Casi se apenaba por Magnus Chase, le entristecía ver como un joven einherji era devorado por la furia irrefrenable del dios sol.
—¿Qué es lo que sé? ¿Qué es lo que no? ¿Soy dios de la profecía porque veo el futuro o porque sólo yo y mis sacerdotisas podemos con la carga que supone ser el canal del destino para hablar a través de nuestros cuerpos? ¿Sabía de esta competición antes que ningún otro competidor? Sí, no lo niego, es verdad. ¿Me entrené a conciencia o sabía quién sería mi oponente de ante mano? No. En lo absoluto. Pues eso sería a todas luces injusto. Por otro lado, Magnus Chase, que me acusas de esta extraña forma de corrupción, me consta que tú y tus compañeros einherjar estaban enterados sobre este torneo y se entrenaban a conciencia para ganarlo. Hipocresía veo. Hipocresía te recrimino. Pero... da igual. Después de todo, hipócrita o no, dicho conocimiento y entrenamiento de nada les sirvió ni a ti ni a tus amigos.
Y así, entre una igualada mezcla de insultos y aplausos, Apolo dios del sol abandonó sonriente y relajado el centro del campo de batalla. Magnus Chase miraba al suelo. Era la imagen de la misma derrota. Sus argumentos fueron desechos con pocas palabras y usados en su contra con aterradora eficacia. Sí, sus tripas se desgarraban por dentro. Las palabras de Apolo, su retahíla interminable de simples emociones, sencillas pero poderosas, agudas como navajas y claras como el cristal, era incontestable. No había mancha con la que dañar la imagen de Apolo, pues sus errores los asumía, los abrazaba con dolor y los reconocía como suyos, los mostraba al mundo y prometía ser mejor. Una promesa que estaba cumpliendo. A la luz de la verdad, Magnus no tenía argumento alguno que le concediese superioridad moral de ningún tipo contra Apolo. Estaba atrapado. Sin salida.
¿O quizá no?
Magnus Chase levantó la mirada con decisión y se irguió en toda su altura. Dio un par de pasos al frente. Ese era el momento de golpear donde mejor sabía, de la forma en la que ningún enemigo era capaz de anticipar, de la forma en que Apolo no sabría responder.
Se suponía que la finalidad de un duelo verbal era bajar los humos de la gente, ridiculizarla. Pero Magnus era un curandero. Él no ridiculizaba a la gente. Él la sanaba. No seguía las reglas clásicas del enfrentamiento, las reglas de Loki, las reglas de un mundo que con frecuencia es cruel, injusto e incontestable. No. Para ganar, Magnus tenía que jugar con sus propias reglas. Las reglas de un vencedor. Las reglas de un héroe.
Respiró hondo.
—Voy a hablarte de Samirah al-Abbas—dijo—. Hija de Loki, pero mejor que él.
La sonrisa de Apolo vaciló.
—¿La valquiria de la cuarta ronda?
—¡La valquiria que, obligada por juramento, ha venido a cumplir una de las misiones más importantes encomendadas nunca por Odín!—Magnus proyectó su voz a la muchedumbre con todo el volumen y la seguridad que le permitieron sus pulmones—. Aún recuerdo, como si fuera ayer, nuestro viaje a través de los reinos en búsqueda de retrasar el Ragnarök. ¡Salvó nuestro barco de los temidos vatnavaettirs! ¡Escapó volando del gran Baugi en forma de águila y entregó el Hidromiel de Kvasir a nuestra tripulación! Y todo lo hizo al tiempo que ayunaba, fiel a sus creencias y a su inquebrantable fe, según dicta el Ramadán.
El dios sol parpadeo dos veces.
—Impresionante, sí, pero no veo como eso puede...
—¡Esa valquiria de quien les hablo combatió en esta arena, en la misma arena en donde ahora yo derramo mi sangre, en donde héroes y dioses se dejan el alma, hace exactamente dos días! ¿Su oponente? No otro que el más grande y apreciado de los semidioses modernos. El segundo favorito a ganar esta contienda, el único e inigualable Perseus Jackson, hijo de Poseidón. ¡Samirah luchó contra esa bestia de hombre! ¡Contra ese semidiós entre semidioses! ¡Y lo puso contra las cuerdas! ¡Samirah luchó con uñas y dientes, con carne y con sangre, con sudor y con lagrimas! ¡Ella perdió y murió, derrotada por la espada de quien sin duda alguna es uno de los héroes más grandes de la generación! ¿Y por qué? ¡Por lealtad! ¡Porqué Odín, a quien servidumbre juró, se lo pidió aún después del retiro! ¡Samirah murió en esa arena, frente a sus amigos, frente a su esposo, frente a mí que la considero mi hermana! Y si bien ésta muerte no es definitiva, no se me ocurre mejor forma de irse que bajo el filo de la espada del último héroe del Olimpo. ¡Esa es Samirah al-Abbas! ¡Samirah del león!
Apolo hizo un esfuerzo por comprender las palabras, las intenciones, de su adversario.
—No veo mal que alces alabanzas al nombre de tus hermanos de armas, eso te honra, pero este no es el momento ni el lugar. Haberlo echo al presentarte como en mi canción, o espera a que los poetas escriban sus cánticos sobre las contiendas de este torneo, porque ahora es tu palabra contra la mía, tu persona contra la mía, y no hay amigo tuyo que...
—¡Voy a hablarte de el elfo Hearthstone!—gritó Magnus, para hacerse oír por encima del dios—. ¡Entre los mortales, el mejor mago de runas a través de los nueve mundos! ¡Su valentía es legendaria! Esta dispuesto a sacrificar cualquier cosa por sus amigos. Ha superado los más horribles desafíos: la muerte de su hermano, el desprecio de su familia, de su sociedad, de toda su raza. Su propio padre se transformó en dragón. Y, sin embargo, Hearthstone se enfrentó a él, se enfrentó a sus peores pesadillas y salió victorioso, rompiendo el maleficio del oro maldito de Andvari. Venció odio con compasión. Sin él, yo no estaría aquí el día de hoy. Ninguno de nosotros lo estaríamos. Es el elfo más poderoso y más querido que conozco. Es mi hermano.
Hizo una pausa, intentando que la voz no se le quebrase por la emoción. Apolo no rompió el silencio. Nadie lo hizo. Todo el estadio del Olimpo le miraba expectante, algunos ya con lágrimas en los ojos.
—En esta misma arena, en este sagrado recinto, Hearthstone luchó y murió ante el mago más poderoso que las antiguas artes de Egipto son capaces de ofrecer en este momento de la historia: Amos Kane, Lector Jefe de la Casa de la Vida. Luz y oscuridad. Orden y caos. Todos lo vieron. ¡Todos! Esos dos entraron en el anfiteatro y se golpearon con todo lo que tenían hasta que sólo la superior experiencia de un viejo mago pudo hacerse con la victoria. ¿Se atreverá alguien a menospreciar el valor de mi hermano Hearthstone?
Apolo se adelantó para hablar, pero ya nada podía detener al hijo de Frey. Magnus estaba inspirado, y como una bola de nieve, cada una de sus palabras sólo daba más energía a su discurso.
—¡Y las hazañas de Thomas Jefferson Junior son igualmente dignas de cualquier palacio vikingo!—añadió—. Arremetió contra el fuego enemigo para enfrentarse cara a cara a su peor pesadilla, el teniente de los Estados Confederados Jeffrey Toussaint. ¡Murió aceptando un desafío imposible como digno hijo de Tyr! Él es el alma de nuestra comunidad, un motor que nunca se detiene. Venció al gigante Hrungnir con su fiel Springfield 1861 y lleva la esquirla de sílex del corazón del gigante encima del ojo como medalla de honor.
Magnus volvió a hacer una pausa. Tomó aire. Retomó su diatriba endureciendo el tono, oscureciéndolo, mostrando gran aflicción en su sentir.
—Fue derrotado, para nuestra gran sorpresa, por Leo Valdez. Brillante inventor. Valiente hijo de Hefesto. No dudamos de su persona, más si de su capacidad como guerrero. Queda claro que ese fue nuestro error. Subestimamos al fuego que hizo arder el mundo, y TJ pagó el precio. A su victoria, Thomas sólo le ponía un precio: la salvación del mundo, y la salvación de su madre, presa de las terribles mazmorras del Helheim...
El dios sol alzó una ceja.
—¿La salvación del mundo?
El einherji asintió con la cabeza.
—Antes me llamaste hipócrita, Apolo, y no te equivocabas. ¿Quieres saber para qué nos entrenamos a conciencia? ¿Por qué tan desesperadamente queremos yo y mi familia ganar esta competición? ¡El Ragnarök se acerca, maldita sea! ¡Un día no seremos capaces de evitarlo y será el fin de todos! Pero podemos detenerlo, cambiarlo... no del todo, pero sí lo suficiente, cambiarlo a nuestro modo para fortalecer un brillante mañana, para salvaguardar un futuro incierto que a todos los justos lo bendiga... Eso mismo parecía buscar Loki cuando intervino en este torneo, cambiar el destino a su favor, para el mal, pero cambiarlo a fin de cuentas. Lo que me recuerda... ¡Ahora voy a contártelo todo sobre Alex Fierro!
Magnus Chase estaba brillando, reluciendo con fulgor dorado en el centro de la arena. Su cabello hondeaba al cálido viento del verano y los rayos del sol le servían de reflector. Y aún así, el hijo de Frey no era el centro de atención, sino sus palabras, los recuerdos que evocaban, las imágenes de las grandes hazañas que describía. Eran sus amigos y no él quienes peleaban aquella tarde en el anfiteatro, Magnus sólo era su vocero, su representante, mas no su líder, no su última esperanza. Era la unión de todos ellos quien ahora plantaba cara al imbatible dios sol.
—Alex... ¡Alex, el terror de Jorvik! ¡La creadora de Caras de Barro, el guerrero de cerámica! ¡Quien en una ocasión decapitó a Grumwolf, el lindworm mayor! ¡Venció la brujería de Utgard-Loki en un terrorífico torneo de bolos! ¡Se ganó la confianza y el afecto de la diosa Sif, quien le patrocinó en esta competición! Me mantuvo con vida en la travesía por el mar helado de Niflheim... y fue quien más a pecho se tomó esta contienda, quien más sudor, sangre y esfuerzo le puso a su entrenamiento. Luchó y murió por semanas, meses, para poder ganar en este torneo. ¡Y de no ser por la intervención de Loki, deseoso por hacerse con los dones de los dioses, pero a quien Alex derrotó aún dentro de su mente, quizá, y sólo quizá, hubiese derrotado también a aquella magnifica cazadora, Thalia Grace, en su combate en las alturas! ¡Alex fue quien descubrió que el Ragnarök podía ser evitado! ¡Y si nos hacemos con la victoria en esta magna competición será sólo gracias a Alex, nuestra arma secreta!
Apolo dio un paso al frente, haciéndose notar en un vano intento por recuperar la atención del público.
—Si así deseas jugar, que así sea. ¿Elogiarás a tus compañeros? ¡Dos pueden hacer eso! ¿Con quién he de empezar ahora? Quizá haga mi arranque con el más grande héroe del Olimpo...
—¡Tomemonos una pausa de hablar de mis hermanos de escudo!—proseguía Magnus, sin hacer aparente caso a Apolo—. ¡Hablemos de un viejo mentor que tuve! ¡Un maestro que me instruyó en la supervivencia a través de los mares y cuyas palabras me fueron de suma utilidad en los momentos de más necesidad! ¡Ya he dicho antes su nombre, así que no haré más rodeos! ¡Percy Jackson! Si oyes esto, aún estoy en deuda contigo.
Las palabras murieron en la garganta del dios sol. Era claro que su oponente no se detendría ante nada, no hasta terminar su discurso, sus alabanzas. ¿Qué pretendía? ¿Amasaba fuerza antes de volver a golpear en el debate? ¿Buscaba ganarse al público ante la perspectiva de una derrota segura? Apolo no lo entendía. Nadie lo hacía. Pero todos escuchaban atentamente. Todos.
—¡Y Annabeth Chase! Mi prima, mi carne y mi sangre. ¡Igual que yo sueña con el futuro, aunque mi mente jamás haya sido capaz de comprender la suya! ¡Su consejo siempre ha sido invaluable, y no creo que nadie aquí dude de su capacidad, pues sin poder alguno dado a ella por su madre Atenea se enfrentó y empató en batalla con la mismísima encarnación de la diosa Isis, Sadie Kane!
En la enfermería, siendo testigo del espectáculo, Percy se inclinó para mirar desde más cerca el televisor que proyectaba las palabras de su viejo amigo. Annabeth puso una mano en su hombro, sonriendo levemente sin poder evitarlo ante el enorme reconocimiento público que le daba su primo. El dios Asclepio se encontraba terminando de revisar que Sadie se hubiese reformado sin complicaciones, pero mantenía su oído atento a la contienda. Deseaba saber qué era de su padre, Apolo, quien seguía allí afuera, luchando ya no con sus puños, sino con palabras.
—Por favor, padre... ten cuidado—se sorprendió murmurando el dios de la curación.
En el campo de batalla, Magnus abrió los brazos como si quisiese abrazar a todos los espectadores y alzó la vista al cielo.
—¡Podría seguir hablando por horas y días y años sobre las grandes hazañas de mis amigos, de mi familia, pero hemos de ser rápidos y concisos! ¿Qué más se puede decir sobre Medionacido Gunderson que ustedes no hayan visto ya? ¿Qué más grande honor puede tener un berserker de su talla que caer en combate ante el más poderoso de los dragones?
Y Magnus se abrazó a sí mismo.
—No cometeré el mismo error dos veces, querido amigo—susurró, antes de volver a hablar en voz de grito—. ¿Qué sería de mi sin Sumarbrander, Jack, la Espada del Verano? ¡Mejor arma de los Nueve Reinos! ¡Espada más afilada de la creación! ¡Digno artefacto de las más vibrantes y poderosas poesías del dios Bragi! Todos fueron testigos que sin mi gran compañero, yo habría perdido esta pelea antes de siquiera empezar. Su destino es funesto, caer en manos de Surt, y por eso quiero salvarle... quiero salvarlos a todos...
Magnus Chase miró a Apolo directamente a los ojos.
—Apolo dios del sol, te imploro escuches mis palabras. Aquello que unió a todos mis amigos en este torneo es el deseo de salvación, la última esperanza, no arrebates eso de nosotros. No te pido que me concedas la victoria, pues ya me quedó claro que no puedo tenerla. Eres demasiado poderoso, y de igual forma, todos los demás que habría de enfrentar. ¡Pero tu puedes salvarnos! ¡Tu puedes ganar este torneo y detener para bien el Ragnarök! ¡Tú puedes hacer que nuestros meses de batalla y sacrificio, nuestra sangre derramada y dolor infinito valgan la pena! Nuestras vidas... nuestros destinos están en tus manos. Yo, Magnus Chase, descendiente de antigua realeza, descendiente de reyes, hijo del dios Frey, que vivió por años como un huérfano arrastrándose en las frías calles de Boston, que murió y sirvió como guerrero ante el padre de todos Odín, te rezo y te ruego que me escuches, tú, dios que estás frente a mí. Tú, Apolo dios del sol... te lo ruego...
Apolo guardaba silencio. Así que de eso se trataba. De convencerlo de unirse a su causa. De ser el paladín que los guiase a la victoria. No quería admitirlo, pero ya se hallaba convencido. Apolo había perdido la batalla sin que Magnus le pusiese un sólo dedo encima desde el inicio de aquel duelo verbal. Una riza quería escapar de su pecho. Su fuego interior se había apagado. Sólo una última duda rondaba en su cabeza.
—¿Qué hay de su último representante?
Magnus asintió con la cabeza. Había esperado esa pregunta.
—Seguirá luchando y dándolo todo. Tengo puesta en ella mis esperanzas, toda mi confianza. Es lo único que puedo ofrecerle, ahora que he fallado como combatiente. Me disculpo ante ella, ante el mundo, pero lo he intentado. Nuestra última representante luchará para ganar. Pero el dios Apolo puede unírsele. El dios Apolo puede ser nuestro último rayo de sol si al final todo falla.
Y el dios sol abrazó a su oponente, con lágrimas en los ojos, conmovido por las súplicas del inmortal guerrero de Odín, conmovido por su sinceridad. Apolo era un dios generoso. Eso decía ser. Eso demostraría ser. Era lo correcto. Jason lo aprobaría. Jason... a él aún tenía que salvarlo.
—Eres bueno con las palabras, hijo de Frey. No eres bueno en el campo de batalla, pero eres listo eligiendo las palabras. Quizá en eso seas más hábil que yo mismo; quizá esa sea tu arma y no la espada. Lo juro por el río Estigio, Magnus Chase, lo juro. Haré todo lo que esté en mi poder por hacer cumplir tu sueño. Todo en mi poder.
Magnus hizo lo que antes jamás había hecho. Su cuerpo entero comenzó a brillar más que nunca en el pasado. Sus ojos eran estrellas que lanzaban luz hasta el infinito. Usó sus poderes de curación para adentrarse en la mente de Apolo, para ver su pasado, y el dios lo permitió, le dio vía libre a sus recuerdos y lo guió a través de milenios de experiencias. Seis meses como Lester Papadopoulos. Seis meses que cambiaron a Apolo para siempre.
Con una sonrisa, el hijo de Frey se desvaneció, convertido en luz pura, sobrecargado, pues su cerebro mortal era incapaz de procesar los grandes misterios del cosmos que sólo la mente de un dios podía guardar.
"No es la peor forma de morir"—pensó Magnus, en sus adentros—. "Para nada la peor..."
Entonces, todo fue silencio.
El combate había terminado.
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