Las fronteras de la razón:
Poco a poco, la emoción y el sentimiento se fue tranquilizando entre los espectadores. Apolo miraba fijamente el lugar en el que momentos atrás se había parado su oponente. Una brisa veraniega soplaba a través del campo de batalla, cubierto de hierva y flores. El sol brillaba con extraña calidez, como si en lugar de muerte, aquel anfiteatro acabase de dar vida, de dar esperanza. Y quizá lo había hecho.
—No voy a perder...—prometió Apolo al recuerdo de su adversario—. Lo juro, Magnus Chase... no voy a perder...
La deidad dio media vuelta y se encaminó hacia la salida de la arena. Su cuerpo había sanado por completo, fisicamente estaba en perfecto estado, era un dios inmortal después de todo. No obstante, su cabeza daba vueltas. Había prometido que no fallaría. Lo haría todo en su poder por ayudar a sus recién descubiertos amigos, pero, ¿qué pasaría si no era suficiente?
Magnus había sido, dentro de lo que cabía, una victoria fácil. Hubieron sorpresas, momentos de peligro, pero, al lado de combatientes como Perseus Jackson o Jason Grace, el hijo de Frey era de todo menos amenazante. ¿Podría Apolo, con su divinidad restringida, derrotar a semejantes rivales? Eso aún habría que verlo.
Apolo se llevó una mano al carcaj que colgaba de su espalda, rebuscando con sus dedos entre las diversas saetas de su arsenal. Nada. O, al menos, no lo que buscaba.
—Flecha de Dodona...—murmuró—. Estés donde estés... gracias. Lo hiciste bien. Lo hiciste increíble... no lo hubiese logrado sin ti.
Respiró profundamente. ¿Había sido realmente su viejo amigo el proyectil parlante quien le había hablado, o solamente un producto de su imaginación?
En ese momento, mientras se adentraba en el túnel que le llevaría de regreso a las gradas, una sensación de frío cortó sus pensamientos con un golpe seco. Un escalofrío recorrió su columna al tiempo de que el cabello se le ponía de punta. El olor a ozono impregnó el ambiente tan repentinamente que Apolo temió con autentico pavor que su padre Zeus hubiese salido a recibirle en persona.
—Realmente no lo has olvidado.
Apolo se permitió exhalar con genuino alivio al percatarse de que su interlocutor era, en realidad, no otro que Jason Grace.
—Te lo prometí, ¿no es así?—sonrió el dios.
Jason asistió lentamente.
—Así fue, realmente lo hiciste...—el chico sacudió la cabeza—. Lo lamento... el haber dudado.
El dios sol se mostró confundido, a lo que el hijo de Júpiter se vio obligado a elaborar.
—Durante los últimos tres meses... mientras Juno me tenía cautivo... envenenando mi mente, comencé a dudar. Pensaba... daba por seguro que ya habrías roto tu promesa... que yo había muerto por nada, por salvar a un dios que no lo merecía. Lo siento... me equivocaba...
Apolo le sonrió compasivo, tendiéndole una mano en gesto amigo.
—Lo que hayas visto, hecho o pensado mientras yacías bajo el control de Juno no es culpa tuya—prometió—. Gracias a ti he cambiado para bien, y pienso devolverte el favor. Déjame ayudarte. Déjame curar tu mente. Limpiar de tu ser todo el mal que Juno pudiese haber implantado. Tal vez ya no estés bajo su control directo, pero las secuelas de lo que te hizo revivir, el daño que te hizo... puedo arreglarlo, Jason, sólo tienes que tomar mi mano. Todo estará bien.
El cónsul de semidioses miró directamente a su medio-hermano, sus ojos relucían de un modo extraño. Lenta y dubitativamente extendió su mano hacia la de Apolo, pero algo le detenía, susurros en su cabeza, una voz que no era la suya y que le hablaba en pesadillas.
"Libérate de todo, espada mía"—decía—. "La gente miente. Las promesas se rompen".
Jasón cerró su puño y retiró su mano, bajando la ensombrecida mirada conforme la electricidad comenzaba a recorrer su cuerpo con violencia.
"El mundo sigue girando, y tu gran poder palidece al lado del crecimiento de quienes serán tus adversarios. Necesitamos alimentar tu dolor e ira para que liberes todo tu potencial, y necesitamos hacerlo rápido".
—No puedo...—murmuró.
Apolo trató de insistir, acercando su mano un poco más.
—Por favor...
"Lo que harás será convertirte en un lemur en vida, una manía, un espíritu furioso que sólo descansará hasta haber cobrado venganza".
Calígula no era el único objeto de su ira. Tanto dolor. Tanto sufrimiento. Mucha sangre debería ser derramada para saciar aquel odió que envenenaba su corazón.
—Necesito este poder...—susurró el hijo de Júpiter—. Lo necesito... Sin él no soy rival para los héroes reunidos en este torneo.... No soy nadie...
—Eres Jason Grace—interrumpió Apolo—. No tienes que ganar este estúpido torneo. No le debes nada a Juno...
Un trueno sacudió el cielo.
—¡Claro que se lo debo!—bramó—. ¡Le debo hacer pagar por lo que me hizo!
Apolo alzó los brazos para protegerse de los rayos que manaban del cuerpo de su viejo amigo y que todo lo destruían.
—La venganza nunca fue una de tus prioridades, Jason...
—¡Pues ahora lo es! ¡Lo es después de lo que Juno me hizo!—el chico cayó de rodillas—. Es lo único que ocupa un lugar en mi mente ahora...
El dios sol bajó la mirada.
—No voy a ayudarte si tú no me lo permites. Puedo hacerlo, pero no lo haré, no sin tu consentimiento.
—Entonces no me ayudes—decidió Jason—. Yo soy la espada de Roma, y moriré como tal.
Una solitaria lágrima bajó a través del rostro de Apolo mientras la deidad se desvanecía, disolviéndose en luz pura:
—Cuanto lo siento, Jason... cuanto lo siento...
Will Solace se arrodilla junto a Nico di Angelo en la soledad de su habitación. El hijo de Hades, echado en su cama, reniega, entre gruñidos de irritación, de las atenciones que su novio sigue prestándole aún después de sanadas sus heridas de batalla. Se ha reformado completamente y aquella experiencia tan única hacia con la muerte parece haberle hecho más fuerte, pero por el momento prefiere recostarse entre las sábanas y almohadas, lejos de el tumultuoso salón de banquetes, mientras Will le dice palabras suaves al oído.
Annabeth Chase se despide, tras una breve visita, de una madre orgullosa al ver cómo su hija, arquitecta del Olimpo, se reúne con su vieja amiga, Sadie Kane, y asiente con la cabeza, confirmando la decisión recién ratificada por los dioses. Atenea recuerda, igual que su hija, los terribles momentos finales del combate entre ambas luchadoras, pero la diosa se permite una gran sonrisa de victoria. Annabeth, sin embargo, se aleja de allí con gran emoción y preocupación a partes iguales: enormemente feliz por haber tenido éxito en su cometido, habiendo llegado a un acuerdo con tanto los dioses como con la propia Sadie que le permitirían continuar en aquel torneo, al menos por un poco más, pero inmensamente abrumada, casi aterrada, por la perspectiva de quien ahora se cernía como su siguiente muro a superar.
Reyna cenaba en silencio pero con gran voracidad, su mente viajaba al enfrentamiento entre la hija de Atenea y la maga egipcia. Algo le decía que pronto se vería las caras con una de ellas. Había esperado por aquel momento durante mucho, mucho tiempo, fruto de una amistad que también era rivalidad, creada para siempre por los desvaríos de la diosa Fortuna. Se siente fuerte. Le queda la esperanza de una gran victoria próxima en el tiempo. ¿Habrá perdido las cualidades que alguna vez le permitieron rivalizar con los mejores? No lo sabía, pero la esperanza, no obstante, domina su animo.
Meg McCaffrey come del generoso plato que le acaban de servir en el salón de banquetes mientras oye como algunos einherjar siguen refiriendo la extraña muerte de Magnus Chase a manos del dios Apolo. "Lo raro es que durara tanto", dice alguno. Meg se mantiene en silencio, masticando cada cucharada de sus cereales a la espera de su próximo combate. Uno más, y otro, y tantos como sean necesarios para hacerse con la victoria. En su mente repasa las veloces y fluidas cuchilladas que la Espada del Verano lanzaba empuñada por nadie y casi inconscientemente imita los movimientos sosteniendo en manos su cuchara. Sí, ese será el siguiente paso de su entrenamiento.
Amos Kane, el Lector Jefe de la Casa de la Vida, examina de nuevo el resplandor carmesí que en ocaciones escapa de su piel junto con un poderoso chispazo eléctrico. Él no habla con nadie. Muerto Julius, muerta Ruby y con sus sobrinos ocupados en sus propios problemas. Quizá el día de mañana sería el último. Quizá finalmente perdería el control del demonio que vivía en su interior y mataría a todos los que en ese momento le rodeaban. Por ahora come con sosiego. Hará lo necesario para ganar, pero las fuerzas no son las de antaño. En el fondo sabe que sólo un golpe de suerte podrá darle la victoria en aquel torneo.
Thalia Grace examina de nuevo la punta rota de aquella espada romana, IVLIVS, que en su día había pertenecido a su hermano Jason. No sabe bien qué hacer. Hera, sin duda, seguía manipulando y trastornando a Jason, a su pequeño hermano Jason, hasta hacerlo irreconocible. Necesita ayudarlo de algún modo, detener toda aquella locura. Pero por ahora nada puede hacerse. Sólo puede pensar.
Entretanto, en los palacios del Olimpo, en aquella mansión que recibe el sol todas las noches y lo despide puntualmente al amanecer, la luz de la luna se derrama sobre la solitaria figura del dios Apolo. Un trueno rasga entonces el cielo de aquella residencia divina, demostrando a la deidad de Delfos que no se encuentra solo en su lúgubre pesar. Y, más allá de los muros de dicha morada, en la oscuridad de su habitación, escondiendo su ser bajo el agua de una profunda tina llena a rebosar, Perseus Jackson se pregunta si el camino que ha elegido es el correcto. Ha desafiado dioses y monstruos durante toda su vida, pero esta vez, por algún motivo, se siente distinto. Las cosas podrían no salir a su favor.
Lejos de allí, Clarisse La Rue camina a través de aquel anfiteatro en el reino de lo divino que tantos combates había visto los últimos tres días. Se detiene justo en el centro y admira las más recientes cicatrices abiertas en sus brazos, tan sólo hechas la noche anterior. Recordaba su batalla de hacía dos días: había sido vencida por una gladiadora, una espadachín con talento sin limites y capaz de imposibles inimaginables.
En su taller, Leo Valdez traza nuevos sueños sobre un papiro, diseños con los que da forma a los anhelos de su corazón: armas, corazas, funciones para sus amadas Esferas de Arquímedes. Se le termina el tiempo, pero confía en que podrá conseguirlo. El dragón de bronce, Festo, dormita cerca de él. Aquel maravilloso autómata sería la clave para llevar a cabo su futuro. Sería hermoso, sólo tenía que seguir con su trabajo.
Pero el mundo es aún más grande, y Alex Fierro espera con calma en su habitáculo la llegada de sus compañeros einherjar. Todo por lo que habían trabajado corría peligro, pero aún era demasiado pronto como para abandonar la esperanza. Alex mira hacia el elevado techo de la gran habitación mientras frunce el ceño: ¿Será su última competidora capaz de hacerlo, capaz de superar el mayor de los desafíos?
Más allá de aquella sala, entre las sombras de las columnas de uno de los grandes peristilos porticados del gigantesco salón del trono del Olimpo, Walt Stone, Anubis dios de la muerte, habla con su tío Osiris. El desafío que le aguarda al joven mago es inconcebible, pero igualmente inconcebible es su determinación, sólo el futuro revelaría quien vencería en el choque que se avecinaba.
En su palacio, Hercules celebra una fiesta con sus amigos. Hay sirvientas y mucho licor. Pronto será campeón del mundo y eso merece una fiesta. Calcula en su cabeza cuánto esfuerzo le costará su duelo contra el dios de la muerte. Se siente satisfecho tras sus cálculos. La batalla no será sencilla, pero podrá vencer, dispondrá de las fuerzas necesarias, como siempre lo ha hecho. El mundo va a cambiar. Mucho. Y pronto.
Frank Zhang otea el horizonte desde el borde del amplio Olimpo. Tantos panteones de tantos rincones del mundo reunidos en un sólo sitio. E igualmente tan pocos. Mira hacia el este, el lejano este desde donde sus antepasados vinieron. Grecia, Roma, Partia, China, Canadá, Estados Unidos, y finalmente Roma otra vez. Todos los caminos llevaban a Roma. Siempre a Roma.
¿Qué sucedería en el siguiente, y último, bloque de la primera ronda? ¿Quién combatiría? ¿Quién saldría vencedor? La segunda ronda estaba tan cerca que se podía sentir en el aire. Ejércitos marcharían. Sangre correría. Héroes vivirían, otros morirían. Sólo los dioses, o quizá ni siquiera ellos, sabían qué sería de los guerreros allí reunidos, combatiendo en aquel anfiteatro del reino de lo divino.
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