Faraón:
OCHO AÑOS EN EL PASADO
Por primera vez en su vida, Carter Kane se sentó sobre el trono del faraón.
Apophis había sido derrotado, Ra volvía a los cielos y los dioses se retiraban. La Casa de la Vida se recuperaba lentamente de una guerra civil que había degenerado en un peligro que había amenazado la existencia misma, solamente quedaba un asunto del cual hacerse cargo.
El dios del sol en persona había cedido el cayado y el látigo del gobernante, una nueva era brillante, una época de prosperidad y bendiciones. Finalmente, tras años oculto de sí mismo, Carter sentía que había salido de la sombra de su padre, e, igualmente, se había librado de la sombra del dios de la guerra Horus.
—Acepto el trono—dijo, alzando las herramientas del faraón—. Ra me ha otorgado autoridad para dirigir a los dioses y los magos en momentos de crisis, y lo haré tan bien como pueda. Apophis está desterrado, pero el Mar del Caos siempre estará ahí. Lo he visto con mis propios ojos. Sus fuerzas siempre intentarán erosionar la Maat. No podemos dar por echo de que todos nuestros enemigos hayan desaparecido.
La multitud se removió, nerviosa.
—Pero de momento—continuó Carter—, estaos en paz. Podemos reconstruir y ampliar la Casa de la Vida. Si vuelve a haber guerra, allí estaré como el Ojo de Horus y como faraón. Pero como Carter Kane...
Se levantó y dejó el cayado y látigo sobre el trono, bajando del estrado.
—Como Carter Kane, soy un chico que ha de ponerse al día en muchas cosas. Tengo mi propio nomo que llevar en la Casa de Brooklyn. Y tengo que sacarme el título de secundaria. De modo que delego la autoridad para los asuntos cotidianos en quien corresponde, el lector jefe y senescal del faraón, Amos Kane.
Su tío se inclinó ante él respetuosamente. La multitud aplaudió rabiosa, en parte porque aprobaban el reinado del nuevo faraón, en parte porque les aliviaba que no tendrían a un chaval dándoles órdenes día tras día desde aquel estrado.
TRES AÑOS EN EL PASADO
Por primera vez en un lustro, Carter Kane tomó las herramientas del faraón y convocó a cada mago de la Casa de la Vida, reclutando un enorme ejército que se reunió sobre el antiguo desierto, marchando hacia el norte, sabiendo con certeza que aquel nuevo mundo que el sol traería consigo cargaba en sí mismo el potencial para terminar con todo.
Treinta mil magos al servicio del Per Ankh se apiñaban en camino al este. Era un ejército con jóvenes iniciados entre sus filas, una decisión no exenta de polémica y de consecuencias imprevisibles en el futuro próximo, pero que en aquel momento parecía secundaria, pues lo principal era, antes que nada, detener las hordas de demonios y preservar la Maat del ataque venido desde el mismísimo Mar del Caos; se trataba de una lucha por la supervivencia, similar a la campaña contra Apophis, menor en el poder de la amenaza pero mayor en su magnitud.
Además, Carter, en calidad como faraón, había reforzado las tropas con decenas de dioses menores traídos desde los cielos para proteger los intereses de Egipto. Entre magos y dioses se había constituido una descomunal fuerza defensiva que parecía insuperable, capaz de resistir, como hicieran ya en el pasado, cualquier embate de sus enemigos demonios del caos, por muy brutal que éste pudiera llegar a ser.
Pese a todo, Carter se sentía inquieto. No se creía listo para tomar las riendas del faraón, al menos no de forma definitiva, pero la vida rara vez le había dejado vía libre, y las circunstancias habían forzado su mano a la acción. Ya no había marcha atrás, sólo le quedaba estar a la altura de sus augustos antepasados, tales como el unificador Narmer o el todopoderoso Ramsés II el Grande.
Walt, dispuesto a su costado, chasqueó los dedos y se cruzó de brazos, observando satisfecho como una interminable formación de miles de guerreros muertos armados hasta los dientes emergía desde la tierra y se extendía a ambos lados de su general. Además, su tío Amos era un militar curtido, maduro y decidido. En el campo de batalla sabía lo que debía hacerse, cómo debía hacerlo y en qué momento. Por eso Carter confiaba en su consejo y sus soldados le seguían con fidelidad.
Ésa era la situación de Egipto tras que los demonios se revolviesen. El destierro de Apophis los había mantenido a raya por un tiempo, pero finalmente se habían reorganizado y querían venganza.
Carter arrugó el ceño mientras escrutaba el horizonte. Nada. Sólo la inmensa pradera ante ellos, a medio camino entre el vergel del nacimiento de un río a su derecha y el desierto a su izquierda. Más al norte, varias fortalezas y puestos de defensa ya habían sido tomados por la horda demoníaca. Carter relajó los ojos y escupió al suelo. Los demonios del caos eran temidos por todos los egipcios, pero él y sus aliados ya habían vencido al mismo Apophis antes. Podían contra un ejército de criaturas de la Duat, o, al menos, eso intentaba decirse a sí mismo.
El faraón miraba a su alrededor y se sintió bastante seguro. No es que tuviera el mejor ejército del mundo, pero había reunido a varios miles de sus mejores guerreros en una densa formación que podría detener el avance de cualquier enemigo, no importaba la fuerza o el salvajismo de las infernales bestias.
Carter avanzó al frente; seguía intrigado por el horizonte despejado. No se veía nada más que pradera desierta y sólo se escuchaba el viento. De pronto comprendió lo que le inquietaba. No se oía a ninguna cigarra. Y el sol comenzaba a ascender. En el calor, aquel silencio resultaba aún más misterioso.
Carter vio emerger en el horizonte la temida horda demoníaca. Eran miles, veinte mil, treinta mil, quizá algo más. Y en las alas se veía a dos cuerpos de caballería. Jinetes que montaban extraños caballos, serpientes aladas, criaturas insectoides y dromedarios. No era frecuente ver cuerpos armados de jinetes sobre dromedarios, pero aquello no importunó demasiado al faraón. Ya estaban ahí. Eso era lo importante. La espera había terminado. Al menos, en lo referente a visualizar al enemigo. Carter miró al cielo. El sol se elevaba lentamente y aún seguía a sus espaldas. No atacarían hasta pasadas unas horas. No tenía sentido hacerlo con el sol de cara. Los demonios esperarían. Él también. Sus hombres habían desayunado temprano. Aprovecharía la espera que debía de seguir para distribuir más comida y agua entre los suyos. De esa forma tendrían toda la energía necesaria para repeler al enemigo.
El faraón caminaba relajado frente a sus tropas. Las examinaba con minuciosidad. Las baritas estaban a la mano y los báculos preparados, empuñados por manos firmes. Resistirían. Carter se volvió hacia el enemigo. Seguía avanzando. Los demonios se encontraban a unos tres mil pasos. Era una distancia prudente para detenerse, pero seguían avanzando. Carter se detuvo y apretó los labios. El enemigo proseguía con su avance, impertérrito. ¿No les molestaba el sol? No era lógico atacar así. Dos mil quinientos pasos. Las garras y variadas cabezas de las criaturas brillaban bajo la intensa luz del día. Carter carraspeó y escupió en el suelo una vez más. Al volver a alzar la mirada observó que el avance del ejército del caos no se detenía. A dos mil pasos y seguían.
Se pasó el dorso de la mano por debajo de la nariz. Se dio la vuelta entonces hacia Julian, uno de sus oficiales.
—¡Mi casco!—gritó, y el poderoso tono de su voz transmitió a sus hombres el mensaje implícito.
Todos tensaron los músculos. Carter se ajustaba el casco con la mano derecha mientras dejaba que otro oficial le acercara el escudo a su brazo izquierdo. Estaban a mil quinientos pasos y seguían hacia delante.
—¡Preparad báculos y varitas!—vociferó el faraón, y su orden se repitió a lo largo de la interminable línea defensiva del ejército egipcio—. ¡Walt, que tus muertos alcen esas sarissas y tomen formación de falange!
El dios de los funerales asintió, trasmitiendo silenciosamente el comando a través de sus tropas.
Mil cuatrocientos, mil trescientos, mil doscientos pasos y no se detenían. Mil cien pasos. Mil pasos.
—¡Que se preparen los arqueros!—ordenó—. ¡Una lluvia de flechas apaciguará su ímpetu!
Varios miles de arqueros muertos ajustaron sus arcos tras la larga línea de la falange, los magos levantaron sus báculos y comenzaron a preparar sus hechizos. Era probable que el enemigo hiciera lo propio.
—¡Preparad vuestros escudos!—aulló el faraón.
Los magos alzaron sus baritas y trazaron círculos sobre el suelo para protegerse de una posible lluvia de proyectiles, mientras en el fondo de sus corazones esperaban que las flechas que los cadáveres vivientes habían cargado en sus arcos contribuyeran a detener el empuje con el que aquellos demonios parecían estar dispuestos a embestirles.
Ochocientos pasos, setecientos, seiscientos. Aún no estaban a tiro de los arqueros. Debía esperar más. Carter no llegaba a ver las alas. Sus oficiales de caballería deberían de decidir qué hacer, al menos en el principio del combate. Tras la embestida inicial, una vez asegurada la posición, iría a una de las alas para comprobar que la caballería cumplía su función frente a la caballería enemiga. Mantener la falange era clave, pero las alas debían resistir también o todo podría venirse abajo.
Quinientos, cuatrocientos, trescientos pasos. Carter iba a ordenar que los arqueros dispararan cuando horda demoníaca se detuvo en seco. El contraste entre el ruido de las miles de patas avanzando con el silencio que sobrevino al detenerse de golpe era sobrecogedor. Carter admiraba la disciplina incluso en el enemigo. Era una bonita exhibición, pero todo eso daba igual. No estaban de maniobras ni de desfile. Alzó su brazo para dar la orden a los arqueros cuando de pronto la formación enemiga, treinta mil demonios del caos, alzaron sus escudos. El sol reflejó sobre la superficie de los mismos con tal fuerza que cegó a todos los magos egipcios.
—¡Ahora, disparad ahora!—gritó Carter, pero ya era tarde, sabía que era tarde.
Sus magos conjuraron sus hechizos sin ver, cegados por treinta mil escudos que actuaban como espejos.
—Escudos de plata—comentó Walt en voz baja—. Por todos los dioses: son argiráspides.
El lado bueno era que, a diferencia de los magos, el ejercito de muertos levantado por Anubis permanecía impasible frente a la furia del sol del amanecer, disparando una letal andanada de flechas que cayó sobre los enemigos sembrando el caos entre sus filas.
—¡Sarissas clavadas en tierra! ¡Hay que resistir su carga y protegerse de las flechas enemigas! ¡Sarissas a tierra! ¡Ni un paso atrás!
Carter daba las órdenes que debían darse, pero era cierto lo que había dicho Walt. Sólo los argiráspides, las unidades de élite fundadas por Alejandro Magno, llevaban escudos de plata como aquellos, en donde se reflejaba el sol hasta cegar al enemigo.
Lo sorprendente era que los demonios se hubiesen organizado para conseguir tanta plata, tantos miles de criaturas que sólo servían al caos de algún modo se las habían apañado para hacerse con tal equipo, y era, por demás, preocupante. No se podía ver bien contra el reflejo del sol en aquellos malditos escudos. Hacía falta mucho dinero para poder hacer tantos escudos de plata. Una fortuna inimaginable. ¿De donde sacaban aquellas criaturas tal tesoro?
Carter creyó ver al enemigo a unos doscientos pasos, luego la luz del sol le cegó, se situó entonces justo detrás de la línea de la falange. Miró otra vez. Parecían estar muy cerca. Se escuchaba al enemigo gritando. De pronto llegó el impacto brutal. Muchos de los muertos y egipcios de primera línea fueron atravesados por las garras, colmillos y afiladas cabezas de sus enemigos. Más de lo que era esperable. Muertos y egipcios de la segunda y tercera fila reemplazaron con rapidez a los caídos y al fin pareció contenerse la avalancha enemiga, pero habían caído muchos guerreros del ejército bajo su mando. No era lógico.
Carter se acercó a la línea de la falange. Los demonios empujaban y sus magos hacían todo lo posible por mantener la línea, pero de cuando en cuando una criatura enemiga asomaba entre sus hombres y arrastraba a algún soldado hacia la horda de monstruos, de donde ya no volvería a salir nunca más.
Rayos, agua, fuego y tierra, vientos huracanados y queso fundido. Los egipcios luchaban a capa y espada, y con cada mago que caía cien demonios eran abatidos, pero no eran cifras sostenibles, la Casa de la Vida se quedaría sin magos antes de que las criaturas enemigas se replegasen.
—Walt, ¿mantienes al día la cifra de bajas?
El dios de la muerte asintió con pesar.
—No es bueno.
Sus hombres, pese a todo, parecían contraponer a la insuficiencia de sus números un mayor coraje y entrega. La línea se mantenía. Habían perdido muchos más hombres de lo esperado, pero la falange se mantenía. La cuestión era por cuánto tiempo más.
El enemigo ni siquiera había utilizado arqueros. ¿Tanta confianza tenían en sí mismos? Carter miró hacia los extremos de su formación. ¿Y las alas?
—¡Mi carro!—pidió el faraón, y su grifo domestico, Freak, apareció de entre los arqueros—. ¡Mantened la posición a toda costa! ¡Por los dioses, ni un paso atrás!
Eso fue lo último que ordenó a sus oficiales, y partió hacia el extremo izquierdo de su ejército. Tenía que saber qué ocurría con la caballería.
Carter llegó junto a la caballería en el extremo izquierdo de su ejército. La lucha era ya encarnizada. Los jinetes egipcios y muertos combatían en una confusa maraña contra demonios montados y otros jinetes enemigos montados en dromedarios. Los jinetes de los dromedarios se beneficiaban de la mayor envergadura de esos animales, de modo que podían atacar a los egipcios desde más arriba, haciendo que sus golpes hacia abajo fueran más potentes.
Carter azuzó a su grifo y se introdujo en medio de la contienda. Consiguió zafarse de uno de los demonios y le clavó su espada entre los ojos. Luego se adentró hasta embestir con su carro a uno de los dromedarios. Un zarpazo le rozó la sien. Carter se revolvió y sesgó de un tajo poderoso la zarpa que blandía el demonio. Él no era uno más. Era Carter Kane, Faraón de Egipto, Ojo de Horus. No se iba a dejar amedrentar por dromedarios y un puñado de demonios malolientes. Las criaturas del caos necesitarían algo más si querían hacerle retroceder.
—¡Masacren a estos imbéciles!—oía que bramaba Sadie, en algún lugar cercano—. ¡Mantengan las posiciones!
La voz de la joven reverberó por encima del fragor de la batalla inyectando ánimos a los guerreros de su ejército. Carter sonrió levemente para sí mismo, su hermana podría apañárselas por sí misma, pero era difícil saber si lo mismo podía decirse del resto de unidades.
Carter había recibido un corte en uno de sus hombros. No era profundo y su sangre se confundía con la de una decena de enemigos que había abatido con los mandobles de su espada. Estaba cansado, pero no derrotado. Sus jinetes habían mantenido la pugna y el ala izquierda no había cedido. Y de pronto las buenas noticias llegaban de todas partes: los demonios hacían retroceder a sus monturas y se retiraban, y del ala derecha llegaba su tío Amos que confirmaba lo mismo. Los demonios replegaban su caballería.
Si la falange no estuviera tan estancada en el centro podría ordenar un avance, pero quizá fuera su oportunidad para intentar deshacer las alas enemigas y atacar la horda enemiga por los extremos.
—¡Reagrupaos! ¡Rehaced la formación!—Carter gritaba mientras sus pensamientos se atropellaban.
Estaba considerando lanzar una carga de persecución contra el enemigo que se batía en retirada, cuando observó algo que le hizo dudar. Los jinetes demoníacos se dividían en dos mientras galopaban hacia sus posiciones de retaguardia dejando un amplio pasillo central por el que emergían nuevas unidades montadas. Los nuevos jinetes parecían cabalgar sobre caballos más robustos, pero no galopaban sino que más bien avanzaban al trote. A medida que se acercaban el faraón pudo comprobar que los jinetes que montaban aquellos pesados animales estaban recubiertos de cotas de malla de metal y sellos de protección mágica por todo el cuerpo, con brazos, piernas, pecho, todo perfectamente protegido y, lo más sorprendente aún: las propias bestias estaban completamente recubiertas de mallas densas que debían pesar una enormidad, pero que los caballos acertaban a trasladar con un trote decidido y, aparentemente, irrefrenable.
Carter sabía lo que se les venía encima. Había oído hablar, como todos los generales, de las temibles unidades de catafractos de los ejércitos orientales de la época clásica, pero nunca había combatido contra ellas. Decían que eran lentas en sus maniobras, pero que esa lentitud la compensaban con su robustez absoluta. Se trataba de caballos y jinetes completamente acorazados, prácticamente indestructibles. Carter, como otros muchos, pensaba que aquéllas eran historias del pasado, pero todo aquel día era como si desde la Tierra de los Demonios hubieran resucitado los antiguos ejércitos de Persia. ¿Cómo pudo Alejandro Magno derrotar semejantes fuerzas?
El faraón vio desaparecer a los demonios de caballería ligera tras las pesadas unidades catafractas. El suelo empezó a temblar bajo las ruedas de su carro y el estruendo monocorde del avance de los caballos blindados de la horda demoníaca penetró en los oídos de los jinetes del ejército egipcio.
Carter se pasó la sudorosa y ensangrentada mano derecha por la boca. Tenía sed, pero ahora no había tiempo de beber.
—¡Manteneos firmes! ¡Los caballos en línea!
Dudaba. No sabía si ordenar una carga o recibir a los catafractos allí mismo, todos juntos, detenidos sobre aquella pradera.
Sabía que la duda era el principio de la derrota.
—¡A la carga, por el Per Ankh, a la carga!
Y él mismo fue el primero en impulsar su grifo contra las unidades de catafractos que se lanzaban contra ellos. En pocos metros, los jinetes egipcios consiguieron una velocidad de carga muy superior a la de los caballos acorazados de los demonios. Aquello insufló un soplo de esperanza en el compungido corazón de Carter.
El choque fue bestial. Los caballos de los unos y los otros se estrellaron de forma brutal, pero en lugar de crearse la típica maraña de caballerías enemigas, tras el primer impacto y la consecuente caída de los animales de primera línea, una vez que los egipcios había perdido la fuerza de su carga, los caballeros catafractos de la horda demoníaca retomaron su avance empujando al enemigo hacia atrás.
Carter lanzó un hechizo contra uno de los jinetes enemigos, pero éste se cubrió con un escudo y el brillante jeroglífico desviado, aún mortal, cayó sobre el lomo forrado de hierro de un caballo que, gracias a sus protecciones, salió indemne del ataque.
El faraón veía a sus hombres intentando herir a guerreros y bestias enemigas con explosiones, llamaradas y golpes de energía, pero la mayoría de los ataques se estrellaba una y otra vez contra las poderosas protecciones de metal encantado de los catafractos. Al tiempo, los demonios, lentos pero tenaces, respondían con sus garras y mordiscos a los mandobles de los magos de combate egipcios. Pronto Carter vio como decenas de sus jinetes caían heridos entre horribles gritos de dolor para terminar siendo pisoteados por los caballos demoníacos que, con el peso adicional del metal protector que transportaban sobre sí, parecían elefantes que lo arrasaban todo a su paso.
Carter intentó reagrupar a sus jinetes para establecer una línea defensiva del ala izquierda de su ejército, pero los catafractos, ajenos a las inútiles maniobras del ejército egipcio para herirles, continuaban su avance como fantasmas venidos de otro mundo, como seres casi inmortales, fríos, sólo concentrados en su destino de destruir por completo al enemigo que, obstinado, intentaba sobrevivir a su imperturbable carga de hierro y sangre.
Carter Kane, aunque aún no lo sabía, al igual que su tío Amos era un militar curtido, maduro y decidido. En el campo de batalla, sabía lo que debía hacerse, cómo debía hacerlo y en qué momento.
Ordenó la retirada.
—¡¿Cómo qué Carter no está?!—exigió saber Zia Rashid, abriendo los ojos como platos.
Los magos supervivientes se habían reunido nuevamente en el Nomo Primero, atendiendo heridos y discutiendo sobre como plantear su última defensa cuando la favorita de Ra se percató de la ausencia del faraón.
Todas las miradas se volvieron hacia el trono vacío que dominaba la sala, avergonzándose cada uno de los presentes al notar que ninguno de ellos había reparado en la ausencia de su líder.
Solamente Julian, seguidor de la senda de Horus, tuvo el valor de ponerse de rodillas, apretando los ojos para contener las lágrimas:
—Carter... Carter deseaba detener a la horda de demonios... y se quedó sólo en el campo de batalla...
Cuando la Casa de la Vida volvió al sitio de la que se había antojado como una cruel derrota, el paisaje era del todo irreconocible.
Montañas de cadáveres dominaban el infinito y las arenas se habían teñido de rojo. Solamente un hombre solitario descansaba sobre la pila de cuerpos destrozados, tostando su oscura piel bajo el sol del medio día.
—Carter...—murmuró Sadie, muda de asombro.
El faraón se volvió hacia ella, sonriéndole tímidamente. Sobre su regazo descansaban el cayado y el látigo de Ra, aún hechando humo a causa de su desmesurado uso.
—¿Sadie?—se sorprendió—. Dime... ¿cuántas bajas tuvimos?
La joven tardó varios segundos en reaccionar.
—Algunos... algunos cientos. Carter... ¿te quedaste aquí sin decir a nadie? ¡Eres un insensato!
El chico exhaló un profundo suspiro.
—Solamente hice lo que era mi responsabilidad como faraón al cuidar las espaldas de mi gente.
Sadie le fulminó con la mirada.
—Sí, idiota, y te pudiste haber muerto. Si esos demonios te hubiesen derrotado...
—Pero no lo hicieron—interrumpió el gobernante—. Sadie, te juro que yo no perderé ante nadie, nunca más. Como faraón no seré derrotado. No permitiré que un desastre como el de hoy vuelva a ocurrir.
Su hermana guardó silencio.
Carter se dejó caer de espaldas, soltando una histérica risa.
—No obstante... tal vez en esta ocasión sí que fui muy insensato.
Sadie le tendió una mano para ayudarle a ponerse en pie.
—No escucharas ningún agradecimiento de mi parte, hermanito—sonrió—. Aunque, quizá sí que lo escuches por parte de todos los demás.
—¡Carter!
—¡Carter!
—¡Carter!
—¡Carter!
—¡Carter!
Bajo el sol invicto, alzándose sobre las imperecederas arenas de Egipto y ataviado con las herramientas del dios creador, el faraón del mundo se mostró severo y orgulloso ante un público que lo vitoreaba a todo pulmón.
Luke miraba a su oponente con aire ausente, ojos tirantes por el dolor y el brazo izquierdo colgándole sin fuerzas, humeando y desintegrándose a causa del insoportable calor.
Zia sonrió sin poder evitarlo al observar la figura de su novio blandiendo su estatus de faraón con toda la dignidad que los cielos podían otorgarle.
—Durante esa batalla, detuvo a la horda demoníaca por sí mismo y salvo la Casa de la Vida del peligro.
—Sí—convino Walt—. Carter, siempre ha sido nuestro líder, jamás traicionaría nuestra confianza.
—"Mi responsabilidad como faraón"—recordó Sadie—. Hmph, fanfarrón. Yo podría haber hecho lo mismo si me hubiese avisado que se quedaba...
Una nueva voz hizo acto de presencia en el palco de los egipcios, tomándolos a todos por sorpresa.
—No se trata de lo que se puede hacer, sino de lo que debe hacerse.
Walt dejó escapar una sonrisa mientas inclinaba la cabeza en señal de respeto.
—Señor Osiris.
El dios de los muertos le devolvió el saludo.
—Anubis.
Sadie saltó de su asiento, volviéndose en redondo con sus ojos reluciendo con ilusión.
—¡Papá!—gritó, corriendo en su dirección.
La joven se lanzó a sus brazos, y el dios le abrazó con afecto, riéndose.
—Sadie, cariño—sonrió Julius Kane—. Fue una gran pelea la que diste.
—¿Dónde has estado todo este tiempo?
La mirada de su padre se tornó ausente.
—Me ponía al día con Amos—dijo finalmente—. Pero créeme, los he estado viento y apoyando a todos ustedes con gran interés.
Walt tosió para llamar la atención del dios.
—Ejem, señor Osiris... si se me permite preguntar, ¿a qué se refería con eso de "lo que debe hacerse"?
El dios del inframundo devolvió su atención al campo de batalla, en donde Carter volvía asir con fuerza las herramientas del faraón, haciendo que los vientos soplaran y la luz del sol temblase a su alrededor.
—Veras, Carter sabía que era su deber detener aquella invasión, y sentía como un tremendo fallo personal el no haber sido capaz de guiar a su ejército a la victoria. Luchó solo, y venció solo, no porque pudiese hacerlo, sino porque era lo mejor. Él no sabía si ganaría, pero aún así lo dio todo en la batalla. Llamó a la retirada porque, de pasarle algo a él, aún estarían ustedes para dirigir el Per Ankh. Se aseguró de salvar el futuro primero, y luego se sacrificó por el presente. Por eso él gobierna sobre Egipto...
POR ESO ÉL ES EL FARAÓN
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro