Cazando en las estrellas:
TRES MESES ANTES DEL INICIO DEL TORNEO
Se vivía en un ambiente puro más allá de la atmósfera terrestre, en donde el vacío infinito del espacio era sólo acompañado por la incesante lluvia de radiación cósmica que atravesaba el cosmos constantemente. Era en aquel plano, en aquel reino conformado por el cuerpo del estrellado Urano, que lo envolvía todo y abarcaba hasta el infinito Caos primordial, en donde las estrellas habitaban, silenciosas, siempre atentas al mundo a sus pies, distantes pero omnipresentes.
El dios Apolo contemplaba la bóveda celeste en silencio, aún debatiéndose con respecto a sí hacía lo correcto aquella noche sin luna, pero ya era tarde para dar marcha atrás. A su lado, sentado en el Trono de Fuego, con semblante calmo y apacible, el antiguo faraón del reino de lo divino, Ra, esperaba pacientemente las instrucciones de su joven invitado en la barca solar.
—Es ella—dijo finalmente la deidad griega, señalando hacia un particular grupo de estrellas—. Esa es la cazadora que sirvió a mi hermana por tantos milenios y que se sacrificó para salvarle de la furia del titán Atlas.
Ra siguió con su mirada hacia donde su compañero señalaba y asintió con la cabeza.
—Una constelación hermosa—reconoció—. No estaba allí cuando dejé el cielo tantos siglos atrás. Cientos, sino es que miles de estrellas desaparecieron en mi ausencia, debió llamar más mi atención que hubiesen aparecido nuevos astros. Debió ser una amiga especialmente querida por tu hermana.
Apolo asintió sin mucho ánimo.
—Lo fue... admito que ella y yo jamás nos entendimos, pero lo que le pasó no deja de entristecerme. Héroes cómo ella, como todos los que hemos rehúndo hasta ahora, no nacen a menudo. Se merece esta segunda oportunidad tan única, pero... no sé si es lo que ella desea.
—¿Por qué no preguntarle tú mismo?—cuestionó entonces el faraón.
Ra extendió el brazo hacia las alturas, como si ofreciese su mano a alguien que aguardase por él. El polvo estelar y la luz plateada de los astros lentamente tomaron forma física hasta dar lugar a la silueta de una joven de aspecto grácil y mirada desafiante que descendía desde las alturas hasta situarse a los pies del Trono de Fuego.
—¿Con quién he de honrarme con su presencia?
El viejo dios sol sonrió con la dulzura del anciano al que ya el mundo parece quedarle demasiado grande. Atrás habían quedado sus días como supremo regente del alto y bajo Egipto. Ahora, como quien fue mal padre y lo compensa como gran abuelo, sólo le quedaba el uso de la palabra, del consejo, para dar sosiego y guiar a quien tenía la sabiduría de escucharlo. Su poder era eterno, imperecedero e inabarcable, pero su ánimo no era el de antes, ya no había en su avejentado ser el deseo de crear y gobernar. Ra estaba allí más como un observador, un viajero de las estrellas que mantenía siempre el delicado equilibrio entre el orden y el caos, más en consonancia con los astros en el cielo que con los dioses en la tierra, pero seguía existiendo, y en su corazón aún se conmovía por las muestras de respeto que otros, más jóvenes e impetuosos, pudiesen presentar hacia su persona.
—Levántate, niña—pidió—. Soy yo quien te da nueva vida, pero no es por mi voluntad sino por la de tus dioses. Quizá sea ante ellos que debas arrodillarte.
Zoë Belladona se incorporó entonces, buscando con su mirada explicaciones a lo que aquel anciano desconocido, pero indudablemente poderoso, le contaba. Finalmente, sus ojos se posaron sobre la siempre deslumbrante persona de Apolo, quien buscaba saludarle sin encontrar las palabras para hacerlo.
—¿Por qué?—preguntó la cazadora, sin perder tiempo alguno en más formalidades y rodeos innecesarios—. ¿Por qué habéis venido hasta los confines del cielo a buscarme? ¿Está bien mi señora Artemisa? ¿Algo le ha sucedido que precise de vuestra intervención en mi auxilio?
—Hola a ti también, Zoë—dijo Apolo finalmente—. Puedes respirar tranquila, mi hermana está bien. No es por eso que vengo a despertarte de tu eterno descanso...
—Y si no es así, ¿entonces por qué me encuentro ante ti y no ante mi diosa?
El dios sol suspiró en un vano intento por sosegar sus agitados nervios.
—Estoy aquí con un ofrecimiento, Zoë: la vida. Los dioses del mundo se preparan para un evento como el que nunca antes ha ocurrido. Si formas parte de él, tendrás la oportunidad de volver al mundo de los vivos, de volver a servir a mi hermana, o de simplemente rehacer tu vida como lo desees. El riesgo es alto, te lo advierto, si fallas, volverás a los cielos de inmediato. Pero simplemente aceptando intentar podrás reencontrarte con tus hermanas cazadoras y con Artemisa, aunque sea sólo por breves instantes. Depende de ti.
Zoë observó con gran sorpresa a su interlocutor. Lo notaba distinto de cómo lo había conocido en vida, tal vez para mejor, pero eso habría que verse. Lo importante era el mundo bajo sus pies. El planeta Tierra, el cuerpo de la madre Gaia que dormía profundamente más allá de las corrientes cósmicas que transportaban a la barca solar. Su diosa y sus hermanas estaban allí, en alguna parte. Verlas una vez más, quizá para rehuirse con ellas, quizá sólo para despedirse más apropiadamente, era una oferta no sólo tentadora, sino del todo imposible de rechazar.
—Apolo... no sé que habrá sido de ti desde que abandoné el mundo de los vivos, pero encuentro en tus ojos una mirada que no existía antes. Sea, entonces, si he de probarme digna ante los dioses del mundo para volver a vivir, es menester que comience a prepararme cuanto antes.
El dios sol asintió con la cabeza, haciendo una señal a Ra para que éste emprendiese el largo descenso hacia la tierra.
—Y... gracias—terminó de decir Zoë—. No sé que es lo que te ha impulsado a venir a por mi persona, pero... te lo agradesco.
Los vientos huracanados soplaban cada vez con más vehemencia a través del campo de batalla. Zia contemplaba genuinamente impresionada como su oponente se levantaba con algunas quemaduras de lo que tendría que haber sido una muerte segura. Su mirada coincidía directamente con la de la cazadora, quien ya volvía a empuñar su arco una vez más y tomaba flechas desde su carcaj.
—¿Qué eres, Zoë Belladona?
Su oponente tiró de la cuerda de su arma y apuntó con cuidado.
—Esa es una pregunta en sumo interesante de la que yo misma desconozco del todo su respuesta. ¿Soy acaso una ninfa? ¿Soy una titánide o quizá una diosa? ¿Morí como lo haría una humana, una semidiosa, o algo distinto?—sus dedos aflojaron el agarre sobre su flecha—. ¿Por qué no lo descubrimos juntas?
La saeta plateada atravesó el cielo a toda velocidad emitiendo un agudo silbido. Zia se aferró a su báculo y lo balanceó con fuerza, interceptando la trayectoria del proyectil y haciéndolo estallar en una violenta explosión que sacudió cada esquina del gran coliseo.
"Maldición..."—pensó la maga, con el rostro perlado de sudor—. "Estas flechas, aunque no lo parezcan, encierran un enorme poder en su interior... si me golpean, no sobreviviré..."
La cazadora cargó dos saetas más en su arco y volvió a disparar con una puntería impecable. Zia veía casi en cámara lenta como a cada instante más y más proyectiles eran lanzados en su contra y, sin poder hacer otra cosa, puso toda su concentración en evadir la lluvia de disparos mientas usaba su báculo y barita para protegerse de los incesantes ataques.
—¡VAYA! ¡¡LAS FLECHAS SIGUEN CAYENDO!!—exclamó Heimdall—. ¡¡ES COMO UNA LLUVIA DE METEORITOS CONSTANTE!!
La escriba del Per Ankh se dio cuenta demasiado tarde de lo precario de su situación. Un golpe particularmente violento le arrancó la barita de la mano, obligándole a usar su báculo a dos manos. Las flechas estallaban en una serie de explosiones de luz plateada y terribles llamas que se entremezclaban unas con otras y creaban un ensordecedor coro de horror mientras la arena de batalla era reducida a un campo de humo y cráteres.
"¡Esto es malo!"—se decía Zia a sí misma—. "Mis brazos empiezan a debilitarse... ¡¡Mi báculo no aguantará por mucho más tiempo!!"
—¡¡Mierda!!—exclamó, sin poder evitarlo, mientras se veía obligada a replegarse y cambiar su táctica, dejando de defenderse y limitándose a correr y esquivar entre aquel diluvio de mortales saetas.
—¡¡ZIA RASHID USA UNA NUEVA ESTRATEGIA PARA EVITAR LA LLUVIA DE FLECHAS!! ¡¡CORRE, CORRE, CORRE!!
"No se va a quedar sin munición nunca"—comprendió la maga—. "La única forma de lidiar con esas flechas es derribando a la arquera..."
No obstante, antes de siquiera ser capaz de terminar de hilar dicho pensamiento, la figura de la cazadora le sorprendió cerniéndose sobre ella de un segundo para otro tras haber dado un enorme salto del todo imposible para cualquier simple ser humano.
"¿Qué...?"
Por breves instantes, Zia perdió por completo el sentido. Sólo percibía oscuridad, junto con una extraña sensación sorda, distante, pero que se hacía más y más notoría a cada segundo: era dolor.
Para cuando quizo darse cuenta, la maga yacía en el suelo, inmóvil, noqueada por una patada que había aterrizado directamente en su cráneo y, con total seguridad, había resquebrajado hueso y hecho rebotar su cerebro fuera de control.
El público guardaba silencio, presas de un extraño sentimiento de horror. La eficacia y frialdad con las que la cazadora había abatido a su presa resultaban aterradoras.
—ESTO... ¿ESTO ES EN SERIO?—cuestionó Heimdall—. ZOË CONECTA UN GOLPE DIRECTO A LA CABEZA DE ZIA... ¡¿Y LA HA ANIQUILADO DE UN SÓLO GOLPE?! ¡¿DE DÓNDE EN HELHEIM UNA CAZADORA DE ASPECTO TAN ESBELTO Y GRÁCIL SACA TANTA FUERZA?!
En las gradas, aún algo extrañado por la ausencia de Contracorriente en su bolsillo, Percy sonrió satisfecho.
—Supongo que no podía ser de otro modo...—murmuró.
No tan lejos de allí, notando como las más jóvenes reclutas entre las cazadoras de Artemisa se mostraban extrañadas ante las proezas de aquella antigua líder a la que muchas de ellas no habían llegado a conocer, entre ellas la misma Reyna, Thalia se apresuró a arrojar luz sobre la situación.
—Zoë es hija del titán de la fuerza Atlas y Pleione, una diosa del mar—explicó—. Dicho de otro modo, no es y nunca ha sido una humana corriente. Al ser una de las hespérides, usualmente se le podría categorizar como una ninfa del ocaso, pero... es normal para varias ninfas, especialmente para aquellas que son hijas de titanes, también ser reconocidas como diosas. En su momento, ella renunció a su poder inmortal para ayudar a quien no lo merecía. Pero ahora, según las reglas de este torneo, puede usar todo el poder que en algún momento poseyó.
Reyna escuchó atentamente lo que su amiga le decía y volvió su atención, en suma intrigada, hacia el campo de batalla.
—En otras palabras, incluso si es la más menor de las diosas menores, Zoë tiene el poder para enfrentarse a cualquier bárbaro del norte o mago de oriente...
Los magos egipcios observaban con nerviosismo y duda el estado de la contienda, pocos atreviéndose ya a dar voz a sus pensamientos.
—Ah...
—Hey...
—No se despierta...
—En ese caso...
—Significa que...
Antes de que pudiesen decir nada más, las cazadoras de Artemisa estallaron en vítores:
—¡Se acabó, ¿verdad?!
—¡¡Zoë ganó!!
—¡¡Así se hace!!
—¡¡Ella es invencible!!
—¡¡Acaba con tu oponente de una vez!!
—¡¡Zoë!!
—¡¡Zoë!!
—¡¡Zoë!!
—¡¡Zoë!!
La cazadora tomó con cuidado una flecha más de su carcaj, tiró de la cuerda de su arco y apuntó a matar. Quería un disparo limpio, eliminar a su derrotada oponente de forma rápida e indolora. Sin embargo, sus instintos estaban en alerta máxima, algo no estaba bien y podía sentirlo. Finalmente, abrió los ojos de par en par y retrocedió con un salto al tiempo que la flecha en sus manos estallaba en un pilar de fuego.
—¿Eh...?—balbuceaba el público.
—¿Qué ha pasado...?
El suelo comenzó a temblar salvajemente, y la temperatura en el campo de batalla aumentó exponencialmente en cuestión de segundos, obligando a las primeras secciones de las gradas a retirarse ante la insoportable y repentina ola de calor.
—¿Está saliendo humo del cuerpo de Zia...?
La maga cerró el puño mientras, algo aturdida, se reincorporaba con dificultad, sangrando profusamente y con el ojo derecho reventado.
—Parece que te diste cuenta...—gruñó algo frustrada—. Un poco más y te hubiese quemado viva...
Llamas surgieron de la piel de la escriba del Per Ankh, envolviendo todo su ser y dotando a su figura de una infernal silueta que proyectaba la terrible sombra de una iracunda diosa sobre el campo de batalla.
—¡Me parece genial!—exclamó—. ¡¡Yo con mis llamas te quemaré hasta que no quede más de ti!!
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