Un experto en meteduras de pata (7 de enero)
Se me ocurrió comprar un regalo a Laura por Navidad. Primero pensé en una cena en algún lugar bonito, pero luego recordé que en el centro comercial había un establecimiento que vendía experiencias. Las hay de muchos tipos: culturales, románticas, de aventuras, masajes en pareja... La cuestión es que no quería regalarle lo típico que se suele dar en estas fiestas. Pasaba de comprar un perfume, un CD o un libro, y opté por dos días en un hotel rural. Parece que acerté porque le encantó. Después de decirme que obviamente su acompañante sería yo, escogimos una fecha en la que ambos pudiéramos zafarnos del trabajo y, una vez intercambiamos turnos con algunos compañeros, pasamos el fin de año juntos. Ha sido un viaje fabuloso. Desde la habitación contemplábamos las montañas nevadas, una estampa preciosa que ayudó a que ambos desconectáramos. Y tras permitirnos el lujo de apagar nuestros teléfonos móviles y celebrar a nuestra manera el Año Nuevo, me he dado cuenta de que ya no puedo vivir sin ella.
Menuda putada. Sí, y voy a explicar por qué.
A ver, mañana será la fiesta de jubilación de Santiago, el buenazo que me enseñó a desempeñar cientos de funciones durante mis primeras semanas de servicio. Ahora se despide de nosotros con la esperanza de poder hacer la vida que siempre le ha apetecido junto a su mujer y varios perros.
Escuchar los planes que tiene una vez se retire hizo que me planteara cómo sería mi futuro. Y sin darme cuenta, visualicé a Laura conmigo.
No puedo estar enamorándome de ella. No sabiendo que me partirá el corazón. Me duele pensar de esta manera, pero sé perfectamente que me lo hará trizas. Cada vez que intento tener un momento afectivo con ella, uno en el que no haya necesidad de desnudarnos, tiende a restarle importancia e incluso se aparta con total intención.
Ayer tuvimos una charla después de hacerlo. Comprendo su postura, pero no entiendo por qué debemos ceñirnos a compartir sólo una relación física. Ella sostiene que no es la persona idónea para mí y que lo último que quiere es hacerme daño. Por más que yo le diga que asumo las consecuencias, siempre se viste y se marcha en plena noche por temor a que me acostumbre y la obligue a algo que en realidad no desea.
Metí la pata cuando le comenté mis planes a largo plazo. No mencioné que quisiera realizarlos a su lado, aunque tampoco hace falta ser muy listo para darse cuenta de que ando completamente colado por ella. En cualquier caso, creo que malinterpretó mis palabras. Cuando dije que me encantaría ser padre y vivir en una casita de campo como la que tenían mis abuelos en Sicilia, debió verse a sí misma ejerciendo el papel de madre oprimida, algo con lo que no se siente identificada lo más mínimo. Tampoco yo. Me gustaría ser padre, pero no a costa de la libertad de mi mujer.
Pensar en esto ahora es muy precipitado, y supongo que me equivoqué al compartir con ella esa fantasía a largo plazo. Por supuesto, mi parte más absurda no se iba a conformar con estropear las cosas a medias, de manera que escogí el instante más inoportuno para exponerle mis inseguridades respecto a otros tíos. En cuanto pronuncié las palabras: «¿Has tenido algo que ver con Gómez?», me echó una mirada plagada de asco y se fue.
Lleva un día limitándose a hablar sobre trabajo. Y lo comprendo perfectamente. De pronto el tipo con el que a veces se acuesta se ha puesto impertinente, planificando el mañana y cuestionando su capacidad para escoger amigos.
Intenté disculparme como un imbécil al que sólo le faltaba pintarse una L de loser en la cara. Ella me dijo que todo iba bien y que me olvidara del asunto, mas percibo aún el mal rollo que le causé en un ataque de celos vergonzante.
Joder.
*Imagen de Free-Photos (Pixabay)
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