Un ensayo del amor (2 de noviembre)
Estaba acordándome del viaje que hicimos Rita y yo hace dos años. No escogimos un destino exótico o una ruta con actividades culturales como hubiera sido lo ideal. En su momento hablamos de ir a Jamaica o a Florencia, pero finalmente —gracias al abrupto final que sufrió nuestro coche contra una de las paredes del parking del supermercado y lo que supuso para mi bolsillo comprar un nuevo vehículo— nos decantamos por ir una semana a su pueblo, un lugar tan aislado y vacío en temporada baja que ni salía en el GPS. Y fue una experiencia magnífica.
Me gustaban las vistas desde nuestro cuarto, repletas de vegetación y un silencio reconfortante. Era maravilloso apartar los ojos de la ventana y contemplar a Rita leyendo, tan ajena a mi análisis, con el cabello aún húmedo tras salir de la bañera y vistiendo el desgastado atuendo que sólo usaba cuando no tenía intención de salir de casa. No hacíamos grandes cosas pero era suficiente quedarnos a ver una película, preparar algunos aperitivos improvisados y tumbarnos juntos en el sofá. Me agradaba el olor de su champú, y casi como en un ritual esperaba a que se duchase para proponerle una nueva sesión de cine sin planificar después del trabajo.
Últimamente discutimos mucho. Está obsesionada con dejar cada detalle de la boda resuelto, y no me molestaría siempre y cuando el estrés no sacara lo peor de su carácter.
Me encantaba mi piso cuando aún era un santuario, el lugar al que acudía para depurarme tras horas de recibir mazazos del exterior. Ahora en cambio intento pasar el menor tiempo posible allí. Me aterra encontrar a mi futura mujer alterada porque el salón en el que quiere celebrar el banquete no tiene días disponibles hasta dentro de dos años, o que por más que busque no encuentra las flores adecuadas. Cuando hablamos de casarnos yo pensaba que sería algo íntimo y sencillo, no el disparate que ella precisa. Para añadir mayor peso a mi martirio, mi madre, esa mujer tan comprensiva y dulce, considera que soy un insensible por no entender las necesidades de mi novia, la muchacha que está cargando con toda la responsabilidad porque según ella soy un egoísta ingrato. ¿Egoísta yo? Cualquiera diría que se va a casar con otro y no conmigo. Llevo tres semanas mendigando un poco de cariño, y sólo recibo un «ahora no estoy de humor». Yo soy el egoísta, sí. Rita nunca ha sido especialmente afectiva, pero hace meses que siento que no soy más que un garabato que entra por la puerta como si de una corriente de aire se tratara. Ya ni recuerdo cuál fue la última película que vimos juntos.
Me he dado cuenta de que cada vez que pienso en ella, la mujer con la que quiero pasar el resto de mi vida, entro en un estado de ansiedad incomprensible. Hasta hace poco yo creía que tener una pareja implicaba conocer y depositar una confianza inagotable en la otra persona, pero empiezo a pensar que estaba equivocado. Apenas hablamos. En vez de ello, empleamos monosílabos cuando surgen cuestiones cotidianas, como que hay que tirar la basura o si puedo comprar pan cuando salga del trabajo. No, no quiero cenar pan, quiero salir con mi novia al restaurante de Fratello's en el barrio italiano, pasar un par de horas sin mencionar vestidos, banquetes o iglesias, y que para variar me pregunten cómo estoy o me acaricien sin más. Hubiera pedido algo de sexo, pero me he propuesto aspirar a cosas realistas.
Tengo la sensación de que estoy cometiendo un error, y el mero hecho de expresar semejante idea en este momento me produce desasosiego. ¿Quiero a Rita? La respuesta es sí, aunque no como antes.
Es una afirmación terrible, pero es la verdad. Honestamente a estas alturas de la relación me esperaba otra cosa, y no creo que sea ella el problema sino yo. He estado tan obcecado en ser el individuo perfecto que todos esperaban, que no me he detenido a pensar si de verdad quiero esto. Y cuando digo "esto" me refiero a mi aburrida y patética existencia.
Fermín dice que estoy deprimido. Puede ser. Cuando ambos compartíamos piso lo pasábamos de fábula. Era estupendo llegar a casa y saber que mi amigo tendría el plan idóneo para olvidarme de cualquier mierda del trabajo. Su vida se reducía a dar la talla para que Gutiérrez no le diera la brasa —cosa que sigue haciendo— y ligar con toda persona que llevara falda —cosa que también sigue sucediendo a pesar de salir con Ángela—. Nunca cambiará por más que le haya aconsejado no continuar esa senda. Pero como amigo, Fermín es inigualable.
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