Un archivo indecente (10 de octubre)
Estoy molido, hecho una piltrafa. Apenas duermo por las noches, ya que es el único momento que tengo libre para realizar las vigilancias en la Residencia de Fender. Esta semana he estado yendo a trabajar por las mañanas, de modo que las tardes las dedico a cuidar a Nonna. He estado encargándome de pintarle el pasillo, que llevaba algunos meses con unas manchas de humedad horrorosas y, del cansancio, me he caído desde lo alto de la escalerilla. ¡Menudo tortazo! La pobre Nonna ha acudido todo lo rápido que le permitían sus piernas, gritando, preocupada. Me levanté riendo, restándole importancia para que no se pusiera nerviosa, pero joder, me reventé el hombro al caer. Llevo una hora con la manta eléctrica encima y no siento ninguna mejoría.
Gutiérrez se ha enfadado conmigo. Obviamente mis vigilancias nocturnas no podrían seguir siendo un secreto para siempre, por lo que acabé confesando —más que nada porque me telefoneó estando dormido y cuando estoy así mi nivel de sinceridad se eleva hasta límites insospechados—.
Me llevé una bronca, aunque fue suave, todo sea dicho. Imagino que después de lo que ocurrió noches atrás el trato entre ambos es ligeramente más cercano. Conocer capítulos sensibles de la vida de otras personas te proporciona no sólo ventaja de cara a poder destruirlas —cosa que yo no haría nunca—, sino la posibilidad de comprenderlas y aceptarlas mejor de lo que hubieras hecho antes de conocer sus trapos sucios. Mi visión respecto al jefe sigue siendo parecida: es un egoísta que sólo piensa en sí mismo, un hombre que prefiere alimentar a esa versión autodestructiva con tal de no enfrentarse a sus verdaderos problemas, incluso si eso daña a personas a las que supuestamente quiere. Sin embargo, he de decir que Gutiérrez no es un mal tipo —al menos muy en el fondo—. Tiene defectos, pero a nivel profesional ha demostrado ser un hombre comprometido. Moreno decía que era «un auténtico grano en la ingle». Todo el mundo conocía la mala relación que mantenían, aunque con el tiempo las rencillas entre los dos fueron desapareciendo. Gutiérrez hizo un par de cosas bien y se ganó el puesto. Estoy seguro de que, de haberse enterado, Moreno habría puesto los ojos en blanco, esbozando esa mueca suya de asco... Echo de menos a Francisco, la verdad. Cuando él estaba al mando yo sentía que nos dirigía un líder, uno con agallas y sentido común. Ahora en cambio...
Quiero pensar que Laura está bien. En cuanto me planteo que eso no es así me entran escalofríos, yo creo que hasta me pongo enfermo. El estrés puede ser un toca cojones olímpico. Giovanna dice que soy un exagerado, pero creo que no es consciente del riesgo que supone esta misión. A Fermín ya no le traslado mis preocupaciones, bastante tiene con haber descubierto lo cabrones que pueden llegar a ser algunos tíos. Recordarle que también él ha roto corazones con frialdad no pareció gustarle mucho, así que últimamente nos limitamos a contarnos algún chiste, placebo perfecto para los amargados con tendencia a la autodestrucción.
Hoy ha venido a la comisaría una chica preguntando por Gómez. Estaba tensa, mirando continuamente atrás por si alguien la seguía. Al llegar, Iván la ha tomado del brazo, conduciéndola fuera de las dependencias con una rapidez que delataba su nerviosismo. Nunca he sido cotilla, pero la verdad es que su actitud me ha parecido de lo más sospechosa. No quiero ni imaginar en qué lío anda metido. La muchacha estaba agitada, temblorosa y con los ojos extremadamente abiertos. Su expresión no se debía a drogas, o al menos eso me pareció a mí. Era pánico. Cargaba con un estrés considerable y, aunque sé que Gómez tiene tendencia a relacionarse con personas de bajo perfil psicológico, ella no daba la impresión de ser ninguna tonta, así que el asunto ha de ser serio.
Mi madre tiene la costumbre de indagar en la vida de los demás y tal vez por eso yo me alejo en cuanto me huelo que algo se pone «curioso». Teóricamente tendría que ser al revés: los policías indagan, no huyen de la información. Y sí, cuando se trata de trabajo yo suelo hacerlo, meto las narices hasta donde me permite el ministerio —a veces un poquito más allá—, sin embargo, esta vez lo he dejado pasar. Cualquier otro en mi lugar habría encontrado la situación de lo más jugosa y, si tenemos en cuenta el asco que le tengo a ese imbécil, era un instante perfecto para vengarme. Gómez será probablemente quien ocupe el sitio de Gutiérrez cuando éste se retire, y me da coraje que ser un putero sea la condición idónea para aspirar a un puesto de tanta responsabilidad. Aun así, he mirado para otro lado, sabiéndome un patán que nunca logrará un ascenso por sus ridículos principios.
En cualquier caso, espero que esa pobre muchacha comprenda que no debe andar cerca de un cretino de la categoría de Iván Gómez Quintanilla. Quién sabe lo que le habrá contagiado a estas alturas...
Emilio, el psicólogo de la comisaría, me ha llamado un par de veces. Parece buena gente, uno de esos tipos solícitos que no tiene problemas en llevarse trabajo a casa. Me planté un día en su consulta, obligado por Fermín cuando estaba hecho una mierda y, aunque no regresé tal como hubiera sido lo oportuno, he de reconocer que me vino bien. Noches después me realizó la primera de muchas llamadas telefónicas. La verdad es que hemos hecho buenas migas, nos entendemos como si fuéramos viejos conocidos, unos que comparten de cuando en cuando sus miserias. Dice que no me llama en calidad de psicólogo, que en realidad él también se halla en una situación complicada con Julia, su novia y, bueno, pese a que no sé si es sincero en ese aspecto, la verdad es que hay muchas similitudes entre nosotros. Julia, que es periodista, al parecer es una loca de las plantas, todo lo resuelve con ellas, y odia que Emilio fume. Por lo visto el enamorado en esa relación es él —no sé a quién me recuerda— y vive básicamente a expensas de lo que determine ella. Según cuenta Emilio, su novia es temperamental, inteligente y de tendencias egoístas, pero justificadas. En ese sentido se me parece muchísimo a Laura, una persona que ha optado por aparcar sus emociones en pos de no volver a sufrir, algo que, incluso afectándome como me afecta, he llegado a comprender.
Y las semejanzas entre nosotros no acaban ahí. Emilio es el pequeño de una familia numerosa, una donde su carácter conciliador se confunde con debilidad y falta de testosterona. Nos hemos estado contado algunas anécdotas familiares entre risas de resignación, como el día que mi madre le dijo a Rita que de los hombres de mi casa yo era el único «que no necesitaba ser domado».
En fin, que los dos somos igual de patéticos y eso me gusta. Supongo que nunca me había topado con un sujeto tan ridículo como yo, lo cual, aparte de ser un consuelo, me resulta un descubrimiento fascinante a la par que perturbador. Siempre me creí único en mi especie, un panoli en peligro de extinción. Saber que no soy especial ni siquiera en eso me reconforta y me oprime a partes iguales. Hablando en serio, me cae bien Emilio, y probablemente quedemos algún día para tomarnos una cerveza sin sentir que me somete a una psicoterapia.
Y lo mejor del día —por supuesto hablo desde el mayor de los sarcasmos— ha sido recibir un mensaje de Rita. No ha sido un mensaje en el sentido más estricto de la palabra. Ha enviado un vídeo. Más concretamente uno donde sale quitándose la ropa.
¿Qué se supone que espera? No sé por qué se empeña en intentar convencerme de retomar la relación con gestos que claramente no la representan. Nunca ha sido una mujer ardiente, por lo que este modo tan artificial de rescatar lo nuestro me produce aún más rechazo del que sentía. Ya ni siquiera consigo sexualizarla y disfrutar de su imagen como podría suceder con cualquier otro vídeo porno. La veo desnuda y no siento nada.
Hace relativamente poco tiempo me habría encantado descubrir esa faceta de mi novia. Rita no se caracterizaba —al menos mientras estuvimos juntos— por ser afectiva. Jamás se lo reproché, pues la quería tal como era, incluso manteniendo una relación con un contacto físico tirando a escaso. En su momento creí que no podría querer a nadie como la quise a ella, sin embargo, la vida me ha demostrado lo equivocado que estaba.
Creo que hay una parte de ella que le grita que seguir conmigo es lo más sensato, no porque yo sea un buen partido, sino porque soy la opción más cómoda, y por eso insiste e insiste, llegando a romper con su versión tímida y reservada. A eso me reduce: a un monigote que se conforma con verle las tetas. Y que conste que me gustan mucho las tetas, no sólo las suyas, sino las tetas en general.
No sé cómo decirle ya que no siento nada. He intentado ser siempre suave, procurando no herirla innecesariamente. No responderle hoy ha debido suponerle un chasco, uno que quizá la haga sentir mal consigo misma. Me gustaría decirle que es muy guapa y que cualquier otro hombre la encontraría maravillosa, pero creo que hacerlo hará que piense que aún hay posibilidades, por lo que he optado por ignorarla, aunque parezca que mi objetivo sea la humillación.
Quién iba a decirme a mí, a Jorge Villanueva Bettoni, que un día unas tetas en movimiento no causarían el efecto esperado.
Vivir para ver.
*Imagen de StockSnap (Pixabay)
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro