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Rescatando el gusto por vivir (11 de noviembre)

Han sucedido algunas cosas desde la última vez que escribí. Lo primero y más destacable es que hacía mucho tiempo que no me encontraba tan tranquilo en el trabajo. Haber arrojado el lastre de Gómez en plena marea sin mirar atrás, ha resultado un soberano acierto y, aunque Gutiérrez me impuso la compañía de Laura a modo de castigo, tengo que decir que, salvando a Fermín, nunca había congeniado tanto con nadie estando de servicio.

Es estupendo salir de casa sabiendo que alguien con intención de crecer en la vida te espera en el coche. No me acordaba de lo gratificante que puede llegar a ser esta profesión, sobre todo cuando sólo tienes que preocuparte de los delincuentes de la calle en lugar de vigilar al petardo que tienes en el asiento de al lado. La capacidad de mi nueva compañera me ha sorprendido gratamente. Creí que tendría que andar recordándole las cosas o protegiéndola si se producía alguna reyerta en una noche complicada, pero no, resulta que Laura es perfecta en su trabajo, comprometida, respetuosa y con un temperamento que va de perlas cuando nos encontramos frente al cafre de turno. Además, da igual cómo vaya el día, siempre acabamos riéndonos de Gómez. Eso me gusta.

Hasta mi nonna dice que tengo mejor aspecto. Estaba muy contenta. Me gusta verla así, animada y con ganas de hacer cosas. Que se haya apuntado al crucero con sus amigas es todo un logro, y eso que a priori no le apetecía dejar la casa sola tantos días. Me pidió que vaya de vez en cuando a comprobar que todo anda en orden mientras ella se encuentre de viaje, cosa que aunque esté de faena hasta los topes, haré sin duda. Si hay una persona que me comprende y que aún cree que tengo mucho que dar, esa es la mia nonna, mi abuela del alma. Nunca ha tenido reparos en decir que soy su favorito con diferencia. Lo que en otra casa hubiera sido un auténtico escándalo familiar, en la mía no es más que una extravagancia de la matriarca siciliana con más carácter que años. Pues anda que no me ha consentido mi abuela... Ninguno de mis hermanos se atreve a decir nada al respecto, fundamentalmente porque temen su reacción. Es tremenda mi nonna y por eso la quiero tanto. El hecho de tener que asimilar que en algún momento por ley de vida tendremos que decirnos adiós, me parte el corazón.

De mi familia podría decirse que ella y Giovanna —la mejor prima del mundo— son las únicas personas que tolero. Gio pasa la mayor parte del año en Siracusa, por lo que cuando viene de visita procuro invertir el tiempo que pueda en llevarla a pasear y, en definitiva, disfrutar de su compañía. A Nonna la llamo prácticamente a diario, pero con Gio es distinto. Puede pasarse semanas sin dar señales de vida y, como si el tiempo no hubiera transcurrido, de pronto telefonea con su marcado acento y esa risa de bruja hipercontagiosa. Muchas veces me he preguntado si a ambos nos recogieron de un orfanato o algo así, porque somos tan parecidos en algunas cosas que dudo que pertenezcamos a esta familia. Luego miro a Nonna y me doy cuenta de que salimos clavados a ella.

Nuestra infancia se desarrolló entre travesuras y buena comida. Nos divertíamos mucho a costa de los pánfilos de mis hermanos que, hartos de tanta broma, acabaron por excluirnos cada vez que tenían planes fuera del pueblo. Cuando eso sucedía, Giovanna y yo nos quedábamos en casa de los abuelos y hacíamos excursiones cerca del río, un lugar que se nos antojaba mágico y enigmático. Al caer la tarde, sus aguas se oscurecían súbitamente, convirtiendo la escapada en algo que a nuestros doce años considerábamos peligroso. Nos entreteníamos persiguiendo ardillas y atrapando saltamontes que luego, debido a una empatía desbordante, acabábamos dejando libres. Luego regresábamos a casa y Nonna nos recibía a gritos, preocupada por no haber obtenido respuesta a los supuestos llamados que llevaba haciendo durante horas.

A menudo envidio la libertad de mi prima. Hace lo que quiere cuando quiere, cosa que ella dice que está al alcance de cualquiera. Pero no es verdad. Solemos echar raíces en cuanto detenemos los pies mínimamente sobre el suelo, y si te pilla en un lugar cojonudo, pues maravilloso. El problema surge cuando es otro quien te obliga a frenar sobre una superficie que no has elegido. No es que culpe a nadie de las decisiones que he tomado, no sería justo. Aunque he de admitir que me encantaría sentirme libre para emprender una nueva ruta. A veces pienso que lo único que me impide hacerlo es la figura de Rita. No puedo obligar a mi novia a cambiar de rumbo porque yo esté aburrido de todo. Si ni siquiera yo mismo me aguanto, ¿cómo puedo pretender que ella se adapte a mi visión de las cosas?

Por otro lado y aparcando mi desánimo, mañana es el cumpleaños de Fermín y hemos quedado para celebrarlo. Nada de mujeres, sólo él, su hermano, su cuñado y yo. Veremos en qué degenera semejante reunión de desquiciados.



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