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Psicología para principiantes (1 de octubre)

Nonna ha vuelto a casa. Todo apuntaba a que regresaría mucho antes, pero el médico reparó en la circulación de sus piernas y quiso tenerla en el hospital unos días más por si acaso. Afortunadamente está mucho mejor y al menos el especialista ha logrado que entre en razón, por lo que ha accedido a tomarse una medicina específica para tratar el problema. Creo que el hecho de que el médico tuviera los ojos azules y una sonrisa reluciente ha sido muy disuasorio. En cualquier caso, celebro que Nonna esté mejor. Además, no ha vuelto a tener otra crisis, cosa que me proporciona bastante paz en este momento.

Giovanna estuvo quedándose en casa y la verdad es que no sé cómo hemos logrado organizarnos, ya que con Fermín aquí la situación prometía ser caótica y, sin embargo, ha sido reconfortante contar con el apoyo de ambos. A veces me ponen de los nervios, pero me alegra poder tenerlos a mi lado.

En la comisaría el ambiente está tenso, sobre todo porque Gómez sigue y sigue hablando de Laura. Hoy mismo ha dicho que tiene un lunar en la nalga izquierda. No sé qué quiere demostrar con esa clase de comentarios, en serio. Si ha tenido algo con ella —cosa que ya sospecho— no entiendo por qué sigue contándolo. ¿Qué espera que ocurra? ¿Repetir quizá? La cuestión es que empiezo a pensar que lo cuenta a todas horas porque quiere ver cómo reacciono, como si quisiera provocarme. O tal vez no sepa lo mío con ella y sólo pretenda dejar claro que es el mejor de todos nosotros. Sea como fuere, no tengo intención alguna de batirme en duelo con alguien de tan pocas luces.

Hoy es el sexto día que voy a la casa de Fender. Evidentemente me sitúo a distancia, para evitar que me vean. Trato de convencerme a mí mismo de que todo está en orden, pensando que Laura se encuentra a salvo, pero tan pronto me relajo, visualizo escenas horrorosas. Me aterra que le hagan daño y, aunque no quiera aceptarlo, me preocupa que se olvide de mí.

Por lo poco que he podido ver —ya que el sitio permanece cerrado y no recibe visitas—, sólo hay un chico custodiando la entrada. No creo que ese sea el líder bastardo, ya que debe de asignar esa clase de tareas a uno de sus muchos esclavos. Sin embargo, he descubierto que, al menos unas horas al día, hay chicas trabajando en el jardín, algunas con los animales y otras podando setos y recogiendo lechugas de un huerto. Eso quiere decir que cabe la posibilidad de ver a Laurita algún día, al menos si le está permitido salir de vez en cuando. Conociéndola, querrá ver a alguno de los animalitos repartidos en la zona posterior del sitio. Ojalá sea pronto, porque la verdad es que necesito acercarme a ella, aunque sea a hurtadillas, y saber que está bien. Sólo quiero eso.

Hay un ligero detalle que no he comentado, una minucia, algo de poca importancia: nadie me ha dado permiso para hacer estas vigilancias improvisadas. Espero, por el bien de mi futuro profesional, que el jefe no se entere, de lo contrario no sólo tendré que despedirme de un ascenso en el futuro, sino que a lo mejor me gano una bonita suspensión, justo lo que menos me conviene ahora mismo si quiero seguir pendiente de Laura.

Hoy, al regresar de la Residencia —después de aparcar en la quinta puñeta—, anduve por delante de la comisaría, que está muy cerca de mi piso y vi a Gutiérrez acompañado de una mujer. Los dos salían de un bar próximo al trabajo, uno cutre, de esos con máquinas tragaperras y los borrachos que parecen parte de la decoración del sitio. No era la primera vez que veía a mi superior lidiando con una cogorza de escándalo, ni tampoco con una señora que no fuera su esposa. Sin embargo, esta vez me pareció que su conducta era bastante peor que otras veces. Iban dando voces por la calle, presumiendo de haber tenido sexo en el baño del local. De hecho, Gutiérrez aún llevaba el cinturón a medio abrochar. Apenas podía sostenerse en pie.

Cualquiera en mi lugar hubiera estado celebrando que el inspector jefe, un puesto al que aspiramos muchos, se hallaba protagonizando una estampa lamentable, algo que, de cara al departamento, lo dejaría en muy mal lugar, con la correspondiente posibilidad de una destitución. Pero yo no puedo hacerle eso a una persona, por mal que me caiga. Me acerqué a él y le dije que si quería que lo acercara a casa. Primero me miró unos segundos, probablemente deseando que las dos caras que veía en ese momento cuadraran para convertirse en una sola y así poder identificarla. Luego, cuando se percató de que quien le hablaba era uno de sus agentes, intentó erguirse y su expresión cambió por completo. Pagó a la mujer —al parecer una meretriz— y ésta se marchó no sin antes intentar llevarse todos los billetes que el jefe guardaba en la cartera. Le dije que no abusara de mi paciencia y se fue contoneándose como un pavo real calle abajo.

Llevarme a Gutiérrez hasta el coche fue una tarea titánica, extenuante, a decir verdad. Cada dos metros quería charlar con los viandantes, diciéndoles, sobre todo a las chicas, que «cuidado con las aguas, que había un tiburón suelto». El tiburón borracho, pensaba yo mientras tiraba de él y pedía disculpas a las muchachas. Ya en el coche, bajé las ventanillas y conduje hasta una gasolinera próxima. Ahí le compré un café y esperé a que le hiciera efecto.

«Gracias» declaró avergonzado. Nunca había escuchado a Gutiérrez hablar con la voz tan queda. De repente se convirtió en un ser minúsculo, un bichito inane que corretea para huir de los pies de un gigante y, por ende, de una muerte segura.

Aparqué frente a su casa y le dije que si quería que lo acompañara hasta la puerta. Él echó un vistazo al exterior, atendiendo a las luces encendidas a través de algunas ventanas de la vivienda y murmuró: «esta ya no es mi casa».

Yo no comprendía nada, hasta que me dio las señas del sitio donde ahora vivía y me invitó a pasar.

La verdad es que no me apetecía lo más mínimo quedarme con un sujeto que no goza de mi respeto, al menos no al cien por cien, pero en ese instante me pudo más la curiosidad que otra cosa, de modo que lo acompañé.

Abatido, me contó que su mujer le había pedido el divorcio recientemente y que aún no se acostumbraba a vivir separado de ella y del crío —tienen un hijo pequeño—. Luego me confesó que la culpa de que la relación se hubiera ido a la mierda era suya. Únicamente suya. Y la verdad, me cuadró. Todos en la comisaría, sin excepción, sabemos que Gutiérrez tiene dos debilidades: las faldas y el juego. Lo segundo lo tiene algo más controlado, al menos desde que Moreno —cojonesman para quienes lo admirábamos— lo puso en su sitio. Yo apreciaba a ese tipo, de veras que sí. Él sí merecía mi respeto, y por muchos motivos.

Evidentemente no le trasladé esos pensamientos a Gutiérrez, que ya tenía bastante con lo suyo. Me limité a escucharle y a decir que ningún mal dura cien años, como suele comentar Nonna. Eso era mucho mejor que trasladarle lo que realmente pienso. Más tarde, cuando vi que empezaba a quedarse dormido, regresé a mi casa, sabiendo que Fermín estaría con su amiguito roba suéteres. Cuál fue mi sorpresa cuando, al llegar, me encontré a mi amigo tirado en el sofá, con una caja de pañuelos al lado, llorando a moco tendido.

Al preguntarle por qué estaba así, me dijo que el roba suéteres le acababa de decir que tenía pareja, una mujer, para más guasa. Fermín se encontraba triste y estafado, cosa que no resolvería ningún chiste que pudiera ocurrírseme. Estuve a un tris de decirle que antes de enamorarse de alguien era importante conocerle bien —hubiera sido maravilloso soltarle después un «haz lo que te digo y no lo que hago»—, sin embargo, opté por hacer lo único que estaba en mi mano para trasladarle un poco de paz: le di un abrazo.

Nunca pensé que me convertiría en el psicólogo más famoso de mi barrio, sobre todo porque, gracias a mi dulce madre, he crecido pensando que era poco dado a comprender los problemas de los demás. Quizá me esté esforzando últimamente en ser más empático precisamente por eso, para llevarle la contraria. Aun así, siento que no estoy en mi mejor momento personal para dar los mejores consejos a quien precise una ayuda real. Pero parece que eso no se escoge, de lo contrario, ya andaría lejos, en una montaña, seguramente, comiendo plantas y bebiendo agua del arroyo. ¡Y tan feliz!

Bueno, después de haberme fumado una caja entera de cigarros, creo que va siendo hora de irme a la cama. Mañana será un día duro. No sé con certeza qué sucederá, pero será duro, lo huelo. 


*Imagen de StockSnap (Pixabay)

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