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Otro disparate familiar (21 de diciembre)

Resulta muy extraño tratar como a una compañera más a una mujer que te encanta y a la que has tenido la suerte de saborear en la intimidad. Escuchar cómo hablan los demás de ella a sus espaldas y no poder rebatir nada duele como un puñal. Desde que Laura rechazó a Gómez, la cuadrilla se refiere a ella como esa «buscavidas» que se dedica a engatusar a los hombres. No comprendo por qué hablan de una mujer en esos términos. El odio por parte de Gómez es casi tan fuerte como la atracción que siente, y resulta contradictorio oír las cosas que salen de su sibilina e irrespetuosa boca.

Me pregunto si Laura tuvo algo que ver con él, porque no es normal que hable así de una chica que sólo le dio calabazas. No voy a juzgarla si así ha sido, y desde luego tampoco tiene que darme explicaciones, pero agradecería conocer los hechos para comprender mejor la situación. Bastante hago ya con mantener bajo control mis puños cada vez que ese botarate abre el hocico.

Por otro lado, y después de tantos días, decidí agachar la cabeza y llamar a mi madre. Tiene gracia que Laura me recomiende no sentir rencor cuando ella es la primera que arrastra problemas con su familia. Y cuando le sugiero que haga lo mismo, me suelta: «Haz lo que te digo y no lo que hago».

En fin, mi madre ha decidido seguir en su línea arisca y, aunque mantuvo conmigo una conversación normal en la que parecía interesarse por algo más que mis fracasos emocionales, percibí cierta tristeza en ella. Después de preguntarle setenta veces si todo andaba bien, decidió contarme que mi hermano y su mujer van a divorciarse. Entonces, conocedor de la afición de Carlos a los chats de ligues, sólo pude agregar: «Lo extraño es que no se hayan divorciado antes».

Diablos, ¿cómo se me ocurrió decir tal cosa? La siguiente media hora de charla se redujo a escuchar a mi madre reprocharme no haberla puesto al tanto de lo que estaba sucediendo y, cómo no, se echó a llorar para después decir: «¿Qué clase de hombres he criado? Todos unos bárbaros insensibles».

Preferí no pronunciarme al respecto, pero sí le expuse el modo en que descubrí lo que Carlos hacía a espaldas de su mujer. Una mañana, harto de que me robaran las nueces que suelo llevar para picar en el trabajo, decidí comprar unas cuantas en la tienda de alimentación que hay justo enfrente de la comisaría. Por la zona hay un bar que siempre está muy concurrido. Rara vez me fijo en las personas que se reúnen en la entrada con la intención de conseguir una mesa o espacio en la barra, pero aquel día eché un vistazo sin especial curiosidad y vi a mi hermano besuqueando a una que no era su mujer. Avergonzado y creyendo que mis ojos me jugaban una mala pasada, me acerqué y le dije que teníamos que hablar. Justificándose entre titubeos como un niño de doce años al que han pillado haciendo pellas, le amenacé con contárselo todo a su esposa si no dejaba de quedar con otras mujeres. Juró que no volvería a hacerlo, pero ya me dejó claro que mentía.

No soporto a los traidores. Y mi hermano seguirá siendo de mi sangre, pero lo que ha hecho no tiene nombre. Él sí que es un padre de familia del que se espera cierto compromiso y buen hacer. Si no estás bien con tu mujer, haz el favor de dejarla, pero no la humilles de semejante manera.

Lo mejor de todo ha sido comprobar que mi madre, esa defensora a ultranza de sus hijas políticas, de repente se posicionó del lado de Carlos. Y lo que en un principio parecía señalar a su hijo como el indeseable que había destruido su preciosa familia, luego se justificaba con frases como: «Claro, si es que un hombre tiene necesidades. No digo que Enma sea la culpable, pero una mujer tiene que cuidar también de su marido.»

Harto de escuchar sandeces y tras darme cuenta a pedradas de que yo era un monstruo y el adúltero de mi hermano una víctima, puse una excusa y colgué.

Al decírselo a Fermín el muy cabrito se rio como si le hubiera contado un chiste. Menudo troll debí ser en mi anterior vida para aguantar tales estocadas por parte de mi madre... Y cuando parecía que iba a contribuir con un comentario inteligente, soltó: «Tienes un síndrome de Edipo sin resolver».

De no ser mi amigo se habría ganado un guantazo. ¿Síndrome de Edipo? ¿Con qué clase de enfermo cree que habla?

Después de reírse de mí hasta quedarse afónico, cambiamos el tema y le conté los últimos acontecimientos con Laura. No se mostró alegre, de hecho, intentó exponerme una visión más ácida de las cosas. Según él, las mujeres como ella no quieren nada estable y pese a que sé que más tarde o más temprano dejará de interesarse por mí, me gusta vivir en la fantasía de que no sucederá.

*Imagen de Olya Adamovich (Pixabay)

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