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Las plegarias se las lleva el viento (11 de diciembre)

El cumpleaños de mi hermano acabó siendo una tortura.

Nada más llegar encontré a mi padre intentando esconder el humo que expulsaba el cigarrillo que había estado fumando a escondidas. Nunca me identifiqué con él, quizá porque me asusta acabar del mismo modo. No se muestra ni hablador ni alegre, de hecho, suele pasar bastante inadvertido en reuniones familiares y, bueno, es invisible en general. Al verme me saludó desde la distancia y continuó haciendo su crucigrama apoyado en los escalones de la entrada, como si el que hubiera llegado fuera el jardinero y no el hijo al que lleva semanas sin ver.

En cuanto entré, mi madre soltó un: «Ah, al final te dignaste a venir». Intenté ignorar semejante ataque dialéctico y le di un beso para poco después ponerme a jugar con mis sobrinos. Las ratas de 6, 8 y 12 años me tenían frito a base de correr, pero al menos ellos no se dedicaron a juzgarme.

Todo fue bien durante un par de horas, justo hasta el instante en que llegó Rita como la estrella invitada a la fiesta. Molesto, le di el regalo a mi hermano dispuesto a marcharme. Nonna me pidió que me quedara, aunque comprendía perfectamente que aquello me hubiera sentado como una patada en la entrepierna. Nunca he podido resistirme a ninguna de sus peticiones, así que me tragué mi orgullo y tomé asiento en una mesa donde los brindis y las risas me parecían de todo menos agradables.

En una familia de raíces italianas nunca falta comida en un plato, y eso se extrapola a cualquier persona que se siente a comer. Da igual si es hijo, primo, nieto o amigo. Y Rita en este caso era la muchacha a la que había que compensar porque Giorgio, el perverso, le ha partido el corazón. ¿Soy mala persona por creer que podrían quedar con ella sin obligarme a estar presente? Le pediría a mi madre que rompieran relaciones, pero considero que no soy nadie para impedir que se estimen, es más, no me importa. Lo único que pido, lo único que me gustaría recibir por una sola vez es respeto. No pretendo que me comprendan o que me apoyen, sólo que acepten las decisiones que tomo a la hora de dirigir mi vida.

Y luego está el hecho de haber visto de nuevo a Laura. Joder, qué guapa es. Hoy, cuando ha entrado a las oficinas, juro que su pelo me olió a batido de vainilla. Pensé que en cuanto entrásemos al coche hallaría alguna reacción por su parte. Pero no. Su actitud no había variado, continuaba en su línea de bromas y risas y, aunque me resultaba insoportable no hablar de lo ocurrido en el vestuario, no encontré el instante oportuno para trasladarle lo increíble que me pareció. En su lugar tartamudeé como nunca antes en la vida y, por supuesto, si la pobre tenía alguna duda respecto a que el tipo al que besó era un idiota, ya le ha quedado claro que, en efecto, lo es.

Giovanna, que se irá en dos días, sabe que algo me pasa. Hoy al verme hizo decenas de preguntas, lo cual se debe a la cara de imbécil que me gasto desde anteayer. Siempre ha sabido cuando me gusta una chica, no sé por qué, pero lo sabe. Quizá se deba al hecho de que no está acostumbrada a verme feliz, y cuando me entusiasmo con alguien al parecer esbozo una sonrisa bobalicona que no ha tenido reparos en describir entre gracias insufribles.

Sé que no debería haberlo hecho, pero le conté lo que pasó en el vestuario. Después de quedarse asombrada por el episodio que catalogó de «porno sublime», quiso ver de inmediato una foto de Laura, por lo que la busqué en las redes sociales y le mostré una que no he dejado de mirar desde que nos besamos. Pese a que hay instantáneas suyas donde posa con un traje de baño que consigue desencajarme la mandíbula, yo me fijé sobre todo en una donde sale montando a caballo. Me contó que se hizo esa foto el verano pasado cuando fue a visitar a su abuela a la granja. Se me antojó una amazona indomable, una fiera cabalgando dispuesta a enfrentarse al mundo si fuera preciso. Y, joder, me encanta imaginarla liberando toda su furia espada en mano, melena al viento y tan desnuda como en el vestuario.

Por Dios, ¡qué me pasa! Yo nunca he sido el típico baboso que anda imaginando burradas con una chica que le gusta, así que esta electricidad que me atraviesa el pecho es completamente nueva para mí. O sea, siempre he sabido controlar mis impulsos, pero estoy convencido de que, si ahora mismo volviera a besarme, si me dejara acariciarla y pegarme a su cuerpo, sería capaz de detener el mundo. La deseo, es algo innegable. Me muero por saber cuál es su aroma en la intimidad, qué clase de secretos alberga tras esa preciosa boca, cómo sonaría su voz mientras me sumerjo en ella...

Giovanna dice que todo eso desaparece cuando se acaba el sexo. Y mi pregunta es: ¿de verdad cree que tengo una mínima posibilidad de llegar a ese nivel?

No sé si alguna vez compartiré la cama con Laura, pero tengo muy claro que las cosas buenas que puede ofrecer una mujer como ella nunca se acaban. Y aunque parezca que algunas plegarias se van perdiendo en medio de una corriente de aire, estoy dispuesto a empezar a pedirle  a Dios algún favor que otro.


*Imagen de Free-Photos (Pixabay)

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