Las comparaciones son odiosas (14 de noviembre)
Mi madre siempre ha tenido esa ridícula tendencia a comparar unas cosas con otras. Lo hace con todo: libros, películas, recetas de cocina, productos de higiene, muebles... Y, por supuesto, también compara personas. Quizá no parezca algo tan grave, pero cuando convives con alguien que se pasa el día diciendo «tu hermana es más alta que tú», «tu padre a tu edad ya tenía barba», «tu primo el del pueblo ya tiene el carnet de conducir», «ese presentador de la tele tiene mejor sueldo que tú» llega un punto en que te dan ganas de salir a la calle y no volver más.
Por aquel entonces yo apenas era un imberbe, y claro, a no ser que quisiera dormir en el parque siempre debía regresar a casa. Sin embargo, encontraba satisfactorio tener una válvula de escape, como contemplar el movimiento de los coches a mi alrededor o concentrarme en el deambular de la gente por las aceras. Me gustaba imaginar qué había conducido a cada uno de aquellos individuos a tomar la calle, si salían a hacer algo rutinario, como comprar el pan, o si se dirigían a una cita importante, como una entrevista de trabajo. Con el tiempo me fui dando cuenta de que muchas de esas personas también huían de sus hogares, que su motivación para salir era simplemente alejarse de su entorno. Años de salidas, al menos en mi caso, sirvieron para analizar a los demás, una capacidad que cualquier policía ha de tener. Así que, en cierta medida, mi madre es la responsable de que posea esa virtud.
Hoy la he llamado por teléfono y de buenas a primeras ha empezado a compararme con mi abuelo Giuseppe. Sabe que odio que haga eso, que me recuerde que no fui capaz de seguir sus pasos como militar. No pude reprimirme y acabé soltándole con mal tono que mi decisión de dejar el puesto fue culpa suya. Y es que, acostumbrado a analizar a la gente, me dediqué a valorar la conducta de mis compañeros. Algunos sólo eran fanfarrones que se adjudicaban logros sin ser merecidos; otros querían marcharse a sus casas, con sus parejas o padres. En general, convivía con unos niños que anhelaban la madurez, pero no a tal precio. Vi cómo algunos se consumían, extrañando a sus seres queridos o deseando que la tierra se los tragara, mientras que yo, que sólo quería volver a ver a Rita, hallaba cierta paz en no tener que escuchar a todas horas las comparaciones de mi madre.
El último mes que permanecí en el cuerpo hubo tres suicidios. Yo sólo mantenía relación con uno de los fallecidos, pero fue suficiente para darme cuenta de que no quería estar ahí. Andrés, uno de los pocos amigos que hice en aquella época, era un buen chico, algo retraído, aunque con un corazón enorme. Hablaba de su madre a todas horas, y todo eran comentarios buenos. Yo lo envidiaba profundamente. Cada vez que mencionaba algo relacionado con la mujer, me planteaba cómo era mi propia madre al respecto y siempre llegaba a la misma conclusión: que no me quería.
Y bueno, estaba bien, o eso pensaba. El amor no es algo que deba forzarse, ni siquiera el de unos progenitores. La cuestión es que, cuando Andrés se suicidó, yo me replanteé mi vida a muchos niveles, en especial quería mejorar la relación que guardaba con mi madre. Sin embargo, aquella inspiración me duró poco tiempo, justo lo que tardé en llegar a casa y descubrir que Rita me había traicionado, y darme de bruces —otra vez— en mi intento por mejorar el vínculo maternofilial. Mi madre no me dio ni un abrazo al verme volver. Se limitó a decir: «¿Así es como cumples una promesa? ¿Dejándolo todo a medias?».
Durante algún tiempo la comprendí. Ella adoraba a su padre, aunque no más que yo. El abuelo Giuseppe fue, sin lugar a duda, mi referente paterno. Y sí, le prometí que sería militar toda mi vida, pero creo que no hubiera estado de más que mi madre hubiera abierto sus brazos para recibirme. Joder, al menos haber escuchado por qué lo hice. Casi todas las noches sueño con Mali, bueno, más bien tengo pesadillas. El ambiente revuelto de las calles, la depresión de mis compañeros, cómo extrañaba a Rita... Volví a casa con la esperanza de rescatar el gusto por vivir, de reconciliarme con la existencia, pero en su lugar me encontré con una novia llorando desconsoladamente porque la culpa la devoraba, y una madre que me recriminaba incumplir una promesa.
A menudo me planteo qué habría pasado si hubiera continuado en Mali. ¿Habría soportado la experiencia con honores, o más bien hubiera seguido el ejemplo de esos tres compañeros?
Emilio dice que tengo un conflicto sin resolver con mi madre. Nos ha jodido... ¡Que le den un premio a la suspicacia! El caso es que no sé si esto llegará a resolverse algún día, si llegaremos alguna vez a un entendimiento, o si lograremos perdonarnos. Ocurra lo que ocurra, la relación no va a prosperar.
Al menos hoy he visto a Nonna y ha sido la de siempre, tan ingeniosa y divertida como yo la recordaba. Estuvimos viendo el álbum de fotos, desde las instantáneas más recientes, con tartas de cumpleaños, navidades y reuniones familiares alrededor de mesas hasta arriba de comida, hasta imágenes en blanco y negro, de esas que presentan una pátina de nostalgia enternecedora, casi mágica. Nonna nunca fue muy amante de posar ante la cámara, de modo que sale en todas las fotos desprevenida, natural. Me gusta que haya optado por esa línea, por lucir sonriente y despeinada, sujetando el brazo del abuelo Giuseppe; ambos saboreando el tiempo sin temor a equivocarse.
Hubo un momento en que acarició con extremo cariño las fotografías, consciente de que no podría dar marcha atrás al reloj. Advertí pena en sus ojos, pero también lealtad, algo conmovedor y poco frecuente en estos tiempos.
La envidio. Me gustaría saber qué se siente al tener un vínculo así con alguien. Hace tiempo que acepté que eso no va a ocurrirme a mí, mucho menos con Laura. He comprendido que por más que la quiera, por más que la ame condenadamente, estamos destinados a tomar rumbos distintos. Hay bifurcaciones inevitables, supongo.
Mientras llega el temido momento de separar nuestras rutas, continuaré centrado en ayudarla. Le prometí que lo haría, y eso que este mes casi se me olvida hacerle la transferencia a su abuela. Es lo que tiene pegar a un compañero y que luego te suspendan, que uno se centra en seguir autodestruyéndose en lugar de ayudar a una anciana. Y Laura fue muy específica al respecto: «No dejes que llegue el día 5 sin mandarle el dinero, es cuando tiene que pagar al trabajador de la granja». Si se enterara de que le hice el ingreso el día 9 me mataría.
No sé qué voy a hacer si no consigo volver de nuevo al trabajo. Me he convertido en un idiota sin rumbo que, no conforme con intoxicarse a base de vodka, encuentra entretenido acabarse las cajetillas de cigarros con una facilidad pasmosa, digna de mi intrascendencia.
Creo que voy a tener que salir a que me dé un poco el aire, o acabaré volviéndome loco.
*Imagen de Olya Adamovich (Pixabay)
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