La guinda sobre la tarta (5 de noviembre)
Mi abuelo siempre decía que «un imbécil sigue siéndolo aunque le pongas uniforme». Teniendo en cuenta que era militar, supongo que ese dicho se debía a algún compañero que le tocaba las narices, cosa que ahora, obligado a soportar a Gómez en el trabajo, comprendo y comparto totalmente.
El día que apareció con sus músculos hinchados y el bigote ridículo, supe que me caería mal y que la frase de mi abuelo cobraría sentido del todo. Gómez portaba esa sonrisilla absurda, la que debe salirte cuando eres un enchufado y te encuentras con los que han tenido que sudar para lograr el mismo trabajo. No es que me importen los favoritismos —qué hacer para evitarlos—, sino que el muy papanatas se jacte constantemente de ello en lugar de intentar pasar desapercibido. Al menos que no parezca que le han regalado el puesto, ¿no? Y ahí estaban Jiménez y Alfonso intentando caer bien al sobrino de Hierro. «Uno nunca sabe cuándo va a necesitar el favor de un juez» me pareció que dijeron. Qué vergüenza de mundo.
La cuestión es que cuando creía que Gómez no podría ser más estúpido, va y se supera a sí mismo. Su patológica necesidad de abordar a cualquier mujer que se cruce en el camino ha conseguido que Gutiérrez se enfade conmigo. No es novedad que le diga piropos a las prostitutas del barrio viejo, pero hoy una de ellas le ha hecho caso y han acabado montándoselo en el coche. Enmudecí de golpe cuando la muchacha, que portaba apenas un bikini como atuendo, se metía con él en la parte de atrás conmigo aún en el asiento del conductor. Me he visto forzado a salir del vehículo y dar una vuelta por la zona queriendo que un rayo me partiera por la mitad.
Al parecer alguien —juro por Dios que no fui yo— le ha trasladado a Gutiérrez qué pasatiempos tan curiosos tiene su agente más idiota, y en lugar de llamar la atención al obseso sexual con el que me toca patrullar día tras día, me ha dedicado la reprimenda del siglo a mí, como si yo fuera el responsable de que ese condón con patas no sepa mantener la bragueta cerrada.
Al final y tras varios minutos de exponer lo insoportable que me resulta trabajar en tales condiciones, Gutiérrez ha decidido castigarme. ¿El castigo? Patrullar con la chica nueva. No tengo nada en su contra, pero la muchacha carece de experiencia, por lo que mi papel ahora se reduce a hacer de niñero y me parece injusto que para no tener problemas con el Juez Hierro, Gutiérrez recurra a joderme a mí cuando tendría que leerle la cartilla a quien está pasándose el puesto por los santos huevos.
Para ser honestos siento alivio al no tener que patrullar de nuevo con Gómez, y Laura, que así se llama mi nueva compañera, parece amable y lista. Espero que sepa lidiar con los brutos que babearon desde el primer minuto en que la vieron. La verdad es que la chica es muy guapa, todo sea dicho, pero aun así Jiménez, Alfonso, Gómez y el resto de bárbaros podrían cortarse un poco a la hora de contar en voz alta las cosas que le harían sin contemplaciones. Incluso Gutiérrez exclamó un «menuda hembra» cuando la vio entrar. Vaya jefe le ha tocado a la pobre. Me parece que va a tener que demostrar el triple para poder ascender en esta caverna repleta de salidos.
Pues a Rita toda esta historia le ha hecho tremenda gracia. Se estaba desternillando cuando, desde la frustración, yo le contaba no sólo lo sucedido hoy sino todas las barbaridades que hace Gómez estando de servicio. Y, en lugar de apoyarme ahora que lo necesito, va y me dice que tengo que relajarme y dejar de tenerle celos a un compañero. No tenía ganas de discutir así que he puesto como excusa que me tenía que pasar a casa de Fermín a por un juego y he estado paseando por ahí hasta la hora de la cena.
No pretendo que mi novia se ponga siempre de mi lado, pero a veces me gustaría que se pusiera en mi pellejo, que comprendiera lo difícil que es para mí lidiar con un mundo que no comprendo o que más bien no soporto. Lo más preocupante es que no parece ser consciente del daño que me hace reaccionando de esa forma ante mis necesidades afectivas. Luego me da un beso, hace un chiste y sigue hablando de la boda como si nada hubiese pasado. ¿Es que no se da cuenta de lo cabreado que estaba para haber tenido la necesidad de irme de mi propia casa? Ni siquiera ha intentado decir que siente haberse comportado como una cría, directamente me ha besado al volver y ha dicho: «¿qué quiere comer el pitufo gruñoncito?»
Miguel Hernández dijo: «llevadme al cementerio de los zapatos viejos». Y yo sólo puedo pensar que vivir tanto está sobrevalorado.
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