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Hormigas en la alacena (24 de septiembre)

¿Por dónde empezar?

El encuentro con Laura fue tan frío como esperaba. Estuvimos discutiendo unos minutos, luego la besé y me pegué a ella como una lapa, pero acabó dándome un corte y tuve que asumir que no había nada que hacer. Y mi reacción fue como la de un crío. Sólo me faltaba montar un numerito tirado en el suelo, dando patadas al aire y balbuceando cosas sin sentido. Sin embargo, a medida que fueron transcurriendo los días advertí esa mirada... Existe una especie de lenguaje visual que Laura y yo compartimos, no es un modo de hablar, literalmente nos comunicamos con los ojos. Sé que suena a locura, pero en cuanto fija sus pupilas sobre las mías conectamos de alguna forma, abstracta y profunda. Nunca he hablado con ella de este tema, no sé si por temor a que me tome por un demente o porque yo mismo lo encuentro todo un despropósito. El hecho de creer que alguien genera tal dominio sobre otra persona resulta, cuando menos, desconcertante.

Por norma general, cuando Laura y yo nos miramos de esa forma solemos acabar abrazados, besándonos o en la cama. Todo apuntaba a que sucedería esto último, pero entonces ella me detuvo. En ese instante sentí que lo hacía por lo de siempre: su miedo al compromiso, a confundir aún más las cosas entre ambos. Ahora sé que lo hizo para evitarme un dolor innecesario —que surgirá en algún momento, me temo—.

Poco después de estar en su casa —plagada de hormigas, por cierto—, se marchó a esa jodida Residencia, a iniciar la misión que la mantendrá lejos de mí durante un tiempo indefinido. Los nervios me comen, llevo desde ayer con el estómago completamente cerrado, fumando a lo bestia y con la sensación de que hay un cenicero en el sitio donde debería estar mi boca.

¿Qué esperaba? ¿Que ella estuviera encantada con la idea de quedarse aquí, en una casa repleta de bichos, aguantando los menosprecios de compañeros de comisaría, inmersa en una relación en la que no es feliz?

Por si fuera poco, hoy me he levantado con la noticia de que han ingresado a Nonna. Al parecer estuvo algo desorientada por la tarde, mientras jugaba con sus amigas a las cartas en el porche. Según me contó una de ellas, estaba muy alterada, señalando al monte y soltando un montón de maldiciones en italiano.

Ahora mismo siento una presión terrible en el pecho, igual que si un caballo estuviera sentado sobre mí. Siempre vemos el Alzheimer como ese escenario que nadie quiere pisar, algo sensible que lamentamos aun sin saber lo doloroso que puede llegar a ser. Por fortuna, ahora parece estar tranquila, consciente de que tuvo una crisis, pero en buen estado. Me daba miedo plantarme ante ella y que de repente preguntara quién era yo. Creo que si eso llegara a pasar una parte de mí se moriría irremediablemente. Supongo que es un temor lógico, que a todos se nos ha pasado por la cabeza esa duda. ¿Cómo se debe sentir una persona cuando empieza a experimentar lagunas mentales? ¿Cuán difícil ha de ser asumir semejante puñalada del destino?

Aparecí en el hospital con las manos vacías, incluso fui con la misma camiseta de andar por casa que llevaba puesta. No reparé en que a Nonna no le gusta que vaya mal arreglado. De hecho, al verme dijo: «¿Che stai facendo, vagabondo? (¿Qué estás haciendo, vagabundo?)» Lejos de hacerme reír, que era lo que ella pretendía, me eché a llorar, hundido. Tomé su mano y le pregunté qué tal se encontraba y ella, que primero me reprochó no haberle llevado sus amados bocaditos de limón, acabó acariciándome la cara, consciente de que esta vez no lograría desviar el tema. La verdad es que Nonna suele mostrarse reacia cuando se trata de hablar de su salud, pero tal tensión debió ver en mí que se limitó a decir que su demencia no es grave. Al menos no aún. El médico le había dicho que sufrirá alguna crisis que otra, aunque por ahora serán de carácter moderado.

Nonna me dijo que había visto claramente algo en la falda de la montaña, que una figura la señalaba riendo y le hablaba en su lengua natal, con acento siciliano, para ser más precisos.

Le pregunté si conocía al sujeto, si se trataba de algún enemigo de cuando vivía en Italia, pero ella, con los ojos muy abiertos susurró: «Essi... Sono perversi. (Ellos... Son perversos.)»

Giovanna dice que sólo ha podido conseguir pasaje para dentro de tres días, así que me he visto obligado a hablar con mi madre y mi hermana para repartirnos las horas de visitas. En breve mandarán a Nonna de vuelta a casa y a partir de ahora debe estar bajo supervisión. Habría pedido días libres, los suficientes hasta normalizar las cosas y contratar a alguien que pueda cuidar de ella mientras yo esté en el trabajo. Pero el buitre de Gómez está esperando la menor oportunidad para sustituirme. No puedo dejar que se aproveche de Laura para subir peldaños en su ridícula carrera al ascenso, de modo que por ahora iremos turnándonos, hasta encontrar a alguien cualificado.

Son las cinco de la mañana, debería dejar de lloriquear y dormirme de una vez. En unas horas empieza mi turno y he de estar despejado.

Tal vez yo no tenga una horda de hormigas en la alacena como la pobre Laura, pero siento que todos los conflictos de mi vida están paseándose por el apartamento, hambrientos, acezantes. Y yo ni siquiera puedo golpearlos con una simple zapatilla.

Mis particulares hormigas vienen para quedarse, de hecho, andan acomodándose en sus correspondientes rincones, en aparente calma, dispuestas a llevarme consigo a una despensa donde otros infelices como yo reposan a la espera de ser devorados sin piedad. 


*Imagen de SplitShire (Pixabay)

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