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El precio de ser uno mismo (3 de agosto)

He estado más centrado en el trabajo, lo cual me ha venido de perlas para conciliar el sueño y dejar en pausa todo cuanto tenga que ver con Laura. No voy a engañarme, pienso en ella mucho, sobre todo cuando, después de un turno demoledor, me tumbo en la cama y miro sus fotos. Es la soledad quien me la trae de vuelta, quien la sitúa con delicadeza en el lado vacío de la cama y me recuerda lo frágil que soy. Sin embargo, creo que el hecho de no llamarla o acercarme a su piso es un enorme paso para asimilar todo esto de un modo más saludable. Y no sólo lo hago por mí, sino por ella. No quiero interferir en lo que tanto le ha costado labrarse, no sería justo ni propio de mí.

También he aprendido a soportar a Gómez sin que me salga una úlcera. Jiménez y él no paran de mencionar nombres de tías en el curro. Muchas veces hablan de Laura, de Sonia —quien hace dos semanas empezó a salir con un compañero del trabajo—, de la mujer de Gutiérrez... De cualquiera que les haga un poco de caso, en verdad. Y de Rita. De ella también hablan.

Anteayer pasó por comisaría. Al parecer le robaron la Tablet y quería denunciarlo, pero la verdad es que no me lo creo. Siento que quería verme y que la idea fue de mi madre. Es inevitable coincidir con ella y rescatar fragmentos de nuestra vida en común. Lo malo es que después de la nostalgia aparece el rencor, y no me siento a gusto cuando el Jorge rencoroso aparece en escena. Me contó que ya no sale con Álvaro y que, por accidente, se llevó cosas mías al mudarse. Le dije que un día de estos me pasaría a recogerlas y se marchó sonriendo.

La cuestión es que sé que fue idea de mi madre porque ésta me llamó al día siguiente para preguntarme cómo estaba. Así, sin más.

Le dije que todo iba bien, que Laura y yo estábamos en nuestro mejor momento y que sopesábamos irnos a vivir juntos.

No sé cómo pude soltar una mentira así de gorda y quedarme tan ancho. Ella enmudeció unos segundos. Me pregunto si su silencio se debía a que jamás hubiera imaginado una noticia como esa o si en realidad estaba alucinando por cómo me crecía la nariz.

Cuando reaccionó, en lugar de invitarnos como pareja a comer a casa o algo parecido, se limitó a decir un «enhorabuena» frío como la escarcha.

Recordé entonces cómo conocí a Rita y lo fácil que resultó que mi familia la aceptara. Mi madre la encontró perfecta, la nuera dulce e inocente dispuesta a darle nietos y domingos plagados de charlas insustanciales. En mi casa la costumbre es casarse y tener hijos, una tendencia que yo jamás cuestioné, aunque en el fondo de mí mismo no compartiera del todo. Quiero hijos, sí. Se me dan bien los críos y me apetece vivir esa experiencia, claro que, si sigo en este plan, me parece que tendré que hacerlo solo, lo cual tampoco veo tan descabellado.

¿Qué sucedería si quisiera tener un hijo por mi cuenta? Socialmente hablando sería de lo más normal, pero en casa de los Villanueva Bettoni lo verían como un auténtico disparate. «¿Y la madre? —preguntarían—. No puedes educar a una criatura tú solo».

Como si los estuviera oyendo ahora mismo.

Respecto a Sonia y esa nueva relación que mantiene en "secreto" con un compañero del curro, pues sólo puedo decir que le deseo lo mejor, incluso después de haber estado engordando el rumor de mi homosexualidad en el trabajo.

Sí, la maravillosa tribu con que me relaciono día tras día —forzado por mis obligaciones, todo sea dicho— continúa emitiendo juicios sobre mi persona, como si adivinar si me van las vaginas o los penes se hubiera convertido en categoría olímpica.

Entre las sospechas que ya tenían y lo sucedido con Sonia, al parecer ya soy un ochenta por ciento gay.

En cuanto se enteren de que Fermín se ha mudado conmigo, desaparecerá el veinte por ciento restante que me quedaba de heterosexualidad, pero vamos, que me importa una mierda.

Sí, esa es la novedad del mes. Fermín se ha peleado con su novia —algo completamente lógico porque no para de ponerle los cuernos— y hasta que no encuentre piso se está quedando en casa.

De sobra conocía su faceta desastrosa a la hora de convivir, pero lo de los calcetines usados sobre la mesa es nuevo; una asquerosa novedad. Aun así, los aparté con una servilleta y preferí no decirle que se ha vuelto un cerdo.

La verdad es que me he acostumbrado a vivir solo. No es que me moleste tener a Fermín cerca, de hecho, creo que es de los pocos seres humanos que soporto. Lo que pasa es que apenas estoy teniendo tiempo para organizar mi mente y no deja de bombardearme con charlas donde me aconseja tirarme a todo cuanto se ponga por delante.

Cualquiera en su situación se hallaría reflexionando, haciendo ejercicio de conciencia o buscando soluciones a su problema de pareja. Él, en cambio, se limita a contar chistes y a sugerir planes nocturnos como excusa para no asumir sus errores.

Mi madre está obsesionada con Rita, pero Fermín no para de venderme a Sonia. ¿Por qué coño le habré dicho lo ocurrido con ella? Le he pedido por activa y por pasiva que por favor cambie de tema, que mi relación con ella no va a llegar a ningún sitio, y no sólo por la figura de su nuevo novio, sino porque no estoy preparado para iniciar nada hasta que las cosas con Laura queden claras.

Como estemos un rato en el piso empieza a mirar las redes sociales y a enseñarme fotos y vídeos de Sonia ensalzando sus virtudes. Yo suelo quedarme callado, continuando con mi partida en la consola o lo que quiera que ande haciendo.

Y anoche, después de loar sus fotos en la playa y encontrar mi silencio por enésima vez, dijo: «Vamos a ver el perfil de la agente Rivas».

Pese a que mi corazón se desbocó, seguí callado, como si no me importara.

«La verdad es que no hay color —dijo el muy cabrón—. Laura tiene justo lo que a Sonia le falta: unas buenas domingas».

Le quité el teléfono de la mano con desprecio y le dije que una tía era algo más que su aspecto. Y aparte de llamarle mamón, solté un par de insultos más en italiano, que ahora no recuerdo.

Después de reírse de mí, comentó tan tranquilo: «No te enfades, colega. Sólo quería ver cómo reaccionabas y sí, constatado queda que estás loco por esa tía, colado hasta las trancas».

Tenía razón. Cuando mencionaba algo sobre Sonia, como que tenía un buen culo o cosas por el estilo, me sentía incómodo, pero en cuanto dijo que Laura estaba a otro nivel, me ardió el pecho. De pronto me vi inmerso en un ridículo ataque de celos que me condujo a preguntarle desde cuándo la seguía en las redes, si siempre andaba mirando sus fotos como divertimento o la guinda del pastel: «si me entero de que usas la imagen de mi novia para toquetearte, juro que te mato».

Me miró estupefacto y no era para menos. Su mejor amigo acababa de perder los papeles, cosa que jamás había sucedido, ni siquiera aquel día que me llevé un navajazo por su culpa estando de servicio. Me limité a decirle que estuviera más atento en la próxima.

Mi amigo, o mejor dicho mi hermano, ha sido bastante comprensivo, y me prestó su hombro para desahogarme. Nunca me he comportado así, de hecho, me tachan de hermético precisamente por no mostrar con frecuencia mis emociones. No sé por qué lo hago, si es por la educación que he recibido o por las experiencias acumuladas en mi vida, pero la cuestión es que esa manera de ser siempre me pareció idónea, una muralla perfecta que me mantenía fuera de peligro. Ahora siento que nunca existió y que en realidad siempre he estado expuesto, con la indefensión que eso acarrea.

Lloré, bebí, reí, volví a llorar... Fermín ha tenido que soportarme y luego ver cómo vomitaba.

Le conté que meses atrás tuve un par de charlas con Emilio, el psicólogo del cuerpo, y que tal vez me convendría volver a verle. Después de suspirar, dejando de manifiesto la poca confianza que le transmitían los de su gremio, me dijo que una juerga era siempre mucho mejor que una cita con un capullo cotilla.

«Vas al psicólogo, no te tiras a Sonia, no quieres salir con otras tías... ¿Comprendes ahora por qué todo el mundo cree que eres marica? ¡Deja de darles motivos para que te sigan machacando con esa mierda! ¡Bastante tienes ya encima!»

El comentario, aparte de absurdo, se me antojó un reproche. No comprendía por qué coño le importaba tanto si era yo el afectado y no él. Luego llegué a la conclusión de que le molestaba ser amigo de alguien a quien el resto cataloga de «reprimida», así que, llegados a ese punto, fui sincero y le dije que, si no quería que alguien manchara su reputación de macho consolidado, lo mejor era que se alejara de mí.

Fue cuando me dijo:

«No comprendes nada, gilipollas. El maricón de mierda soy yo. Ser mi amigo te perjudica, así que me buscaré otro piso, que bastante jodido estás ya».

Completamente descolocado, lo tomé del brazo cuando pretendía levantarse del sofá y lo abracé con todas mis fuerzas.

«No te vas a ir a ninguna parte» le dije.

Sigo flipando, sinceramente. No esperaba que Fermín, un tío que aprovechaba cualquier oportunidad para acostarse con una mujer, estuviera contándome que le gustaban los hombres. Sin embargo, ahora me cuadran muchas cosas, como que Ángela me soltara con odio que yo era «ese maricón que estaba llevando a su novio por el mal camino», como si yo lo hubiera metido en una especie de secta, o algo así. En fin.

Supongo que Fermín se ha callado durante mucho tiempo y se ha protegido del mejor modo que sabía: reforzando su imagen de mujeriego. Su padre es un hombre más bien hosco, un tipo chapado a la antigua, de modo que comprendo que quiera mantenerlo en secreto, aunque su ex probablemente ya se lo haya contado a todo el mundo.

En cualquier caso, mi amigo tendrá el apoyo que necesite, incluso si sus métodos no me parecen los adecuados.


*Imagen de Ariel Hii (Pixabay)

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