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El pez sin aletas (15 de noviembre)

No he parado de fumar. Cada vez que la ansiedad me acecha, voy del frigorífico al cenicero en un ejercicio agónico e insano. Da igual lo que haya a mi alcance, no como por placer, sino para llenar un vacío, uno que me consume desde hace mucho tiempo.

Rita se ha quejado del olor a tabaco concentrado en las cortinas, cosa que mi nariz de alérgico es incapaz de percibir. Aun así, le he dado la razón desde la puerta dispuesto a irme al trabajo, el único lugar donde puedo respirar con libertad.

Agradezco no haber cogido las vacaciones todavía. La sola idea de tener que pasar unas semanas sin poder escaparme de casa me pone el vello de punta. No debería ser así, pero me preocupa explotar en reproches y luego arrepentirme, no de mi intención, sino de mis formas. Creo que, aparte de práctico, lo más humano sería estudiar detenidamente la forma en que voy a liberar esta carga. No puedo soltar lo primero que se me pase por la cabeza, sobre todo porque tal y como me siento en este instante acabaría atacándola con el episodio de Ernesto, y me he prometido no hacerlo bajo ningún concepto. No es ese el motivo por el que quiero romper la relación. Puede que en su momento lo fuera, sin embargo, ahora me embargan otras emociones como "hastío", "cansancio" o "dolor".

Por otro lado, llegar a comisaría y ver a Laura no ayuda a que me concentre. Hoy es su cumpleaños y algunos compañeros le han comprado una tarta y regalos. He quedado como un estúpido, pues nadie me comentó nada, así que lógicamente no he participado en la celebración. Desde la máquina de café he visto cómo soplaba las velas sintiéndome un verdadero imbécil. Y entonces atendí a cómo el lobo de Caperucita le sujetaba la cintura con estudiada cortesía. Maldito Gómez, ojalá le atropelle un camión.

Aun así, ella se ha acercado a ofrecerme un trozo de tarta, un detalle que, pese a no ser gran cosa, para mí ha significado un mundo. Qué guapa estaba... El uniforme le sienta de muerte.

Después del trabajo he ido a llevar a Nonna al aeropuerto. A ella y a sus amigas, unas divertidas señoras que, en lugar de quejarse de sus dolores articulares, se congratulan por seguir cumpliendo años. No me extraña que hayan convencido a Nonna para irse juntas de viaje, estas mujeres serían capaces de vender patines en una residencia de ancianos. No paran de hablar, pero no son cotorras insufribles, sino gente con una alegría desbordante y contagiosa. De veras que han mejorado mi día.

Nunca imaginé que la vejez pudiera ser tan interesante. Supongo que como la amplia mayoría siempre me he visualizado haciendo las típicas cosas de anciano: regar plantas, hacer crucigramas, escuchar música nostálgica y tomar café viendo la tele. Pero de un tiempo a esta parte he cambiado de parecer. ¿Quién determina lo que pueda o no hacer al llegar a los setenta?

Me he pasado la vida siendo un pez sin aletas, arrastrado por la corriente en una marea turbia. Así que, llegado el momento, quiero poder mirar atrás y decir: «Qué bien te lo has montado, Giorgio».

¿Es este un pensamiento egoísta? Posiblemente, pero creo que es más egoísta no hacer lo que uno quiere y luego reprochárselo a quienes te rodean.

Ya he tomado una decisión.

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