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Controlando mis odios (21 de enero)

Esta semana he estado a punto de perder los nervios por culpa de Gómez. Sólo espero que Dios me dé fuerzas para no romperle la cara. El muy baboso, que no tiene suficiente con mirar como un poseso a cualquier mujer que se le ponga delante, está obsesionado con Laura y se pasa el día fantaseando en voz alta, describiendo con todo lujo de detalles cada una de las salvajadas que le gustaría hacerle. Ella dice que debo deshacerme de estos celos absurdos, pero no sabe las barbaridades que suelta ese tiparraco a sus espaldas. Cada vez que abre esa sucia boca me dan ganas de cerrársela a base de puñetazos. Procuro que no se me note el cabreo, pero sé que un día no podré aguantarme y entonces tendré un problema. Me suspenderán, lo estoy viendo venir. Y claro, luego ella me mira como si estuviera desquiciado, hace un chiste, me besa y santas pascuas.

Me sorprende que no le molesten esos comentarios. Dice que pasa olímpicamente, que está por encima de esas bobadas, pero a mí me saca de quicio. Le he dicho que por qué no suelta en comisaría que tiene novio. No hace falta que diga nombres o enseñe fotos, eso me da igual. Es sólo que quizá de esa forma el inútil de Gómez se corte un poquito al saber que tiene pareja, y no es que me parezca lógico que un tío precise oír esas palabras exactas para dejar tranquila a una mujer, pero tal vez sea lo oportuno teniendo en cuenta que es un neandertal. Sin embargo, Laura esquiva esta opción y me descoloca. ¿Cuál es el motivo para que ella quiera seguir estando «disponible» de cara a la galería si nos hemos prometido exclusividad? Estaba realmente molesto, por lo que anteayer puse una excusa para no cenar juntos. He pasado el día pensando que tal vez sólo soy un entretenimiento hasta que encuentre a un tipo mejor. Y mi ego sufre, lógicamente.

Para Fermín está muy claro: soy su «amigo con derechos». Encima va y me dice que debo sentirme afortunado por poder acostarme con una chica a la que todo el mundo desea. No lo entiende, para él no es más que una frivolidad, pero a mí me supone un conflicto emocional con mi yo más complejo; una sección de mi persona que procuro mantener a buen recaudo por motivos muy contundentes.

Hasta anoche.

Empezaré por el principio:

Después de jugar a la play, Fermín, aburrido —y con un par de cervezas encima—, propuso que nos fuéramos de copas. Sus primos del pueblo andaban de vacaciones en la ciudad, así que los cuatro salimos a desconectar un poco. Me preguntaron a qué local podríamos ir y sugerí uno de inmediato. Me limité a decirles que me habían hablado bien de él, pero en realidad lo propuse porque Laura estaría allí celebrando el cumpleaños de Raúl, su mejor amigo.

En fin, que una vez arreglados —bueno, hablo por mí, ya que Fermín no se echa ni colonia por temor a que alguien lo tome por un metrosexual— nos dirigimos al sitio. Estaba a tope, pero no tardé en ubicar a Laura. Llevaba un vestido blanco y bailaba con Raúl totalmente ajena a mi escrutinio. Me encantó verla pasándoselo tan bien, riéndose liberada, desconectando de su parte más prudente. Y además estaba hipermegaultrasuperguapa, o sea UUUUF.

Les pedí a los chicos que subiéramos al segundo piso y allí, mirando a la pista, pedimos unas bebidas y comenzamos a charlar. Entre risas, yo me propuse no perder de vista a la morenaza de mis sueños y ahí, en ese preciso instante, mientras a mi alrededor se producían carcajadas debido a los chistes y algún que otro comentario absurdo de mis amigos, me di cuenta de que me he enamorado de Laura.

Ya no hay vuelta atrás.

El cabrón de Fermín se percató de por qué estábamos allí. Claro que tampoco hay que ser un lince para eso. Bastaba con contemplarme totalmente embobado mirando al mismo punto de la discoteca toda la noche. Resoplando me dijo: «Ahora entiendo por qué accediste a salir tan alegremente... Joder Jorge, estás encoñado perdido. Aunque hay que reconocer que la muchacha está para hacerle de todo...»

Después de recibir una mirada de desaprobación por mi parte y consciente de lo mucho que me apetecía acercarme a saludarla, me señaló las escaleras para que hiciera lo que realmente quería.

Cuando por fin esquivé al gentío y logré acercarme, Laura me vio y sonrió plena. No he visto una cosa más bella en mi vida.

Me abrazó con fuerza, motivada quizá por haber bebido alguna copa que otra, pero me dio igual. Me presentó a su amigo como «él es Giorgio, el niño lindo del que te he hablado». Raúl me saludó riéndose, como si conociera una parte de nuestra historia que se le antojaba tierna y hasta algo picante. En cualquier caso, el chico —muy majo, por cierto—, se pasó la noche comentándole cosas al oído que conseguían ponerla colorada. Era un hecho que ella también me apreciaba de algún modo, vamos, lo suficiente como para hablarle a sus amigos de mí en lugar de ocultarme en un saco de vergüenzas.

Entre bailes —bueno, si se le puede llamar baile a mi epilepsia rítmica—, Laura se dedicó a darme besos, a abrazarme, a decirme cochinadas al oído... Y entre unas cosas y otras acabamos montándonoslo en el coche.

¿Qué ha pasado con el Jorge tímido y responsable? No tengo ni idea.

Todo iba bien, de veras que sí. Andábamos como una pareja de verdad, y aunque se tratara de un espejismo, no me importó. Yo sólo quería disfrutar de su cercanía, del afecto que imprimían sus caricias, del fuego que emanaba su cuerpo mientras me pegaba a ella en el coche... Mierda, es perfecta.

Después de nuestro encuentro salvaje en el parking, volvimos al local y nos topamos con Fermín de frente. Él hizo un par de bromas que, por suerte, Laura no se tomó a mal. Después de pasar un rato más dentro de la discoteca, decidimos, impulsados por los golpes en una pista que no recordaba tan masificada, salir a tomar un poco el aire.

En la calle me fumé un cigarrillo —el de después, como se suele decir—, y ahí se acabó el buen rollo.

Un tipejo —al que llamaremos a partir de ahora el cabrón de mierda— se pasó con el alcohol y andaba dando tumbos por los alrededores. Vi que en una de sus vueltas miraba a Laura, pero en realidad no me sorprendió, pues eso sucede siempre. No le di mayor importancia hasta que se acercó a pedir fuego. Le extendí el mechero y lo sujetó sonriendo mientras balbuceaba algo ininteligible. Trató por todos los medios de repetir lo que decía y entonces comprendí que estaba dedicándole un piropo a Laura. Ella asintió incómoda, deseando que el muy gilipollas se marchara a otra parte. Sin embargo, el tipo estaba a gusto allí. Se pasó al menos media hora más atendiendo a nuestra charla, como si le hubiéramos invitado a formar parte de la fiesta. Aun así, ninguno dijimos que se marchara, total, la calle es de todos. Íbamos a recoger los abrigos del guardarropa, cuando el cabrón de mierda le sobó el pecho a Laura.

Perdí los nervios. Mis amigos le increparon algunas cosas, pero yo no elevé la voz en ningún momento. Me limité a sujetarlo de la camisa y, tras tirarlo al suelo, le rompí la boca. No es una forma de hablar, le desencajé la mandíbula.

El muy cretino lloraba en posición fetal, y, bueno, no es que esperara que Laura me diera las gracias ni nada parecido, pero no imaginaba que me reprocharía aquella conducta. Dijo que era un violento, que me había extralimitado. Y yo, Jorge, el idiota más grande que hay sobre la faz de la tierra, dije: «¿Qué pasa, te gusta este cabrón?»

Era la primera vez que recibía una bofetada y no me defendía. Huelga decir que me la merecía, pero no por dejar al borracho aquel desfigurado como el personaje que aparece en "el grito" de Munch. El guantazo estaba justificado por mis palabras tan poco acertadas.

No me di cuenta de cómo tenía la mano hasta pasados unos minutos. Laura pidió a Fermín que nos llevara a urgencias para que me la mirasen. En el coche, se limitó a ignorarme, como si quien la hubiera tocado contra su voluntad hubiera sido yo. Luego, después de que una médico borde me hiciera la cura pertinente y arrojara sobre la mesa un par de analgésicos con asco, Fermín nos dejó en mi casa.

Teníamos que hablar, así que, incluso advirtiendo que ella estallaría de un momento a otro, quise saber qué esperaba que hiciera.

Sin embargo, en lugar de decirme que era un cretino que usaba los puños para imponerse, se echó a llorar. Me aproximé entonces y nos abrazamos unos minutos. Me tenía completamente descolocado, no supe si aquel llanto se debía al nerviosismo, o si estaba pensando en dejarme de forma definitiva.

Preparé un té y nos pasamos hablando horas hasta que amaneció. Dijo que, pese a creer que mi reacción con el cabrón de mierda había sido exagerada, lo que le pasaba no tenía que ver con eso. Me contó que el único novio serio que ha tenido —comentario que me sentó como una patada, por cierto— fue muy agresivo durante los cuatro años que estuvieron juntos. Se dedicaba a dar mamporros a la primera de cambio y por lo visto mi gesto le recordó una época muy dura para ella. Al parecer el muy hijo de puta fue un maltratador asqueroso, incluso una vez le pegó una paliza al bueno de Raúl por sus ridículos celos. Estaban en un parque y, sin previo aviso, comenzó a golpear al chaval hasta romperle varias costillas —tengamos en cuenta que el gañán estaba cuadrado, como Terminator— y, no conforme con semejante arrebato, también la agredió a ella. Se puso en modo orangután, diciendo que era una puta, que le gustaba follarse a cualquiera... Mientras Laura trataba de defenderse, él, con una superioridad física desbordante, le rasgó la ropa y la dejó prácticamente desnuda delante de todo el mundo.

Por supuesto, ese fue el fin de la relación. Laura lo denunció y él tuvo que asumir una orden de alejamiento además de indemnizarla. Poco le cayó al muy impresentable.

Le dije que yo no era ese tipo de hombre, que no estaba orgulloso de haberle partido la crisma al borracho, pero que jamás la vejaría a ella del modo en que su ex lo había hecho.

Se aferró a mi cintura y, mirándome a los ojos dijo: «¿no comprendes que eres demasiado bueno para mí?»

Qué cantidad de cabrones hay en este jodido mundo.

*Imagen de Iqbal nuril anwar (Pixabay)

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