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Briznas de hierba (28 de octubre)

Hoy la he visto. A Laura. He ido a la Residencia, saltándome las normas otra vez, y ahí estaba, trabajando como una esclava para ese impresentable. Por cómo iba vestida supuse que se estaba encargando del cuidado de los animales. Qué belleza... El pelo recogido en un pañuelo, el rubor de las mejillas ligeramente acentuado, las botas ganaderas sobre sus pantalones azules... Al verme sonrió y acudió corriendo hasta la valla. Primero empleó ese tonito insufrible que usa cada vez que quiere iniciar una discusión o un reproche, pero luego me dio un beso entre los barrotes y me dijo que se alegraba de verme. Y sentí tal alivio al percibir su tacto, aun tras aquella frontera de metal, que le pedí que se viniera conmigo. En ese instante me daba igual la misión, mi puesto de trabajo y hasta la traslación del jodido planeta. Yo sólo quería sacarla de aquel sitio, llevarla a un lugar seguro; traerla conmigo. Obviamente no me hizo ni puto caso, esa hubiera sido una evidencia demasiado clara de que Dios existe. Aun así, advertí su afecto, tan cálido y real que aún me tiemblan las piernas.

Me emocionó verla después de tantos días, y mentiría si no dijera que la sigo queriendo, de un modo brutal y condenadamente mortificador. Al llegar a casa no he dejado de llorar. Mi amor por Laura es tenso y venenoso, un suicidio que transcurre con una lentitud sofocante. ¿Y qué hago yo para evitar semejante castigo? Seguir queriéndola, como si la muerte fuera el único lenguaje que mi cuerpo puede soportar.

Fermín me dijo que había quedado con un amigo y, sin Giovanna disponible, pues suele trabajar por la tarde, pensé en Emilio, el único ser humano que puede comprender mi patetismo al cien por cien.

Me atendió con su habitual cortesía, entre sus «cómo te sientes», «qué opinas al respecto» o «estás sufriendo de forma innecesaria». Sin embargo, percibí una honda tristeza en su voz. Al preguntarle si le sucedía algo, que estaba un poco raro, respondió: «mi padre ha muerto». Estuve a punto de darle el pésame, pero entonces recordé que su progenitor y él mantenían una relación distante, prácticamente basada en el odio mutuo. Al cabo de un rato, y para romper el silencio que se originó al otro lado del teléfono, finalmente le pregunté cómo era posible que, en un momento tan duro como el que estaba viviendo, me hubiera respondido a la llamada en lugar de vivir su dolor egoístamente. Y entonces me respondió: «eso es lo que hubiera hecho mi padre. Y ya arrastro bastantes errores en mi vida».

¿De verdad acababa de decir eso? ¿Tan fuerte era el rencor hacia su viejo? Lejos de juzgarle, sólo pude darle ánimos. Y no supuso un problema para mí. Tal vez necesitara a alguien con una visión de la vida menos ácida en ese instante, pero en la tómbola de las fatalidades le tocó lidiar con el peor de los premios. Curiosamente se conformó con esa migaja del destino, hasta me agradeció que me interesara por cómo se encontraba. Su frialdad al hablar del difunto me hizo pensar en mi propia situación familiar. ¿Estaba siendo injusto con mi madre?

Sucede algo muy extraño cuando intento comprender algunos puntos ciegos de mi existencia. Las preguntas que usualmente suelen tener como respuesta un «es lo que hay» o «no eres el único con la cabeza jodida», indefectiblemente arrastran dolores de cabeza que me recuerdan por qué no me cuestiono ya casi nada. Ojalá escarmentara a tiempo y me diera cuenta de que lo que mal empieza, mal acaba. Pero como si una parte de mi cerebro se negara a aceptar esas certezas, termino siempre cometiendo los mismos errores. Es el ciclo de la tortura: los humanos y esa insana necesidad de tropezar una y otra vez con las dichosas piedras de siempre.

Digo esto porque, quizá imbuido por el contagioso dolor de Emilio, llamé a mi madre. Hablamos de algunas cosas, no de Laura, como es lógico, pero sí de algunos temas que nos preocupan, entre ellos el estado de Nonna.

No ha vuelto a tener un episodio de los suyos, aunque somos conscientes de que ya nada volverá a ser como antes. Se acabaron las llamadas para consultar temores a la matriarca. Ahora nuestras charlas se reducen a preguntar por cómo ha ido su día y recordar algún fragmento dulce del pasado. Ese es el único dolor que me ha unido a mi madre a lo largo de nuestra historia común, es decir, desde el día que nací. Ese y la muerte del abuelo Giuseppe.

Luego ya comenzaron los golpes bajos y su habitual tónica de sermones cuyo único objetivo es dar a entender que su vida es ejemplar y la mía un absoluto desastre. Tiene gracia que encuentre un ejemplo vivir con un hombre al que apenas conoce, el tipo al que nadie respeta y que prefiere quitarse horas de sueño con tal de desayunar en paz, sin nadie que le reviente el cráneo a base de retahílas que, de añejas, huelen a óxido y decepción.

Hace tiempo que no discuto con mi madre. Me limito a darle la razón si el asunto no me compete o a decirle que estoy ocupado si la metralla va dirigida hacia mi persona. Una vez más, me limité a fingir que, salvo por lo de Nonna, todo me va a la perfección y, aunque no soné nada convincente, ella no se dio cuenta. O quizá sí y prefirió hablar del adúltero de mi hermano, del embarazo de mi hermana y del césped que mi padre no sabe mantener por mucho que se empeñe.

El césped... ¿Qué coño importará el maldito césped con la que nos ha caído encima? Supongo que la frase "a las briznas de hierba que sobresalen del resto se las corta para que queden parejas" se podría aplicar a mi vida familiar. Siempre fui el retazo rebelde que se resistía a lucir igual que los demás. En ese sentido, mis hermanos son los brotes perfectamente recortados y yo ese hierbajo que se adhiere a los tejidos a modo de defensa, pegajoso y detestable. Por mucho que uno intente evitarlo, más tarde o temprano alguien le pasará una maquinita por encima para que no desentone en el paisaje. Eso o te arrancarán de cuajo. Y no sé qué es peor.

Llevo un rato pensando que mi querida Nonna nunca desentonó en el paisaje, al contrario, lo volvía mucho más interesante con su sola presencia. Yo quería ser como ella, pero, inesperadamente, alguien la recortó para que todo luciera del mismo modo: cuadrado e inexpresivo.

Y luego están los Fender del mundo, tan altivos y deplorables que, independientemente del tamaño que posean, se hacen con jardines vastos y lúbricos. Detesto a los tipos así, los que creen que son dueños de otros. Estoy convencido de que alguien con semejante arrogancia no tolera que aquellos a quienes considera inferiores le respondan con una negativa a cualquiera de sus propuestas. Un tirano difícil de tratar y al que, si no le rindes pleitesía, has de temer. Poderosos e injusticias: un cóctel terrible que, por desgracia, condiciona las vidas de la mayoría. Demasiados Fender por el mundo, me temo.

Y Gómez, otro siervo de sus instintos, lo encuentra un rey al que emular. «Imagínate a todas esas tías a tu disposición... ¡Es el jodido paraíso!» dijo en el vestuario. Me pregunto por qué vinculan el éxito con el hecho de tirarse a una treintena de mujeres. ¡Como si en este caso ellas pudieran elegir! ¿¡Es que soy el único que ve a Fender como un monstruo manipulador!? A saber qué desgracias habrán vivido esas chicas: abusos, abandonos, necesidad, rechazo social... Eso te convierte en presa fácil, aunque creas que lo tienes superado. Y sé que Laura, pese a querer seguir adelante por sus propios medios, encaja en ese patrón. No es una mujer débil, ni mucho menos, pero arrastra vivencias realmente traumáticas, cosas que afectan hasta al más estable. Eso es lo que me preocupa. Cada noche, cada maldita hora, pienso que existe la posibilidad, por remota que sea, de que ella precise abrirse ante ese cabrón, algo que podría llegar a ser tremendamente peligroso.

Laura me ha contado gran parte de sus malos episodios, como si de algún modo me creyera capacitado para ayudarla a superarlos. Y eso no puede ser una casualidad, ¿verdad? Quiero decir, debe de confiar mucho en mí para trasladarme esos fragmentos difíciles de su vida. La idea de que, debido al encierro y la sensación de hallarse sola en la Residencia, la conduzca a compartir su versión más frágil con alguien que se pondrá el disfraz de sensatez para confundirla, me roba el sueño y la tranquilidad.

Tal vez me equivoque, pero siento que hoy Laura estaba vulnerable. Sus labios decían que todo marchaba perfectamente, sin embargo, sus ojos, esas ventanas abiertas al país de la honestidad, me trasladaban otra cosa. No era miedo, ni estrés, ni ninguna de las sensaciones naturales al hallarse en una situación extrema. Vi su dolor. Y no poder hacer nada por aliviarlo me supone una frustración desasosegante. Primero porque no quiero que lo pase mal y, segundo, porque cuando uno se siente así es más fácil tropezar y, por consiguiente, caer.

Cuando de pequeños nos dicen que estamos capacitados para sortear cada vicisitud del camino, nadie menciona que habrá terrenos muy, muy escarpados, y paseos estrechos, agobiantes, incluso peligrosos abismos que saldrán de la nada, súbitos y con hambre de senderistas. Ojalá alguien nos advirtiera del riesgo en lugar de querer que el mundo esté habitado por pseudo héroes, tan perfectos y rígidos que duelen a la vista. Humanidad de paja, eso es lo que somos. Intoxicados por esa ridícula creencia de que debemos mostrarnos indemnes ante cualquier daño; sólidas columnas irrompibles, como si eso fuera un signo de decadencia intolerable.

Espero que Laura no escoja este momento para darse cuenta de que no precisa ser siempre fuerte. Quiero ser yo quien la abrace cuando eso suceda y sólo por eso me sigo manteniendo en pie. Tampoco yo quiero quebrarme ante nadie que no sea ella. Si he de romper con mi absurda versión infalible, quiero que sea frente a alguien que pueda comprenderme, que los dos nos dejemos caer como una construcción antigua para, después de retirar los escombros, volver a empezar de cero.

Laura y yo somos esas briznas de hierba que todo el mundo quiere cortar, pero sé que, independientemente de la estación, volveremos a crecer. Y cuando eso suceda, seremos más fuertes. 


*Imagen de StockSnap (Pixabay)

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