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Atrapado en el brillo de sus ojos (15 de diciembre)

Me he tomado mi tiempo para escribir las siguientes líneas. Realmente la cita con Laura fue brutal. En cuanto tocó al timbre y abrí la puerta, caí rendido a sus pies. Llevaba el cabello suelto y una sonrisa de oreja a oreja y, aunque procuré mantener mis ojos sobre los suyos, mi versión más gamberra no quiso perderse ni el caprichoso estampado de su camiseta ni las caderas divinas que llenaban los vaqueros con tal gracia que parecían dibujados sobre la piel.

Vimos la película —yo ni atendí al argumento— y cuando menos me esperaba un acercamiento por parte de la preciosidad que tenía al lado, me tomó de la mano y comenzó a acariciarla. Me encantó su tacto, tan cálido y suave como el terciopelo, y qué aroma... Se me ha quedado grabado a fuego. No sucedió nada más y, sin embargo, para mí ha sido suficiente.

Elogió mis dotes de cocinero e incluso comentó que mi piso era pequeño pero coqueto. Compartimos una charla divertida y amena, y hasta pusimos a parir a Gómez, lo cual me conquistó a niveles extremos.

Al despedirse la besé. No sé qué fuerza extraña me impulsó a dejarme llevar de ese modo. Supongo que una parte de mí gritaba que existía una remota posibilidad de gustarle, o eso o que ni en un millón de años conseguiría acercarme a una fémina así. Por obra y gracia de Dios no separó sus labios de los míos con la rapidez que yo esperaba. En vez de eso, pasamos varios minutos compartiendo un beso tan tierno como ardiente y antes de irse me acarició la cara diciendo: «Mañana te llamo, Georgie.»

Creí que era una forma de hablar, pero lo hizo. Me llamó, quedamos en el bar de los moteros y compartimos un batido de helado de cheesecake. No es exactamente un bar de moteros, pero la primera vez que fuimos Fermín y yo nos quedamos sorprendidos porque varias motos decoran el techo del local. Y después de hacer diversas bromas respecto a cómo podríamos perecer mientras comíamos una triste hamburguesa aplastados por una Harley, comenzamos a referirnos al sitio como el bar de los moteros.

Tras contarle la anécdota a Laura y descubrir que es la tía más divertida del mundo, le recomendé el famoso batido y sugirió que lo compartiéramos. Es estupenda, capaz de encajar en cualquier parte y captar la atención de todo bicho viviente. Nada más entrar al local acaparó todas las miradas. Hombres y mujeres la observaban a pesar de que ella trataba de pasar lo más desapercibida posible. La gente sólo ve su explosiva belleza, pero a mí me tiene ganado por otras cuestiones. La primera y fundamental: su gigantesco corazón. Lo veo incluso cuando intenta disimular sus emociones. No termino de comprender muy bien por qué es tan hermética cuando se trata de compartir asuntos personales, pero respeto que sea prudente. Eso también me gusta.

Total, que me ofrecí a llevarla a su casa. Vive en un mal barrio, a ella le da igual, pero yo no iba a permitir que se marchase sola a aquellas horas. Bueno, por eso y porque en realidad quería retrasar nuestra despedida.

Paré justo delante de su portal y cuando me preparaba para decirle adiós, me dijo: «¿Por qué no buscas un aparcamiento y nos tomamos algo en mi piso?»

Esforzándome en mantener el corazón dentro del pecho —y que el bulto de mi pantalón no delatara mis deseos—, accedí y aparqué en las cercanías. Tras decirme que se lo había pasado en grande y que había sido un detalle que la llevase hasta su casa, me agarró de la cintura y acercó su boca a la mía. Una vez dentro del portal me quitó la chaqueta con ansiedad y me dedicó unos besos muy distintos a los que me había dado antes. Y en medio de aquella exposición loca de caricias y fuertes respiraciones, susurró: «No tienes ni idea de lo bien que lo vamos a pasar.»

Derretido y creyéndome por un momento un enclenque incapaz de estar a la altura, decidí desconectar mi parte más exigente y disfruté.

Jamás podría expresar con palabras el fuerte magnetismo que me une a ella desde entonces. Y podría haber sido tan sólo un perfecto instante en el tiempo, la visión de un cometa extraño que deja tras de sí un rastro brillante y cegador. Pero no. Pasamos infinidad de horas viajando al éxtasis sin necesidad de mirar qué ocurría al otro lado de las persianas. Embelesado, traté de memorizar cada uno de sus gestos, absorto con el hermoso lenguaje que expresaba sin necesidad de hablar.

Me tiene loco.


*Imagen Ryan McGuire (Pixabay)

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