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Capítulo 7

Capítulo 7

—¡Mia, en diez minutos tenemos que salir de casa! —grité aquella mañana del viernes.

La cría estaba terminando de cepillarse los dientes. Mientras, me aseguraba de que tuviera todos los cuadernos y el estuche guardados en la mochila. Cuando llegó a la habitación del baño, se le había medio deshecho una de las dos trenzas en la que le había recogido el pelo. Con toda la paciencia del mundo, se la rehice, poniéndole esa vez un par de horquillas.

—Mami, ¿por qué estás tan nerviosa? —preguntó la chiquilla cuando terminé de peinarla.

Cogí el bote de colonia infantil que tenía encima de la cómoda y le eché un par de gotas antes de contestarle.

—No estoy nerviosa —mentí.

—Sí lo estás. ¿Es por la reunión de padres?

Suspiré. Esa misma tarde debí reunirme en el colegio con la tutora de Mia. No me gustaban esos encuentros, pues, para mi mala suerte, las madres casi siempre me miraban por encima del hombro y cuchicheaban a mis espaldas. No era la primera vez que escuchaba la palabra «Zorra» susurrada ni era la última que me callaba. Que fuera una madre joven y soltera no me hacía menos mujer.

Pasé los brazos por su pequeña cintura y la apreté contra el pecho.

—No, cielo. Hoy va a venir un compañero de clase para ayudarme con un asunto de la universidad. Se me han atragantado un par de asignaturas.

Se volvió hacia mí, balanceando así las dos trenzas rubias con el movimiento.

—Va a venir un chico a casa. Puaj, los chicos no molan.

Se me escapó un sonrisa cargada de ternura. Le di un beso sonoro en la mejilla.

—Sí, los chicos dan asco —estuve de acuerdo. Sobre todo, Carter Evans, pensé para mí misma.

—¿Por qué viene? Si eres súper lista.

Para Mia cualquier cosa que hiciera y que ella no la dejaba alucinada, así que no era un consuelo lo que me decía. Me puse a su altura, sus ojitos verdes refulgieron con fuerza.

—Mami necesita mejorar los estudios. Son cosas de mayores, mi vida. No tienes que preocuparte. No está mal pedir ayuda de vez en cuando —repetí las palabras de la señora Johnson con una sonrisa dulce en los labios.

La niña envolvió sus bracitos en torno a mi cuerpo, su forma de llenarme del más puro amor. La adoraba con toda mi alma y haría lo que fuera para que su infancia fuera mejor que la que yo había tenido. Porque nadie se merece pasar por lo que había pasado de pequeña.

Nos separé tras unos instantes de estar unidas.

—Vamos al cole. Estoy segura de que te lo vas a pasar en grande, como ayer. —Le guiñé un ojo.

—¡Hoy Martha va a enseñarme una foto de su perro! —casi chilló emocionada.

Se llevaba fenomenal con esa pequeña encantadora, pero su madre parecía que me odiaba. Cada vez que las niñas jugaban en el parque pasaba olímpicamente de mí. O bien hurgaba en su teléfono o bien se marchaba a hablar con otro grupo de madres de compañeros de la edad de Mia. Al parecer, que fuera una madre soltera joven las hacía juzgarme antes de conocerme siquiera. No me daba la oportunidad ni de explicarme.

—Seguro que si esta tarde lo lleva al parque podrás acariciarlo.

Se le iluminaron los ojos.

—¡Ay, quiero! ¿Por qué no podemos tener un perrito pequeño?

Solté todo el aire de golpe. Ahí íbamos de nuevo. Llevaba intentando convencerme para que adoptáramos un perro desde que tenía tres años, pero ¿cómo le explicaba que no podía porque mi horario era una mierda y que, además, esos animalillos eran muy caros de cuidar?

La tomé de la mano y tiré de ella en dirección a la calle. Si no salíamos ya, llegaríamos tarde.

—Mia, ¿cuántas veces tengo que decirte que no podemos permitírnoslo?

—Lo pagaré con el dinero que me das como paga.

Se me escapó una risita.

—Créeme, necesitas un poquito más.

Infló los mofletes, su forma de mostrar frustración.

—Ahorraré. Le pediré a Santa Klaus que no me regale nada, que en vez de eso me deje dinero. O trabajaré.

Le pellizqué la nariz. Mientras, ya habíamos salido a la calle y el frío de febrero se nos calaba en los huesos. Le até mejor el abrigo de color rosa pastel para que no se helara.

—Mejor quédate con los regalos. Quién sabe, igual cuando seas mayor puedas tener todos los perritos que quieras e incluso montar tu propio refugio de animales.

Mia dio saltitos a mi alrededor, la mochila de princesas Disney rebotando con ella.

—¡Eso estaría muy chulo!

Era tan fácil hacerla feliz. Cómo me gustaba verla así, jugando, siendo una niña. No se parecía en nada a mí cuando tenía su edad, una cría triste y llena de suciedad porque su madre no era capaz de hacerse cargo de ella. Solo de recordar el frío de las calles, el hambre, la oscuridad y el miedo hicieron que se me revolvieran las tripas.

Alejé de mí esos recuerdos dolorosos. Ya no vivía con ella y, por suerte, Mia jamás se enteraría de nada. No si podía evitarlo.

La escuela a la que iba Mia estaba a tan solo cinco minutos de casa. Los niños corrían los unos tras los otros mientras sus padres les gritaban que tuvieran cuidado. Ya dentro del patio, me despedí de la pequeña con una beso y un fuerte abrazo.

—Ten un buen día, bichito. Seguro que te diviertes más que yo.

—Sí, porque yo no voy a estar sola con un chico. Puaj. Seguro que tiene piojos.

Reí. No sé de dónde sacaba esas cosas, pero benditas fueran sus ocurrencias.

—Venga, ve y aprende mucho.

Despidiéndose de mí con la mano, corrió por ese mar infantil hasta que la perdí de vista. Cuando ya me marchaba, noté alguna que otra miradita indiscreta, cuchicheos y frases como «Pobrecita, tan joven y con una niña» o «Eso le pasa por tener sexo sin precaución». Apreté los puños, pero, como siempre, no hice nada al respecto. No lo merecían.

Carter fue puntual. A las diez en punto sonó el portero. Si bien ya estaba arreglada, aún mis ánimos no estaban listos para soportar toda una mañana en su presencia.

—¿Sí?

—Chispas, ábreme. Menudo frío hace.

Me reí con maldad. ¿Y si me divertía un poco?

—Lo siento, pero aquí no vive esa tal Chispas.

Hice amago de colgar el interfono.

—Sidney, no tiene gracia. Abre la puta puerta si no quieres que me dé una hipotermia.

—Mira ahora quien es el exagerado —me burlé recordando lo que había dicho el día anterior.

Lo escuché resoplar.

—Solo abre... por favor.

Eso estaba mucho mejor.

—No puedo creerlo. ¿Carter Evans siendo educado? Debo de haberme dado un golpe fuerte en la cabeza.

—Sí, sí, lo que tú digas.

Le dejé pasar. Tampoco iba a hacer que sufriera. Febrero era un mes muy frío en Wilmington. No era la primera vez que me casi pillaba una pulmonía por no ir bien abrigada.

Abrí la puerta y, mientras tanto, terminé de colocar bien la mesa del salón. Quería estar lo más cómoda posible. Si tenía que soportarlo, lo haría estando a gusto. Escuché unos pasos en el pasillo. Para cuando estuvo en el pequeño apartamento, pude sentir cómo su presencia masculina lo llenaba todo.

Debía admitir que Carter era un hombre muy atractivo y que, si las circunstancias fueran otras, me habría sentido atraída por esa actitud de badboy de libro; pero, por desgracia, la vida me había puesto tantas piedras en el camino que lo único que buscaba era tranquilidad. No quería más problemas y los chicos malos eran sinónimo de ello.

—¿Quieres un café?

Hizo una mueca.

—¿Tienes otra cosa? No me gusta el café.

—No me puedo creer que el dios Carter odie una bebida tan magnifica como esa —me burlé. Jamás volvería a tener una oportunidad como esa e iba a aprovecharla al máximo.

Se encogió de hombros.

—Para gustos los colores.

Aún me brillaban los ojos con maldad, pero decidí darle una pequeña tregua. Al fin y al cabo estaba allí para echarme una mano. Mejor no tentar a la suerte.

—¿Un chocolate caliente?

Formó una pistola con la mano derecha, esbozando al mismo tiempo una gran sonrisa.

—No voy a negarme a eso. ¿Dónde quieres estudiar: en el salón o en tu cuarto?

¿Por qué no me gustó nada la forma en la que formuló la pregunta? ¿Por qué de repente la idea de tenerlo en el apartamento, entre esas cuatro paredes, a solas, me parecía asfixiante? Su aroma masculino, esa sonrisa de galán que portaba, sus magnéticos ojos azules... todo en él llamaba la atención y, debía admitirlo, una parte de mí, esa que reprimía constantemente, se sentía muy atraída.

Hormonas, tranquilizaos. No es para mí, intenté calmar, en balde, el curso de mis pensamientos.

Señalé la sala de estar.

—Estaremos más cómodos aquí. Ve instalándote mientras preparo el chocolate.

En un intento por distraerme, me puse a hacer la bebida, pero no es que surtiera mucho efecto. Mis sentidos estaban alerta, y es que no estaba acostumbrado a tener un invitado, un invitado chico quiero decir. ¿Desde cuándo no me acostaba con un tío? Quizás desde hacía más de un año. Seguro que era esa abstinencia la que tenía mis hormonas tan revolucionadas.

Ya con dos tazas humeantes recién hechas, me uní a mi compañero. Se había sentado en el sofá y había colocado en la mesa el ordenador portátil. Cogí el mío de la funda, lo coloqué a su lado y lo encendí, al mismo tiempo que me sentaba junto a él.

Carter se llevo la taza a los labios y le dio un sorbo.

—Hummm, esto está delicioso —murmuró, deleitado. Se me escapó una carcajada cuando, al alejarla, me fijé en que tenía un bigote de chocolate. Frunció el ceño—. ¿Qué?

Me señalé los labios.

—Tienes algo aquí.

—Oh, vaya. —Se limpió con la servilleta que le había tendido antes junto a la bebida humeante—. Me flipa que le hayas puesto nubes.

Me enterneció la sonrisa dulce que se extendió por sus labios. ¿Desde cuándo era tan bonita? ¿Dónde se había quedado esa faceta de tipo duro? Porque el chico que tenía delante de mis narices no era el mismo que buscaba cualquier excusa para discutir conmigo.

A pesar de lo tierno que me pareció, no quise ablandarme. Por eso mismo, dije:

—¿Carter Evans soltando un cumplido? Debo de haber caído en coma.

Me guiñó un ojo con descaro.

—Solo porque eres tú y sé que no arruinarás mi reputación.

Le saqué la lengua.

—¿Qué reputación?

Me tiró una nubecita,

—Malvada.

Reí. Me gustaba ese Carter, el que no andaba detrás de mí como el gato y el ratón, el que me hacía reír y hasta parecía más humano.

A continuación, nos sumimos en una sesión de estudio que acabó derritiéndome el cerebro. Para cuando llegó la una, no podía retener más datos si no hacía un descanso. Me dolía la cabeza y tenía los hombros tensos.

—Lo siento, pero no puedo más.

—¿Te ha reventado la única neurona que tienes? —preguntó, mordaz, él. Sus ojos brillaban, traviesos.

—Perdona por no ser una empollona como tú —repliqué.

—Soy inteligente y guapo. ¿Por qué crees que atraigo a las chicas? Esta cara bonita es solo una parte del paquete.

—Sí, junto a ese egocentrismo que te envuelve.

Carter se inclinó hacia delante, tanto que su rostro quedó a escasos centímetros del mío.

—Admite que te mueres por que te bese, Chispas.

Tragué saliva.

—En tus sueños más húmedos, badboy.

—¿Segura? No es por alardear, pero soy un tío muy sexy.

Hice una mueca.

—Lo que eres es un narcisista.

Su mirada azul me recorrió el cuerpo con deseo y un dulce hormigueo se extendió por todo mi cuerpo, desde el pecho hasta la zona más íntima. Cerré las piernas en un acto por controlar mis impulsos. De lo contrario, me lanzaría sobre él.

Se llevó las manos al pecho.

—Directo a mi corazoncito.

—Dramático —mascullé aún con las hormonas revolucionadas—. ¿Podemos continuar?

Pero, pese a todo el empeño que le puse, fui incapaz de volver a concentrarme.

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Nota de autora:

¡Feliz jueves!

¿Qué tal estáis? Hoy, 11 de noviembre, es el cumpleaños de Sidney y en su honor he subido un nuevo capítulo. ¡Felicidades, guerrera!

¿Qué os ha parecido el capítulo? Repasemos:

1. Momento madre e hija.

2. La sesión de estudio.

3. ¡Aquí hay tensión de la buena!

4. Carter en modo goodboy.

5. Muero de amor con estos dos.

Espero que el capítulo os haya gustado. ¡Nos vemos! Os quiero. Un besito.

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