Capítulo 13
Capítulo 13
Llegué al edificio minutos antes de las cinco de la tarde. El aire frío me cortaba la respiración y me invitaba a marcharme a casa.
Pero no podía. Como cada viernes, aprovechaba la tarde libre tras el gimnasio para visitarla, aunque siempre volvía con un mal sabor de boca. Llevaba cuatro años haciendo casi ese trayecto de una hora en autobús.
El hospital de rehabilitación Monroe me dio la bienvenida, como cada semana, con su fachada blanca impoluta y los jardines bien cuidados. Cuando pasé el control de la entrada e hice todo el paripé de mostrar la documentación y pasar por el detector de metales, pude ver a varios de los internos paseando por las instalaciones.
Se me revolvió el estómago. No me gustaba estar allí, verla me traía recuerdos muy desagradables, pero no podía abandonarla a su suerte. Yo no era como ella. Quería que se curara, que saliera adelante y pudiera tener una vida normal, pero puede que estuviera pidiendo demasiado. En el fondo albergaba la esperanza de que llegara a amar a Mia como lo hacía yo.
Caminé por los pasillos de baldosas blancas. El olor a desinfectante me angustiaba y provocaba que tuviera el corazón encogido.
Respiré. No eres como ella. Vas a entrar ahí y a demostrarle que por mucho que compartáis sangre jamás te comportarás igual, me dije a mí misma.
Llegué al mostrador de la entrada.
—Buenas tardes, Laura. ¿Cómo estás? —saludé a la chica tan agradable que había en el mostrador.
—Sidney, eres puntual como un reloj.
Me encogí de hombros.
—Ya sabes que solo puedo venir hoy. Me gusta exprimir al máximo el tiempo.
—Voy a llamar a un celador para que te lleve a su habitación. Ve un momento a la sala de espera.
Había hecho ese ritual tantas veces que no podría contarlas con los dedos de la mano. Allí estaba la misma señora de todas las semanas hurgando en su teléfono móvil y el hombre trajeado que siempre me dedicaba una sonrisa. Para cuando vinieron a recogerme, tan solo habían pasado unos minutos, pero los había sentido como horas. Me habría gustado haber estado en cualquier lugar menos en ese, un claro recordatorio de que no tenía una vida normal.
El chico me guió por los pasillos laberínticos hasta uno de los ascensores y ya en la cuarta planta solo tuvimos que dar unos pasos hasta llegar a la habitación cuatrocientos cincuenta. Fuera, en grande, había un letrero en el que ponía «Alice Wilson».
Mi madre.
—Hoy no está de buen humor —me dijo el celador.
Hice una mueca. ¿Cuándo lo estaba?
—Podré lidiar con ello.
O eso esperaba, al menos.
Di un par de golpes suaves y entré. Su habitación era más grande que la mía, con grandes ventanales por donde entraban chorros de luz a raudales, una cama enorme en el centro e incluso una televisión en un rincón. No estaba recluida, solo la estaban ayudando a salir de las drogas, el alcoholismo y en toda esa mierda en la que estaba metida cuando era pequeña. Sabía que si ponía empeño saldría adelante, podría ser la madre que me habría gustado tener.
Pero estábamos hablando de Alice Wilson. Sus ojos verdes, igualitos a los de Mia, me miraron con una frialdad que me hizo temblar. Su expresión avinagrada se acentuó nada más verme.
—Vete —escupió con rabia.
Suspiré. Ya empezábamos. Desgraciadamente, había heredado su mismo mal genio.
—¿Qué tal estás? —pregunté, como cada semana.
Silencio. Desde que la había ingresado allí, solo me dirigía la palabra en contadas ocasiones. Lo prefería a los insultos. Sin quererlo, un recuerdo vino a mí.
Mamá no había venido a recogerme. Otra vez. Hacía mucho frío en la calle, pero, aun así, me quedé en el patio del pequeño colegio al que iba. Había unos niños jugando al fútbol y, tal y como me había acostumbrado a hacer mientras la esperaba, me uní a ellos. Me gustaba. Era una de las pocas niñas de mi clase que participaba en los torneos que se organizaban durante los recreos.
—Pásamela, Sid, estoy solo —me dijo un compañero y, antes de que me robaran el balón, lo chuté en su dirección.
Era divertido. Me fascinaba. Me hacía sentir viva.
Pero a mi madre no le hacía gracia.
Llegó unos minutos antes de que anocheciera. Pese a que fingía que todo estaba bien, yo sabía que estaba borracha. Seguro que se había pasado la tarde en el bar de Will, sin importarle que su hija pasara frío.
Arrugó el morro nada más verme, con la cara enrojecida y llena de sudor por el ejercicio. Acababa de meter un gol casi imposible y sonreía victoriosa... hasta que la vi.
Con los años había aprendido a descifrar su estado de ánimo solo con su lenguaje corporal. Solo con ver sus brazos cruzados, el movimiento constante de uno de sus pies, los labios fruncidos y el ceño lleno de arrugas supe que estaba más que enfadada.
Furiosa.
Y yo no tenía la culpa. Y, pese a no tenerla, la tomaría conmigo. Como siempre.
—¿Ya estás de nuevo jugando a juegos de niños? —Hizo una mueca nada más verme—. Mírate. Te has ensuciado.
No tenía deportivas buenas ni mucho menos indumentaria de calidad. Tampoco es que mamá tuviera mucho dinero. Andábamos muy justas: vivíamos en un apartamento minúsculo sin calefacción y con colchones por camas, usábamos ropa de segunda mano y, por supuesto, siempre me faltaba material escolar. Pero a ella no le importaba.
—Me gusta jugar con los niños —le dije, sonriente. La agarré de la mano, pero inmediatamente después me la soltó. Continué hablando como si su rechazo no me hiriera por dentro—. He sacado un sobresaliente en el examen de Ciencias Naturales y un notable alto en matemáticas que podría haber sido un sobresaliente si no me hubiese equivocado con una multiplicación —dije orgullosa.
Tampoco le interesaba.
—Si hubieses estudiado más, podrías haberlo hecho mejor, monstruito. No es suficiente.
Nada lo era para ella. Nunca estaba satisfecha.
Recordar un fragmento de cuando tenía ocho años me dejó con un mal sabor de boca. Por mucho que lo ignorara, mi pasado estaba allí y no podía cambiarlo, pero sí que podía hacer que mi futuro fuese mejor.
Me senté en el sofá, junto al butacón donde estaba ella. Ignoré la mueca que hizo y comencé a hablar:
—Hemos ganado el primer partido de la liga mixta. Ha estado muy reñido porque ambos equipos nunca nos habíamos unido. Ha sido divertido, aunque no me guste el compañero con el que comparto liderazgo. Carter es tan desquiciante. A veces creo que simplemente me odia, pero, otras, me parece tan mono y adorable que me hace sentir confusa.
»Lo peor de todo —continué al ver que no decía nada—, es que también tiene que ayudarme a mejorar las notas de clase. He descuidado un poco los estudios y ahora peligra el que pueda seguir jugando al fútbol a nivel profesional.
Alice hizo un ruidito con la boca.
—No eres suficiente. Si lo fueras, no necesitarías que nadie te ayudara, monstruito.
Y otro recuerdo me atacó por sorpresa.
Estaba muy nerviosa por la función escolar. Me habían dado el papel protagonista y tenía muchas ganas de demostrarle a mamá que sí era suficiente. Que era buena. Que merecía que me quisiera.
Estaba calentando tras los bastidores, repasando en mi cabeza un par de diálogos. Me sentía entusiasmada. Tenía muchas ganas de que me viera brillar. Por fin le demostraría que no era tan inútil como se pensaba.
Pero no vino.
Cuando salí a escena, no la vi entre el público. Mi yo de diez años se sintió decepcionada. Me había prometido que iría.
No sé por qué me sorprendía tanto. Nunca venía a los partidos (solo me llevaba porque era obligatorio y porque tenía que hacerlo), llegaba lo más tarde posible a recogerme y, a veces, cuando llevaba a uno de sus ligues, debía dormir en la calle. Iba limpia y aseada porque no quería levantar sospechas del lobo que se ocultaba bajo la piel de cordero.
Para cuando terminó la función, una punzada de decepción se me había instalado en el pecho. ¿Por qué mi madre no podía quererme como las demás madres a sus hijos? Miré con envidia a mis compañeros, cómo sus padres los abrazaban y les daban besos. Mamá nunca lo había hecho. Decía que el amor era de débiles.
La esperé en el patio hasta el anochecer y, al ver que no venía a por mí, me marché a casa. Tenía frío, hambre y ganas de meterme debajo de las sábanas y no salir nunca.
La encontré en la sala, ciega de droga.
—Llegas muy tarde.
—Hoy era la función —solté llena de rabia, las mejillas ardientes. Apreté los puños—. Me prometiste que vendrías.
Mamá se rascó la barbilla.
—¿No era mañana?
—¿Qué dices? Si está puesto en la nevera desde principios de curso.
Le quitó importancia con la mano.
—Tonterías.
Pero no era ninguna chorrada. Era importante para mí.
—Me lo prometiste —repetí. Me escocían los ojos, pero no quería llorar delante de ella. Decía que solo los bebes lloraban.
—No importa. ¡Qué más te da! —Se puso en pie y se acercó a mí con un brillo en los ojos que tensó cada uno de mis músculos—. Me has arruinado la vida. Si no te hubiese tenido, habría sido una gran estrella en Hollywood.
Puse los ojos en blanco. Otra vez no.
—Pudiste serlo después de tenerme. ¿Qué te lo ha impedido?
Sin apartar los ojos verdes de mí, bramó:
—¡Tú! Por tu culpa estoy así. Jamás serás suficiente. No mereces que te quieran.
Fue tal la rabia y el desprecio en su tono que se me llenaron los ojos de lágrimas. Corrí hacia el pequeño rincón al que llamaba «habitación», un colchón viejo y una manta raída, pero ella me siguió.
—¿A dónde te crees que vas, monstruito? No he acabado contigo.
Y tras pronunciar esas palabras me dio tal paliza que no pude ir al colegio en una semana.
—Soy buena —le dije.
—No lo necesario. Mírate. Eres insoportable. Ojalá...
—...No haberte tenido —acabé por ella al mismo tiempo que ponía los ojos en blanco—. Lo sé. Me lo has repetido mil veces.
—Te odio. Por tu culpa estoy así.
Chasqueé la lengua.
—Yo no te he apuntado con una pistola para que te metieras en toda esa mierda. Por el amor de Dios, ¡era una cría! ¡Tú eras la adulta! —estallé.
Sus ojos brillaron, maquiavélicos.
—Ni se te ocurra levantarme la voz, jovencita.
—Haré lo que me salga del coño. Dejé de tenerte respeto hace mucho tiempo.
—Soy tu madre y, lo quieras o no, llevas mi sangre.
—La sangre no hace a la familia. Jamás seré como tú. Jamás seré una cobarde que maltrató física y psicológicamente a su primera hija y que dejó en otras manos a su segunda. ¿Sabes de lo que me alegro? De que Mia no te conozca. No quiero que pase por lo mismo que he pasado yo. Nadie lo merece.
Se llevó las manos a la cabeza.
—Argh, me provocas jaqueca. Márchate, no quiero verte.
—Te aguantas.
Soltó una maldición por lo bajo.
—Tendría que haber cedido a lo que mis padres quisieron y haber abortado. Me habría ahorrado mucho drama.
—Soy el producto que tu hiciste. El resultado de años de humillaciones y rechazo. Soy más fuerte de lo que crees y jamás seguiré tus pasos.
Se puso en pie.
—¡Basta! —Dio un par de pasos hasta quedarse a tan solo unos centímetros de mí. También me puse en pie, encarándola. Le sacaba media cabeza. Se inclinó hasta que quedamos cara a cara. Enroscó un dedo en uno de los mechones sueltos de la trenza que llevaba—. No puedo creer que alguien tan horrendo como tú, con este pelo rojo tan feo, las pecas y los ojos tan apagados, haya salido de mí. Mírame, si soy preciosa.
Cuando era pequeña, había soñado en más de una ocasión con parecerme a ella. Era una mujer hermosa, pero los años y la mala vida que había llevado habían desembocado en arrugas en su piel, ojeras muy marcadas y piel cenicienta. No quedaba nada de la mujer llena de vida que había conocido en la niñez.
—Me gusta cómo soy. Tendré mis defectos, como todos, pero también soy guapa. Tengo el pelo llameante como el fuego, los ojos color plata, personalidad, una sonrisa seductora y cerebro. Y, además, juego que te cagas al fútbol.
Hizo una mueca.
—Es un deporte de chicos.
—Siglo veintiuno, por favor. Deja de pensar esas cosas. Por gente como tú el champú viene con instrucciones.
Ni siquiera vi lo vi venir. Alice me dio una bofetada tan fuerte que el sonido no solo retumbó por las cuatro paredes sino que mi rostro se giró a un lado. Me agarré la mejilla con la mano.
—Por mucho daño que me hagas, no va a cambiar nada.
—¡Te odio! ¡Márchate de una vez! Ojalá te pudras sola, porque nadie nunca va a quererte. ¿Quién lo haría cuando ni siquiera yo lo he hecho?
Sus palabras me calaron bien hondo. Y es que algo en mi interior me gritaba que, si ni siquiera mi propia madre había sido capaz de amarme, ¿quién más lo haría?
Con esos pensamientos, me largué de allí dando un fuerte portazo.
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Nota de autora:
¡Feliz viernes, Moni Lovers!
¿Qué tal estáis? ¿Cómo os ha sentado la semana? ¡Agarraos que se vienen curvas! ¿Qué os ha parecido el capítulo? Repasemos:
1. Sidney visita a su madre.
2. Por fin conocemos en persona a Alice Wilson.
3. Nos adentramos en los recuerdos de Sidney.
4. Alice no quiere cambiar.
5. Las duras palabras que recibe Sidney.
Espero que el capítulo os haya gustado. ¡Nos vemos este lunes! Os quiero. Un beso.
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