La odiamaba
La odiaba. Te juro que la odiaba.
Pero al besarla... Dioses del cielo, besarla era como tragar fuego, como acariciar un león y no saber cuál será su próximo movimiento. Siempre parecía querer beberme, y sólo a veces me dejaba tener el control, como tirándome las sobras de la mejor comida que haya probado. Le gustaba manejarme a su antojo y verme en agonía sobre la cama, sufriendo por sus besos que pendían de un hilo a un milímetro de mi boca y que ella se negaba a darme.
Pero yo también conocía sus talones de Aquiles. Las caricias la desarmaban; era como derribar sus muros, piedra a piedra. Cuando la tocaba, sonreía con los ojos cerrados, porque yo sabía que le daba cosquillas, pero se quejaba cada vez que quitaba las manos de sus costados en esa tortuosa subida y bajada que hacía con mis uñas a lo largo de su piel.
Y el verla dormir... era la peor de las cosas. Su respiración, antes profunda y pesada por nuestros roces, se volvía tan ligera como una brisa de primavera. A veces tenía los labios entreabiertos, rellenos y rosados, que me gritaban que los mordiera. Su cabello, corto en aquella época, se enredaba en torno a su cabeza como el producto del desastre que habíamos hecho. Ella siempre yacía sobre su costado izquierdo, abrazándose a sí misma como si estuviera muy sola, como si tuviera puesta una coraza de carme y hueso. Y siempre, siempre, tenía unos centímetros de piel expuestos a la altura de la cadera, allí donde la ropa se había deslizado. Nunca se daba cuenta, y yo tenía que acomodársela a pesar de que me hiciera pucheros, porque si la seguía viéndolo un momento más no podría frenar los recuerdos y fantasías que pasaban ante mis ojos como la cinta de una película.
Y entonces me deslizaba a su lado por debajo de las sábanas y desarmaba su armadura más fácilmente de lo que cualquier otro hombre lo haya hecho antes de mí. Le rodeaba la cintura con un brazo y con el otro enterraba mis dedos en su cabello, y la atraía a mi pecho hasta que su cabeza quedara sobre mi corazón, ahí donde siempre debería estar, y nuestras piernas se enredaran tanto como una planta que crece en la pared; la abrazaba hasta que nuestros límites se desdibujaban y no sabía dónde terminaba mi propio cuerpo y nuestras respiraciones se convertían en la misma.
La amaba tanto por ser ella, y la odiaba tanto por ser ella.
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