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Capítulo 12

La primera vez que mató a un animal debí haber actuado, hacer lo correcto y exterminar el mal que siempre ha habitado en su interior. Le resté importancia creyendo que su corta edad le quitaba maldad a sus viles actos.

Un padre jamás debería temer de sus propios hijos, pero veo la malicia en su mirada cada vez que se me acerca.

Enciendo un nuevo cigarrillo, rompiendo la promesa de dejarlo ya tantas veces. Abro la ventana para ventilar el aire, el frío de la noche se abre paso hacia la habitación, y los gritos a lo lejos se aproximan cada vez más «¡Bambi! ¡Bambi!».

El perro dentro de la casa se inquieta; ladra al oír los gritos de la vecina que lo anda buscando, aunque solo alcanza a hacerlo un par de veces, porque su castigo llega de inmediato. En el cuarto le dan cinco golpes silenciándolo y amenazándolo con dejar graves secuelas.

Apago el cigarrillo, y camino con temor guiándome por los alaridos del pobre animal que debe estar en sus últimos minutos de consciencia. Es lo que más disfruta, robar los animales de los vecinos para torturarlos; matarlos lentamente y sentir el sufrimiento que inflige, cómo le arrebata poco a poco su vida sintiendo el poder de decidir sobre la muerte de otro ser vivo. Tan solo caminar hacia allá con la conmoción de la crueldad perpetrada en mi propia casa me cansa. Ya no soy tan joven, siento el sudor mojándome la ropa. Levantar un pie no es tan ligero como en mis veinte, y la barriga me impide ver mis zapatos.

Sin embargo, hago el esfuerzo y voy hacia el cuarto.

El perro sobre la alfombra, ambos en el suelo. Al darse cuenta de que tiene un testigo su sonrisa se ensancha. El perro «Bambi» sigue vivo, y la señal de su consciencia es el perturbador gemido que emite. No obstante, no se compadece, alza el cuchillo y clava la hoja en el animal. Mantiene la sonrisa en el rostro al sentir la viscosidad de la sangre sobre su piel, dejándome paralizado ante la horrible expresión, así como por la perversidad de sus actos.

Pierdo la cuenta de la cantidad de veces que lo entierra sin conseguir saciar su ganas de matar. Mi presencia solo le incita a aumentar la cantidad de puñaladas, y al cansarse, no desiste de aquel trabajo que recién está empezando, sino que realiza un tajo perfecto en el abdomen del animal, dejando al descubierto sus órganos, los que pronto formarán parte de una colección que mantiene en secreto.

Hace una semana me di cuenta de ello al impregnarse de ese repugnante hedor toda la casa. Encontrar el origen de este no fue tarea fácil, astucia no le falta, pero encontré su escondite en medio de la cómoda en un doble fondo.

El ruido del cuchillo al tocar el suelo me hace reaccionar. Se levanta como si nada dejando al animal muerto tirado. Pienso que se acercará a mí, pero en vez de ello va directo al pequeño mueble. Sobre este hay un frasco de vidrio. Capturó luciérnagas durante la mañana.

—Te dije que no debías hacerle agujeros al frasco. Te había dejado un trozo de manzana para que se conservara la humedad. —Hago el esfuerzo de iniciar una conversación—. No me hiciste caso, y ahora tus lucecitas morirán pronto.

Se mantiene en silencio, y sacude la cabeza olvidándose por completo del frasco con luciérnagas.

Espero a que empiece el nuevo acto; el instante en que se excusa bajo la pérdida de memoria, asegurando que no recuerda nada de lo que ha pasado.

—¿Papá? —Baja la vista viendo fijo la sangre que ensucia toda su ropa.

—Ven aquí.

Nos conduzco al baño y una vez allí abro la llave de la ducha, sin mayor cuidado hago que el agua fría le caiga por todo el cuerpo. Se queja y lloriquea ante la frescura de esta y su ropa mojada, pero no me compadezco ni un segundo. El agua se tiñe rojiza, horrorizándose al verla por doquier.

Sale a regañadientes de la tina y le tiro una toalla en tanto me alejo y voy a la entrada de la casa al escuchar el crujido de la puerta que anuncia su regreso.

—Cenamos en una hora, Reece —anuncia. Carga dos grandes bolsas en sus brazos.

La sigo a la cocina. Mi esposa despeja la mesa y busca los condimentos necesarios para sazonar la carne.

—Pasó otra vez —suelto cansado—. Iremos a la Iglesia —declaro, mas no se concentra en lo que le digo—. El bautismo es la única manera de quitarle el pecado que trae consigo.

He tenido tiempo para reflexionar en el origen de lo que nos está sucediendo. Nos alejamos por demasiado tiempo de la religión, ese fue el error y ahora estamos pagando por ello.

Mi esposa sigue empeñada en la cocina, siendo ampliamente ignorado. Ante la hostilidad del ambiente opto por tomar mis cosas y camino hacia la puerta. «Quizá Billy esté disponible para ir por unas copas».

—¡¿A dónde vas?! —inquiere rápidamente.

—Iré por más cigarrillos —le aseguro— volveré pronto.

Doy un portazo al abandonar la casa. Un aguacero inicia, y pese a ello no regreso a ese infierno llamado hogar.

Avanzo por la calle consciente que me está observando.

Esa aberración siempre está observando.

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