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|5| Apestar

Multimedia: No tears left to cry (Ariana Grande)

—Bienvenida a casa, Caraneley.

—Gracias, mamá.

Le doy un beso como siempre y escucho mis pasos ir a la estancia, donde están todos.

La casa de mis padres es de dimensiones extra extra grande, no solo porque somos una familia numerosa sino porque casi toda ella está compuesta por hombres. Mi mamá y yo pertenecemos al bando femenino, y papá con sus cuatro hijos, el masculino. La sala tiene dos sofás de hormigón naranja de cuatro espacios formando no una L, mas bien un cuadrado si tomo en cuenta los sillones de cuero marrón con reposa pies, individuales, que le siguen y lo que acaba de completarlo es el hogar con una pantalla grande como las cabezas de mis hermanos juntos. Hay juego y no han reparado en mí. Lo harán en cuanto den comerciales.

Ni mi mamá ni yo nos creemos el cuento de que estamos agradada con la otra. Está molesta porque saqué a uno de sus preciosos tesoros de mi propiedad y yo, no digamos molesta, solo irritada y la irritación es fácil de desaparecer: no te metes en lo que no es tu asunto y ¡listo!, acabado el problema.

Cruzo a la izquierda, a la cocina junto a los gritos de los chicos, y me posiciono frente a la tabla de picar y el cuchillo. Tomo unos pimentones, los lavo y empiezo a rebanar. Mamá también ingresa en la cocina y se sienta en la isla de en medio, conmigo delante y desmenuza un pollo entero que ha pasado por agua hirviendo.

—¿Cómo te trata la vida, Caraneley? —pregunta con sorna.

—Me trata lo justo, madre —respondo, fijándome exclusivamente en los pimentones—. Si te molesta que corriera a tu hijo pregúntale porque lo hice y si no te es sincero, yo misma puedo decírtelo. Pero deja de llamarme así.

—Fue el nombre que te puse.

—Sabes que ninguno lo usa —intento ser razonable—. ¿Te gustaría que te llame Loreanne?

—No debes. A mí me llamas mamá, para eso y más te di a luz.

—Es lo mismo.

Su suspiro me propina una molestia en la panza. Claro que no me gusta que se enfade.

—¿Por qué tu hermano anda vagando de casa en casa? ¿por qué lo permites? Es tu hermano, tu hermano mayor.

—No es mi único hermano mayor —le recuerdo—. Y no voy a mantenerlo, no quiero.

—Hija, sabes lo duro que ha sido para él...

—¿Duro? —levanto la voz y no me preocupo porque me oigan; el juego de fútbol no se los permite—. Duro es ser la sirvienta del que te enseñó a valerte por ti misma. Duro es el menosprecio que recibes frente a sus amigos. Duro es sentir que tienes un niño que no sabe limpiarse el trasero, ¡eso es duro! —Tomo otro pimentón y la corto a la mitad para retirar las semillas—. No lo tendré de vuelta, bastante hice con encontrarle otro lugar con la premisa de que pague su parte de los gastos. Es lo justo.

Escucho que desliza la silla y limpia sus manos con un paño. Estoy preparando mi cuerpo para que le den una buena dosis de persuasión y convencimiento en uno de sus niveles más altos, con tal de que mis papás se salgan con la suya.

Siento el abrazo en mi espalda, las manos firmes y cálidas rodear mi abdomen y su cabeza encajar en mi hombro, de modo que está su boca cerca de mi oído. No dejo de acabar con el segundo pimentón.

—¿No puedes pensarlo al menos, hija linda? —Uso de voz melodiosa. De un confortable apapacho que es recibido con muchas ganas, porque son únicos.

—No.

Me suelta de tirón y exclama, elevando sus manos a los cielos—. ¡Eres imposible!

Evito decirle que soy su hija y quien más se le asemeja. Todo es culpa de los genes.

—¿Cómo no ves que te necesita? —prosigue, aun así, en la persuasión.

—Siete meses es mas que suficiente tiempo para acomodar tus líos, económicos al menos. A Cannon le sobran los buenos trabajos y el dinero, vivió arrimado porque no quería estar solo, ¡pero nunca lo estaba! Rodeado de gente, y rodeándome de sus cosas, ¡él sí que es imposible! —Coloqué el cuchillo a un lado y me apoyé en la isla—. He dicho que no y no va a quedarse.

—¡Por Dios bendito! —gritó. Pero ningún grito me hará cambiar de parecer.

Le di la espalda y fui a fregar mis manos mientras escuchaba las quejas de ella. No interesa cuánto se esfuerce, he tomado una decisión.

Notando que el humor de la señora de la casa está caldeado, le sustituí y acabé de desmenuzar el pollo para recibir los condimentos que le hacen falta. En ello me sumerjo por un rato, trayendo a la memoria mis últimos días y como los he administrado. O mal administrado.

Se supone que estoy en unas vacaciones que no quería pero que preciso tener por mi bien, o eso es lo que dice Elias y le creí solo porque sé que no miente y menos cuando está preocupado. Ha llamado cada día para saber cómo me encuentro, igual que su novia. Los dos hacen un gran equipo de latosos. Pero lo agradezco, con tal y no se aparezcan en mi casa, podía soportarlo.

He ocupado el tiempo en hacer limpieza innecesaria, en entablar conversaciones con algunas personas que aprecié en su momento notando que el tiempo no pasa en vano y que la mayoría están casados o cazados, comprometidos, pagando hipotecas, o a punto de contraer una; desahuciados sin empleo, quejándose, y queriendo cazar a un individuo venido a menos sentimentalmente pero rico en otros sentidos. A unos les felicité y a otros les deseé buena vida, la nuestra no volvería a coincidir.

Tener tiempo libre te hace cuestionar lo que estás haciendo con tu existencia.

Pensaba seriamente en adoptar un perro. No porque lo quiera en sustitución de un sentimiento o de un vacío que llenar por un tiempo para luego abandonar al pobre ser vivo. Quería lazos afectivos más reales y menos telefónicos.

—¿Qué pasó aquí?

Elevé mis ojos y papá miraba la isla con lo que falta por hacer para terminar el almuerzo. No es mucho, pero mamá se fue.

—Nada. Solo le dije que Cannon puede vivir bajo un puente que no me moveré para ayudarlo. ¿Dónde están los demás? —busqué en frente de la TV, pero no está ninguno.

—A eso venía. Escuchamos su discusión y preferimos posponer esta comida. ¿Te molesta?

—Nunca hemos pospuesto un almuerzo, ni porque estemos muy molestos.

—Sí pero esto tiene que ver con Cannon y él no se siente bien.

Suspiré pesadamente.

—Ya terminé con esto —tomé un trapo a un lado y limpié mis manos mojadas—. Coman ustedes.

—Puedes comer tu también —dice en un tono cariñoso, lidiando conmigo.

—No, papá —me acerqué y di un beso en la mejilla—. Ten buen provecho.

La sensación de que te han indirectamente echado de casa de tus padres no era ajena pero sí un tanto lejana. No los culpaba. Era difícil ponerse de un lado, somos sus hijos y no les estoy pidiendo que lo hagan. No les pido, en realidad. Cannon y yo somos adultos y deberían confiar en que criaron a dos individuos que sabrán lidiar con su vida.

Eso sí, no volvería a hablarle por cuenta propia para recibir nuevas recriminaciones.

Porque apestaría hacerlo.

*

La mañana del sábado estaba siendo más calurosa de lo normal y eso es raro. En mi ciudad no hace calor la mayoría de tiempo y menos entrando el verano. Coincidí con el pronostico de que a mediodía llovería. Metí en mi morral un paraguas y un impermeable junto con mi comida, agua y poco más que una billetera, mis llaves, crema hidratante y antibacterial líquido.

El gimnasio donde suelo ir los sábados queda a unas cuadras de mi edificio, lo que me facilita llegar andando. En particular este, por abrir temprano y ser sábado solo tiene acceso desde el estacionamiento, así que paso por allí con la autorización del vigilante que entrega su turno a las nueve después de estar toda la noche. Como es una costumbre, al llegar no dudo en esperar que pase el último automóvil y sin alternativa camino por esa vía.

—¡Hey!

Me quedo en medio y velozmente veo detrás, por si viene algún auto, y por suerte es uno pequeño que pasa sin mi intervención. Hace sonar el claxon al pasarme y retengo la grosería en mi boca, no vaya a ser que salga a devolverla.

—¡Hey! —vuelven a gritar. Ahora sí noto que el grito viene de arriba, en una esquina superior, encima del acceso para vehículos delimitado por una baranda. Es un hombre de traje y manos libres, vestido igual al vigilante—. ¿Qué hace ahí? ¿Quiere morir?

—Voy al gimnasio.

—¡No puede entrar por ahí, salga! —ordena.

No entiendo nada.

—¿No sabe que tengo permitido entrar?

—No, no lo sé. ¡Así que muévase!

Resoplé y, claro, tuve que devolverme antes de que viniese otro auto a pitar como si fuese mi culpa. El vigilante decidió irse al verme bien lejos y lanzarme una mirada de reprobación. Somos dos. Yo también estoy molesta.

—Andrews.

Giro mi cabeza a la izquierda y le frunzo el ceño, a la persona y al sol que irradia tras suyo.

—¿Toredo? —pregunto y noto enseguida la idiotez. Es él y la sonrisa que busca líos es mi segunda señal—. Buen día.

—Buenos días a ti también. —Escruta mi atuendo y coloca las manos en sus caderas—. ¿A dónde vas?

—Ahí —señalo el edificio de atrás, evitando mirarlo. No vaya a ser que me encuentre con el vigilante de pacotilla—, pero no me dejan pasar. Necesito un auto para eso.

Su sonrisa se hace más grande y me jala desde el bolso; le impido obtener mas que eso.

—No te resistas —dice cauteloso, volviendo a halar de mí. Me sacudo y golpeo su mano.

—¿Resistir qué cosa? —instigo mirándole raro.

—Traje mi auto y justo en ese edificio está mi gimnasio; vamos. ¿O dirás que no me necesitas?

Enarqué mi ceja y le di un golpe de puño en el pecho.

—¿Por qué diría eso? ¡Te necesito! —Inicié el recorrido y él me siguió, apuntando una camioneta aparcada al otro lado de la calle. Le esperé para entrar seguido de él. Dentro, dije sinceramente—. Gracias, Toredo.

—A tu orden —dijo sin abandonar su blanca y gran sonrisa.

En cuanto entramos y Eliseo estacionó, vi que el vigilante saludaba al que se supone que hace su trabajo los fines de semana. Estaba por acercarme y decirle unas cuantas especialidades nada delicadas, pero Toredo se atravesó en mi camino y me hizo retroceder con su dedo en mi frente.

—Ya estás dentro, ¿o no?

—Eso no tiene nada que ver —avancé como torpedo, y Eliseo corrió hasta estar frente a mí. Le di una fulminación que debió lanzarlo al otro lado del parquímetro pero mis poderes imaginarios no llegan a tanto—. ¡Quítate ya! —ordené, señalando dónde debe estar.

—No seas rencorosa —dice como si fuese una niña—. No lo recordó. ¿Vas a gritarle por no recordar?

—No es justo que me crean loca. Vengo aquí hace meses y no había visto a ese hombre jamás.

—Olvídalo —me recomendó, acercando sus manos lentamente a mis hombros. Al notar que no lo muerdo por tocarme, les hizo presión con sus dedos y entrecerré mis ojos—. ¿Se siente bien? Soy bueno dando masajes.

Lo es. En serio quería reclamar que por poco pierdo mis clases sagradas de los sábados y ahora estoy sumida en el deleite de una manos ajenas, que abarcan parte de mi espalda alta y la parte superior de mi clavícula.

—Sí, bien —escupí. Si seguía insistiendo en que me sienta bien, me quedaré dormida—. Está bien. Estoy bien.

—¿Seguro? —Movió sus manos más cerca de mi cuello y en esa área masajeó hasta que no pude ni quise resistirlo y suspiré. Le veía algo borroso. No supe lo tensa que tengo esa parte de mi cuerpo hasta sentir que me destensan—. No te veo segura —persiste, jugueteando con las palabras

—Que sí, que sí. —Mordí mis labios y vi la hora en mi reloj, dando dos manotazos en lo brazos de Toredo para salir de ahí. Él soltó una risa.

—Ve adelante.

Fue suficiente para no esperarlo y correr a los ascensores. En él encontré a unas chicas, compañeras, y me alegré de ir a buen tiempo. Y si al final no llegaba, encontraría qué hacer. Es un gimnasio de buen tamaño, no hay forma de aburrirse.

Entregué mi credencial en el tercer piso y saludé de lejos a los pocos que conozco, todos de la clase de defensa. La hacemos en un espacio despejado, el suelo acolchado y cercado también por un material que amortigua y recibe el golpe. Solemos estar cerca de las clases de kitboxing o compartir espacio, por lo grande que es. Nos dividimos con el resto de los espacios por paredes de vidrio, por lo que es fácil saber dónde estás y a donde ir. Dejamos nuestras pertenencias donde no estorben y abrimos espacio entre unos y otros para los movimientos.

En estas clases, aunque se consideraba que sabía lo suficiente, seguía asistiendo como un premio para mí más que para aquellos que están comenzando o el propio instructor que me utiliza, con mi beneplácito, y demostrarle a cualquier hombre o mujer que puedes defenderte sin que tengas que tener en cuenta ampliamente la altura o peso de tu oponente. Todos tenemos puntos débiles, hasta el mas fornido. Y todos tenemos puntos fuertes, hasta el mas flacucho. Es una de las lecciones que aprendes.

Solo una vez me permití dudar de esa lección de oportunidad. Fue una noche mientras dormía. Soñé que Emule Videlmard se salía con la suya, meses después de la ''ocasión''. Fue un sueño tan vívido; percibí sus manos tocando, acariciando tanto brusco como suave, cuando esto le conviniera, y a mí misma en un estado catatónico, no defendiéndome, solo permitiendo que pasara, que me tuviese para él de la forma más baja que ha podido existir. Sentía mi respiración acelerarse, volverse errática y aún así continuar presa dentro de mi cuerpo; gritando por dentro, en el silencio. Lo veía, el triunfo en sus pupilas, lo mucho que lo disfruta, el cómo entrar en lo prohibido le sube el apetito venéreo. Y yo sin poder hacer nada.

Desperté cubierta en sudor. Mi primer impulso fue el de levantarme e ir por el saco de boxeo. Lo golpeé imaginando su cara, al principio. Sin embargo en unos pequeños segundos vi al mío y lo golpeé, reprochándome el por qué no disparé, por qué tenía que tener un poquito de compasión por quien no la tiene por nadie. Por qué fui estúpida, este es el único apelativo que me tuve; estúpida. ¿Por qué? Pero un buen amigo me recordó que no somos iguales y que si bien él habría disparado, el que no lo hiciese cobró mucho en las diferencias de sí haberlo hecho.

Y me sentí bien.

—Buen trabajo —dijo Francis, el entrenador como todos los sábados. Se agachó por una botella de agua y casi no veo venir la que me aventó; la atrapé rápidamente.

—Lo mismo digo.

Sonrió antes de beber y observar cuando yo lo imité.

—¿Te interesaría impartir la siguiente? —preguntó, sacándome de foco. Necesité tragar el agua en camino en mi boca.

—No me gustaría dejarte en vergüenza.

Rueda sus ojos de manera cómica.

—Solo di no y estará bien. —Se agachó de nuevo por su bolso y una sudadera, ambos los colgó al hombro y me dio un empuje en el brazo, amistoso—. Hasta el otro sábado.

Asentí en otro trago de agua y también me despedí de los pocos que quedaban conversando. Junté mis cosas y chequé una llamada perdida de Eliana. Le envíe un mensaje preguntando si necesita algo.

—¿Ya te vas?

Miré a Eliseo y éste ya estaba en su plan sonrisas candentes dirigidas a las señoritas que hacen cardio. Normal.

—Sí, acabó la clase. ¿Y tú? —Por su aspecto sudoroso, yo diría que sí. Ha pasado casi dos horas—. Comienza a apestar por aquí —comento y eso hace que me vea.

—¿Insinúas algo?

—No es insinuación; apestas, Toredo.

—Gracias —hizo una mueca sarcástica y me arrebató la botella. No me frustré por ello—. No soporto las duchas comunitarias, tendrás que soportarlo.

—En realidad no.

Le quité mi botella antes de que osara beber y agité mi coleta en su rostro al pasar, causando una risa.

—Supe lo que estás haciendo, lo de las citas —comentó.

—Ah qué bien. —No aminoré el paso, y de todos modos se puso a mi par.

—Creo que tienes tus razones. Mientras más alternativa, más posibilidad, ¿no? Y las posibilidades hacen de una suposición un hecho si le pones las suficientes ganas y tu le pones ganas a todo. No dudo que consigas lo que buscas.

Me paré a pocos pasos de las puertas. Curiosa por sus palabras, le busqué la quinta pata al gato solo viendo su rostro. Eliseo disparó su ceja derecha arriba y ese gesto me dio buena espina, en parte.

—¿No vas a juzgarme?

Se movió como si fuese a ahogarse, pero lo que ahogó fue una risa que se transformó en un minio bufido.

—¿Por qué te juzgaría? —Su cuestión sonó curiosa y confusa—. Haces lo que todos: buscar o pretender no buscar pero querer encontrar el amor, un amor de pareja. Hasta... —giró su rostro dándome su perfil derecho y vi un atisbo de sonrisa, una sonrisa surrealista—, hasta te envidio.

—Ahora estás jugando, Toredo.

Sonrió como si no diese crédito a mi respuesta.

—Si quisiera jugar —dijo enfático y al parecer ofendido—, lo haría. Pero no, no esta vez.

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