Fe creció en un rincón soleado de España, donde la luz dorada de la infancia se reflejaba en su risa y en las travesuras compartidas con su mejor amigo, Felipe. Desde que ambos podían caminar, su amistad había sido un refugio de alegría y juegos interminables. Se les veía en los parques, construyendo castillos en la arena y creando mundos fantásticos entre risas y carreras.

Felipe era su confidente, el compañero perfecto para cualquier aventura que Fe pudiera imaginar. Sus días estaban llenos de promesas y sueños, hasta que, un día, el sol pareció desvanecerse. Felipe, que había sido el centro de su mundo, comenzó a enfermarse. Los médicos diagnosticaron a Felipe con rubeola, y a pesar de los esfuerzos, la enfermedad avanzó con una crueldad implacable. Cuando Felipe falleció a los once años, Fe se sintió como si su propio corazón se hubiera detenido. La pérdida la sumió en una tristeza profunda, y la alegría que antes había sido su compañera constante se desvaneció.

El dolor de la pérdida no fue el único cambio que experimentó Fe. A medida que pasaron los meses, comenzó a desarrollar obsesiones relacionadas con la salud, especialmente con los gérmenes y las enfermedades. Su vida se llenó de rituales y hábitos repetitivos, tratando de controlar un mundo que parecía estar fuera de su alcance. Sus padres, preocupados por su bienestar, decidieron enviarla como estudiante de intercambio a Chile a los trece años, con la esperanza de que un cambio de ambiente pudiera ayudarla a sanar.

En Chile, Fe se encontró en un entorno completamente diferente, pero fue en ese nuevo lugar donde conoció a Isaac. Aunque nunca habían hablado directamente, Fe sentía que había algo en Isaac que resonaba con su propio dolor. Los momentos que compartían en silencio le daban una sensación de comprensión mutua, como si ambos estuvieran luchando con un monstruo invisible que solo ellos podían ver.

Después de un año en Chile, Fe regresó a España con la intención de integrarse nuevamente en su hogar y en su entorno social. Sin embargo, su intento de abrirse a los demás fue en vano; la tristeza y la ansiedad seguían siendo parte de su vida, y la conexión con los demás parecía más difícil que nunca. Aceptó que su naturaleza retraída era parte de ella, y no encajaba en las expectativas de una sociedad que valoraba la sociabilidad.

La situación familiar de Fe se volvió aún más complicada cuando sus padres comenzaron el proceso de divorcio. El hogar que alguna vez había sido un refugio de amor y estabilidad ahora se desmoronaba. Fue en medio de este caos que decidió regresar a Chile, buscando refugio en la casa de una tía segunda. En ese hogar, descubrió que Isaac estaba nuevamente cerca de ella como potencual amigo , y esta vez, sintió una necesidad más fuerte de acercarse a él. Quizás, pensó Fe, este reencuentro era una oportunidad para forjar una amistad genuina, para encontrar un entendimiento que había eludido durante tanto tiempo.

Así, en la distancia de la vida y la recuperación, Fe decidió intentar nuevamente. No solo para acercarse a Isaac, sino también para reconciliarse con su propio ser, aceptando quién era y lo que deseaba. El eco de la alegría de su infancia y el peso de la tristeza de su pérdida formaban parte de su historia, pero era en su búsqueda de conexión y comprensión donde ella realmente esperaba encontrar la paz.