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Capítulo 37 No escuches a los demonios

Yael caminaba por las calles del barrio, avanzando hacia la Casa de Cristal, donde se impartían las clases de Raíces Hebreas. El sol comenzaba a ocultarse, teñiendo el cielo de un suave tono anaranjado, y una brisa cálida acompañaba sus pasos. El camino lo conocía bien; cada adoquín bajo sus pies le resultaba familiar, pero hoy, más que nunca, notaba algo diferente en el aire. Se sentía más ligero, como si el peso que durante tanto tiempo había cargado sobre sus hombros finalmente hubiera comenzado a desvanecerse.

Mientras avanzaba, Yael reflexionaba sobre los cambios que habían transformado su vida en los últimos meses. Recordaba vívidamente el día en que él y su prima Camila finalmente se armaron de valor para denunciar a Pedro, ese hombre que había abusado de su confianza y explotado su infancia. el servicio social que atendía esos casos, y contado su historia. No fue fácil, pero ambos sabían que era necesario. Desde entonces, se sentían libres, como si una cadena invisible que los había atado durante tanto tiempo hubiera sido rota.

El solo hecho de saber que Pedro ya no tenía poder sobre ellos les daba un alivio inmenso. Camila también había comenzado a florecer de nuevo; su sonrisa era más frecuente, su risa más genuina. Yael la veía renacer, y en su propio corazón, algo también se había liberado.

A medida que sus pensamientos se dirigían a su familia, Yael no pudo evitar sonreír. Su relación con su madre había mejorado notablemente. Antes, parecían dos desconocidos que ni siquiera se hablaban dirante meses , pero ahora las conversaciones eran mas frecuentes, se entendían mejor. Habían pasado por mucho juntos, y aunque el dolor no desaparecía por completo, la herida comenzaba a sanar. Su madre, que siempre había sido una figura distante y autoritaria, parecía haber comprendido finalmente cuánto necesitaba Yael de su apoyo. Habían tenido conversaciones sinceras, largas, en las que Yael se había abierto sobre su sexualidad, sus miedos, y el abuso que había soportado. Su madre, a su vez, había expresado su arrepentimiento por no haber estado más presente. Ahora, su hogar era un lugar un poco más cálido, un refugio donde Yael se sentía cada vez más en paz.

Caminaba con las manos en los bolsillos, sintiendo el roce de la suave tela de su chaqueta, y se permitió un momento de introspección. Por primera vez en mucho tiempo, ya no sentía una presión constante sobre su pecho, ya no tenía ese nudo en el estómago que le impedía disfrutar de la vida. Aunque aún había mucho que procesar y sanar, Yael sabía que estaba en el camino correcto. Se sentía en paz, una sensación tan extraña y nueva que casi temía que fuera efímera. Pero no, esta vez era real, y él estaba dispuesto a aferrarse a ella con todas sus fuerzas.

Al llegar a la Casa de Cristal, notó algo extraño. La puerta principal estaba entreabierta, algo inusual, ya que Cristal y su familia eran conocidos por ser extremadamente cuidadosos con la seguridad. Yael se detuvo un momento en el umbral, su mano descansando sobre la madera de la puerta, antes de empujarla lentamente y entrar.

El interior de la casa estaba silencioso, demasiado silencioso. Yael recorrió la sala de estar con la mirada, esperando ver a alguien, pero no había rastro de vida. La tensión comenzó a instalarse en su pecho mientras avanzaba lentamente, el eco de sus pasos resonando en la madera del suelo. Justo cuando estaba a punto de darse la vuelta y marcharse, un sonido perturbador rompió el silencio: un grito ahogado, seguido de un murmullo ininteligible que parecía provenir del piso de arriba.

Yael sintió cómo un escalofrío le recorría la espalda, y sin pensarlo dos veces, corrió hacia las escaleras. Cada peldaño que subía, el sonido se hacía más claro, más angustiante. Al llegar al segundo piso, identificó la fuente de los gritos: provenían del cuarto de Cristal. El corazón de Yael latía con fuerza, y su mente se llenó de pensamientos oscuros sobre lo que podría estar ocurriendo.

Empujó la puerta de la habitación con fuerza, y la escena que se desplegó ante sus ojos lo dejó paralizado de horror. Allí, en medio del cuarto, estaba Sarah, atada a la cama con cuerdas gruesas que cortaban su piel. Un velo blanco cubría su rostro, como un macabro disfraz que le impedía ver a su alrededor. Cristal, de pie al pie de la cama, sostenía una Biblia en sus manos, leyendo con voz firme y autoritaria un pasaje que Yael apenas podía distinguir. Los padres de Cristal estaban a su lado, arrojando agua bendita sobre Sarah con ramas que sacudían en el aire como látigos.

Los gritos de Sarah, entremezclados con los rezos de Cristal, eran desgarradores. Su voz era un reflejo puro de miedo y dolor, un sonido que Yael sabía que nunca podría olvidar.

―¡¿Qué están haciendo?! ―gritó Yael, su voz cargada de incredulidad y rabia.

El padre de Cristal levantó la vista hacia él, su expresión era fría y calculadora, como la de alguien que no se dejaría interrumpir en su labor.

―Estamos en medio de un exorcismo ―respondió con voz autoritaria, como si fuera la cosa más natural del mundo.

El estómago de Yael se revolvió. Había escuchado historias sobre exorcismos, pero nunca había presenciado uno, y mucho menos imaginado que alguien pudiera estar tan desesperado o tan convencido de la necesidad de uno como para someter a una persona a semejante tortura.

―¡Deténganse ahora mismo! ―gritó Yael, mientras su cuerpo se movía antes de que su mente pudiera procesar lo que estaba haciendo.

Sin pensarlo, se lanzó hacia el padre de Cristal y lo golpeó con todas sus fuerzas, haciéndolo retroceder y caer al suelo. La madre de Cristal soltó las ramas y retrocedió, horrorizada ante la acción de Yael. Cristal dejó caer la Biblia, sorprendida y asustada, mientras Yael se abalanzaba sobre las cuerdas que ataban a Sarah, deshaciéndolas con manos temblorosas. Sarah sollozaba, su cuerpo convulsionándose en un ataque de pánico, su respiración errática y entrecortada. Yael tiró el velo que cubría su rostro, revelando unos ojos enrojecidos y llenos de lágrimas.

―Tranquila, Sarah, ya pasó ―susurró Yael, su voz temblorosa mientras la rodeaba con sus brazos, sosteniéndola con cuidado. Sarah se aferró a él con desesperación, como si él fuera su única ancla en un mar de caos.

Yael la levantó con suavidad, ignorando las miradas de odio y shock de Cristal y sus padres, y se dirigió rápidamente hacia la puerta. Sus piernas temblaban, pero no se detuvo hasta que estuvo fuera de esa casa, lejos de esa locura.

Siguió caminando, casi corriendo, con Sarah en brazos, hasta que encontró un pequeño negocio en la esquina. Entró, compró una botella de agua y salió de nuevo, dirigiéndose a un banco cercano. Se sentó con Sarah en sus brazos, abriendo la botella y llevándola a sus labios.

―Toma, bebe un poco ―le dijo, y Sarah obedeció, sorbiendo el agua con manos temblorosas. Su respiración comenzó a calmarse, aunque las lágrimas aún corrían por sus mejillas.

―Yael... ―susurró Sarah, su voz rota.

―Estoy aquí ―respondió él, acariciando su cabello con ternura.―Ya pasó todo. Estás a salvo ahora.

Sarah asintió débilmente, sus manos aferradas a la camisa de Yael como si temiera que si lo soltaba, todo volvería a derrumbarse.

Después de unos minutos de silencio, Yael finalmente le preguntó:

―¿Qué fue lo que pasó, Sarah?

Ella tardó en responder, como si cada palabra le costara un esfuerzo monumental.

―Les... les dije que era bisexual ―confesó, su voz apenas un susurro. ―Y... ellos... ellos enloquecieron. Dijeron que estaba poseída por el diablo, que necesitaba ser salvada. Me ataron a la cama... y... y... ―Su voz se quebró, y nuevos sollozos escaparon de su garganta.

Yael la sostuvo más cerca, sintiendo una rabia impotente hervir en su interior. No entendía cómo alguien podía ser tan cruel, cómo una familia que debería haber cuidado a Sarah podía hacerle algo tan horrible.

―Sarah, escucha ―dijo, su voz suave pero firme―. Todo va a estar bien, te lo prometo. No dejaré que te hagan daño otra vez. Y... quiero que sepas algo. ―Yael hizo una pausa, tomando aire antes de continuar. ―Yo también soy bisexual.

Sarah levantó la vista, sorprendida por su confesión.

―Y la razón por la que me quedé en esas clases no fue porque me interesará lo que ellos decían, fue por ti .

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