La tarde en la clase de catequesis transcurría con la monotonía habitual. Isaac, Sarah, Jazmín y Fe estaban sentados en sus pupitres, escuchando a la profesora recitar pasajes bíblicos con una devoción casi hipnótica. El salón, impregnado de un aire de solemnidad, parecía una burbuja en la que el tiempo se deslizaba lentamente.

Isaac, sentado al lado de Fe, intercambiaba miradas furtivas con ella. Ambos compartían una inquietud que solo ellos entendían, un deseo de escapar, aunque solo fuera por un momento, de la rígida atmósfera de la clase. Cuando la profesora salió del salón por un instante, Isaac aprovechó la oportunidad. Con un ligero movimiento de cabeza, indicó a Fe que lo siguiera. Con pasos silenciosos, ambos se escabulleron hacia la puerta trasera, dejando a sus compañeros sin percatarse de su ausencia.

Sarah, sin embargo, no tardó en notar el silencio que había caído en su entorno inmediato. Giró la cabeza, y al ver los asientos vacíos, una ceja se le levantó en sospecha. ¿Qué estaban tramando Isaac y Fe? Aunque no dijo nada, su mente comenzó a entretejer teorías, su curiosidad despertando algo más profundo.

Unos minutos más tarde, la profesora regresó, ajena a la breve desaparición de sus alumnos. Reanudó su lectura, pero Sarah, aún inquieta, levantó la mano. La discusión fue inevitable. Sarah, con su formación en las raíces hebreas impartidas por la familia de Cristal, cuestionó la interpretación de un pasaje bíblico. Con argumentos bien estructurados o al menos asi era como ella lo creia , desafió a la profesora, quien, aunque acostumbrada a las intervenciones de Sarah, intentó rebatirla con paciencia.

Jazmín, por su parte, no pudo evitar suspirar de aburrimiento. Esta escena se repetía con demasiada frecuencia: Sarah, con su intenso interés en los matices de la fe, siempre se enfrascaba en discusiones teológicas que, para Jazmín, eran poco más que ruido de fondo. Mientras la conversación entre Sarah y la profesora se intensificaba, Jazmín dejó que su mente divagara, deseando que la clase terminara pronto.

Finalmente, cuando la clase llegó a su fin, Jazmín salió del salón y se dirigió al transporte público que la llevaría a casa. El recorrido en bus era su momento de reflexión, un tiempo en el que sus pensamientos se entrelazaban con el paisaje que pasaba por la ventana. Pensó en Isaac y Fe, en cómo se habían escabullido juntos. ¿Había algo entre ellos que ella no había notado antes?

Sin embargo, su mente pronto se volvió hacia un pensamiento más inquietante: su propia soledad. Nunca se había esforzado por tener amigos. Las relaciones que había forjado parecían haber llegado a ella sin esfuerzo, como si se hubieran formado por circunstancias más que por deseo propio. ¿Era realmente su autismo lo que la hacía solitaria, o había algo más, una predisposición natural a la introspección y al aislamiento? Se preguntaba si estaba destinada a caminar por la vida en su propia compañía, o si, quizás, simplemente no había encontrado a las personas adecuadas para compartir su mundo.

Cuando llegó a su parada, bajó del bus con estos pensamientos aún rondando en su cabeza. Fue entonces cuando algo la sacó de su ensoñación: al otro lado de la calle, justo frente al hotel cercano a su casa, vio a Camila y su novio, Pedro, saliendo juntos. La sorpresa la dejó momentáneamente sin palabras. ¿Qué estaban haciendo allí? La imagen de la pareja, tan fuera de lugar en ese contexto, la desconcertó. Se quedó allí, observando cómo caminaban por la calle, preguntándose si debía intervenir, acercarse, o simplemente seguir su camino y dejar que el misterio de la vida de los demás permaneciera intacto.

Mientras los veía alejarse, una extraña sensación la invadió. En su solitaria reflexión, se dio cuenta de que, tal vez, había mucho más en la vida de las personas que lo que se veía en la superficie.