Chào các bạn! Vì nhiều lý do từ nay Truyen2U chính thức đổi tên là Truyen247.Pro. Mong các bạn tiếp tục ủng hộ truy cập tên miền mới này nhé! Mãi yêu... ♥

9 - El sabor de un recuerdo agridulce.

   —Buen día, Gabriel —saludó el prefecto Julián, entrando al salón con total libertad.

En ese recuerdo vestido de sueño, Joel vivenció una vez más aquel lejano día, mientras esperaba tres pasos lejos de la puerta, sintiendo un nudo en el estómago con la carga de ser tan joven e inexperto carcomiéndole la cabeza con los ''nuevos'' comienzos.

Tenía catorce años en ese sueño. Y, por fortuna, se había salvado de ser expulsado gracias a Gabriel; su maestro y amigo entrañable de la familia.

Este intercedió por él ante el director, consiguiendo para Joel una suspensión de 3 días y su cambio al turno matutino, donde los maestros eran mucho más estrictos.

Reforzando sin querer, la arraigada idea de que en la tarde yacía la delincuencia. Aquellos que no poseían oportunidad alguna de tener un brillante futuro.

Esa mañana del 25 de septiembre, Joel había caminado por las calles oscuras y gélidas junto a su madre, quien iba rabiando por tener que madrugar gracias a las necedades del director Hugo.

   —Ese maldito enano estreñido —escupió su madre, con las manos sobre su pecho uniendo los bordes de su suéter de lana rosa, generando con este ademán, un poco más de calor.

   —Ya no haga corajes, Ma. Lo bueno fue que no me expulsaron...

   —¡Nada más me hubiera faltado eso! No puedo creer que se atrevieran a hacerte esto.

Rosario aproximó su andar hasta la oficina del director, abriéndose paso entre el alumnado somnoliento que apenas disipaban los vapores del sueño. La buena mujer, iba con la actitud de quien está dispuesta a desatar el infierno mismo, haciendo explotar el recinto educativo de ser necesario.

Harta de que inculparan a su hijo por cosas que claramente él no llevaba a cabo, se detuvo frente Hugo, el director de ambos turnos quien solo se limitó a suspirar, recibiendo de lleno las quejas de la mujer.

   —Sí, señora Rosario... — trató de calmarla—, aunque queramos creer en la palabra del joven, las pruebas estaban ahí. Frente a todos.

   —¡Pero le estoy diciendo que eso no lo traía mi hijo! ¡Puedo jurar y perjurarlo! — atacó Rosario, roja por la ira —. ¡Yo misma preparo su mochila porque al cabezón se le olvidan las cosas de repente!

Hugo, chaparro, moreno y delgado como un lápiz, se sujetó el entrecejo. —Doña Rosario, por favor. Hemos sostenido esta discusión cientos de veces.

   —¡Y ni así quiere creer, necio! —escupió, señalando en dirección a las aulas donde su niño estudiaba por las tardes—. ¡Esos demonios que tenía por compañeros culparon a Joel! Y si no fuera suficiente, el remedo de persona que tiene por docente, en lugar de investigar o darle tiempo a mi hijo de explicar su versión, ¡Lo sujetó del cuello, le gritó y lo humilló! ¡Lo sacó del salón y pidió su expulsión sin más!

   —Nos encargaremos de eso, señora. Sabemos que el docente hizo mal y estamos tomando cartas en el asunto...

   —¡Eso espero! Porque nosotros somos gente de bajos recursos, pero trabajadores. Personas de bien. Mi niño casi no sale a jugar, ya que me ayuda con el trabajo. Hace su tarea y me apoya en las cosas de casa. ¡Es un buen muchacho y no se merece ese trato! Además, él jamás tendría nada de lo que encontraron en su mochila. ¿Navajas? ¿Cigarros? ¿Condones? ¡Ni novia tiene el pobre!

   —Ama, era ayudarme no humillarme —susurró Joel, tratando de apaciguar las aguas.

   —Nosotros nos atenemos a los hechos, señora Rosario. Usted asegura que su hijo es un santo. Yo le creo. Y por eso, también estoy seguro de que nos demostrará que el problema radicaba en el ambiente que hay en el vespertino. En este horario, sin duda se sentirá más cómodo para mostrarnos la calidad de persona que en verdad es.

«Lo dice como si fuera un pedazo de res» pensó Joel, lanzando la mirada por la ventana mientras su madre atacaba nuevamente al director Hugo.

Desde su posición, vio cómo los alumnos entraban por la puerta principal entre las sombras de esa mañana otoñal.

Perdió un aproximado de media hora en la oficina del director, quien, a pesar de todo, le soltó un sermón que debía ser dirigido a alguien más y no a la víctima de la crueldad juvenil.

Llegó el momento en que su madre se retiró y Joel fue escoltado por Julián hasta su nuevo salón, ubicado en el tercer piso.

   —Procura portarte bien, muchacho. Es tu última oportunidad — aconsejó el prefecto antes de abrir la puerta del aula y entrar.

Entonces, ahí estaba Joel, atendiendo al llamado de Julián que lo invitó a pasar.

Con la espalda encorvada, el joven entró al salón con las manos enfundadas dentro de sus bolsillos, la mirada esquiva y una mueca que, para muchos, denotaba desagrado cuando él, en su interior, no podía controlar sus nervios.

Era consciente de que ese "Nuevo comienzo" no era más que una mentira. Un eufemismo para la última oportunidad que le dieron de pertenecer a la sociedad.

La verdad es que nada en su entorno cambiaría. Si bien, él no era el problema, las personas a su alrededor no pensaban de esa manera.

El pueblo, aunque tenía una cantidad considerable de habitantes, seguía siendo pequeño en comparación.

Ahí todos conocían su historial. Incluso las personas de los pueblos vecinos que viajaban hasta tres horas para tomar sus clases debido a que Montesinos tenía la mejor educación en kilómetros a la redonda.

En cuanto cruzó la puerta, las exclamaciones se hicieron presentes; diluyéndose en un silencio sepulcral que atiborró el aula.

La tensión era palpable. Todos lo miraban pasmados, quietos, temerosos ante su presencia que imponía respeto.

Al ser bastante alto para su edad y tener un cuerpo trabajado gracias a las horas que pasaba trepando rocas y cerros en el bosque; sumado a su aspecto desprolijo proporcionado por sus cabellos rebeldes y la camiseta mal fajada, todo en él daba una fuerte impresión.

En ese recuerdo, Julián lo presentó y él miraba al suelo con una expresión seria, dura. Inmóvil.

   —Él es Joel Alejandro. El joven estaba en el turno vespertino, pero se solicitó su cambio al matutino. Trátenlo bonito.

Y sin decir más, Julián abandonó el salón mientras Joel miraba de soslayo a Gabriel, quien, con suave voz, le pidió hablarles un poco sobre él y sus pasatiempos.

«¿De qué sirve que me presente si a nadie le interesa conocerme?» pensó molesto, por la evidente traición de Gabriel. O al menos, así lo sintió en ese momento, cuando no entendía que él solo quería ayudarlo a desenvolverse y romper el hielo con sus nuevos compañeros.

Todos tenían la mirada puesta en él.

Algunos, los envalentonados, se disfrazaban de valor aunque por dentro, esperaban que eso fuese suficiente para mantener alejado a Joel ''el terrible''. Otros, solo alternaban la mirada entre el espacio y él, atraídos por su aura y su presencia.

   —No tengo nada que decirles. ¿Dónde me siento?

Gabriel agachó la cabeza, inconforme, y señaló su lado derecho. —Junto a la ventana, Joel. En la última fila hay una butaca vacía.

El moreno se acomodó la mochila, la cual colgaba de uno de sus hombros, y se adentró en aquel estrecho pasillo conformado por butacas individuales de madera.

Por lo general, el nuevo adquiría toda la atención, siendo así, la novedad del salón. El gran prospecto. El próximo amigo de algún grupo ya formado.

Sin embargo, en su situación parecía ser que tendrían al mal encarnado como compañero, según las ideas estúpidas de la gente.

Joel se dejó caer en su asiento, incómodo ante el poco espacio que tenía para extender sus piernas.

Gabriel les pidió sacar su libro de historia. —Joel, estamos con el tema de la Segunda Guerra Mundial. Pero en la tarde tenías al profesor Mercado, así que es posible que vayas más avanzado. De ser así, te pido que trates de adecuarte a nuestro paso mientras te alcanzamos.

Joel solo asintió.

Los minutos se acumularon, y la ''normalidad'' se instaló de a poco en el ambiente.

Él observaba atento las letras que conformaban las páginas de su libro mientras trataba de ignorar las miradas curiosas que le eran lanzadas de vez en cuando.

«No soy un animal de circo»  pensaba entonces, irritado, arrojando la vista hacia el patio iluminado por la aurora para dispersar su mente.

En un momento de su segunda clase, Gabriel abandonó el salón, y con las voces elevándose a su alrededor, Joel fue presa del más evidente aislamiento.

Al estar hasta atrás, en una esquina, todos podían evitarlo con facilidad.

Así, los compañeros que tenía enfrente no dudaron en abandonar su asiento, dispuestos a alejarse de él.

Joel suspiró, resignado.

«Al menos estos tienen algo de decencia y no se acercan» pensó, agradeciendo que no llegaran los envalentonados a buscarle las cosquillas.

Dispuesto a disfrutar de la aparente tranquilidad que le era otorgada, Joel se dedicó a mirar a través de la ventana, acostumbrándose a las luces de la mañana y sus colores. Sin embargo, algo captó su atención, despertando sus afilados reflejos.

Con su mano derecha no dudó en apresar al causante de ese pequeño piquete inofensivo en su costilla.

Deslizó entonces su visión hacia el objeto en cuestión, notando que era un lápiz con punta chata. Trepó su mirada curiosa por dicho objeto, surcando aquella blanca mano apresada entre la suya hasta toparse con un par de ojos verdes que lo enfocaban expectantes, alterando su química cerebral al instante.

   —Oye... ¿No que te iban a expulsar? —le preguntó ese niño pecoso, con una ceja alzada.

Su voz, envuelta en un susurro, coloreó las mejillas de Joel quien tragó saliva, nervioso.

   —S-siempre no —respondió, balbuceando—. Me dieron otra oportunidad y me cambiaron de turno.

Su voz sonaba extraña a su percepción. Algo aguda y suave, diferente a la que utilizaba la mayoría del tiempo.

   —Oh, qué bueno que no te expulsaron entonces. —admitió Alan, indiferente a las emociones que se arremolinaban en el moreno que, de alguna forma, se alegró por volverlo a ver y aún más, porque este tuvo la iniciativa de hablarle y no ignorarlo como hacían todos.

   —Sí, qué bueno —sonrió Joel, perdido en un bucle de emociones que despertaban en el verde de aquellos ojos.

   —Sí... oye, ¿me devuelves mi mano? Ya no te picotearé con el lápiz, de veras.

Joel lo soltó, tratando de ocultar su nerviosismo al desviar la mirada mientras Alan se mostraba divertido ante su conducta ''estúpida''.

Era evidente que, para ese niño citadino, Joel no representaba un peligro.

Después de todo, lo había visto en su faceta más frágil aquella tarde. Notó sus ojos anidados en sal. Sus labios trémulos. Y sobre todo, el miedo en su rostro.

«Para él no soy más que un tonto perdedor, pero la verdad, prefiero que me vea así, antes que como el monstruo que no soy», pensó, mientras veía cómo esa mañana corría con tranquilidad. Ellos mantuvieron breves conversaciones entre clases, palpando el terreno, asegurándose de que era seguro pisar con aplomo antes de dar otro paso.

Así, como quien no quería la cosa, fueron alargando sus pláticas durante los descansos. Conociéndose de a poco en lo que fue la primera semana, en la que, a pesar de la amena conversación, no se reunieron en el lapso del receso.

   —¡Hoy será el día! —se animó el moreno cuando el siguiente lunes llegó, después de pensarlo detenidamente.

Sus manos temblaban y el corazón le latía al mil por hora. Estaba nervioso, pero quería hacerlo.

En verdad, deseaba ser amigo de Alan.

Mirándose en el espejo de su cuarto, Joel se daba ánimos para hacer la pregunta mayor. Esa que por lo general, se intuía y respondía sin formular palabra alguna.

Las amistades brotaban solas. Te llevabas bien con alguien, y básicamente unías tus pasos a los de esa persona durante el receso. Un simple "vámonos" a la hora del descanso bastaba para forjar el pacto.

«Pero tú no eres alguien que encaja en lo natural y normal, Joel. Contigo no aplican esas reglas tan simples», se dijo convencido.

   —Bien, Joel. Ha pasado rato desde que hablaste con alguien de tu edad, que ya hasta olvidaste cómo socializar. Pero hoy le dirás si quiere juntarse contigo en el receso —se dijo, apuntándose a sí mismo a través del reflejo.

Estaba decidido a ser amigo de ese pecoso de ojos verdes, quien, a diferencia de todos, parecía no haberse contaminado con los rumores que esparcían de él.

Varias veces lo vio conversar con Ángel y con otras personas del salón, quienes le advertían con cierto temor a ser escuchados por ''Joel el terrible''.

«Pero él, aunque le han dicho pestes de mí, me habla. Me sonríe. Me ayuda a pesar de todo...», pensaba, ya en el patio cívico de la escuela.

Aguazando la vista, buscaba aquella pequeña silueta entre los alumnos que hacían la fila para entrar a sus salones cuando se dieran las siete en punto.

«No vayas a faltar, chaparro, por favor», suplicaba, ansioso. Buscándolo entre sus compañeros que, sin mirarlo mucho, trataban de apartarse de él.

Entonces, sus piernas flaquearon.

Había recibido un pequeño empujón en la parte dorsal de sus rodillas, consiguiendo que casi cayera al suelo.

Antes de siquiera reparar en lo sucedido, escuchó una risita a sus espaldas.

Joel se giró, y detrás de él, Alan lo recibió con una expresión divertida gracias a su travesura.

   —¡Ey, milagro que estás temprano! —lo saludó—, ¿Te caíste de la cama o qué?

   —Sí. Algo así... —titubeó. Azorado por aquella inesperada vagancia por parte del pecoso—, ¿Dónde andabas? No te vi.

Alan señaló a sus espaldas. —Estaba ahí, sentado en la jardinera. Te vi entrar y me dejé venir.

Joel asintió, sintiéndose como un tonto por no ser capaz de ordenar sus ideas y pensar en un tema de conversación.

Lo que menos quería era brindarle un silencio incómodo al pecoso. Sin embargo, este, sin notar su nerviosismo, habló: —Oye... ¿Te parece si nos juntamos en el receso?

Joel, quien trataba de procesar aún la travesura y la dulce risa de Alan, fue arrollado con otra sorpresa enredada en aquella simple e inesperada pregunta.

   —¿Qué? —Joel estaba nervioso, viendo cómo Alan fruncía el entrecejo ante su apenas audible pregunta.

   —Bueno, si no quieres no —escupió con molestia, encogiéndose de hombros mientras hacía ademán de irse.

El moreno, como un desesperado, lo sujetó de la muñeca. Envolviendo su calidez con la frialdad de sus manos. —No, no. Sí quiero. Solo que me agarraste en curva. Yo planeaba decirte lo mismo hoy...

El rostro de Alan se iluminó. —¡Ja! ¡Pues te gané! —exclamó, sacándole la lengua y provocando un pequeño cosquilleo en el pecho de Joel, el cual se extendió como una sensación agradable en su ser.

Joel le sonrió. —No hagas tanta fiesta, para la próxima, ¡yo seré el primero en decirlo!

Alan bufó. —Eres un bobo, ¿cómo serás el primero si ya te dije que nos juntáramos?

Ambos comenzaron una pequeña discusión, que se elevaba con agrado entre risas que tejieron el comienzo de su tímida y sincera amistad.

«¿Por qué lo recuerdo ahora?», pensó, tomando cierta conciencia sobre aquella imagen de antaño, donde ese niño de ojos verdes se presentaba a él con cariño.

Doloroso, despertaba en él un anhelo arraigado y una culpa sangrante.

«Chaparro... te había olvidado». Joel visualizó su imagen con melancolía. «Fuiste el último al que dediqué una sonrisa sincera. Y con ello, mi única y amada oportunidad... pero, no entiendo por qué vienes a mi mente ahora. Después de tantos años».

Entonces, la imagen de un charco de sangre sobre la tierra lo aterró, como una serie de fragmentos que caían rápidos y difusos ante él.

Ahí, entre ellos, alguien lloraba. Otro gritaba, y una multitud los rodeaba.

Entonces, esos ojos verdes lo enfocaban opacos e inertes.

Joel despertó, impulsado por un dolor en el cuello que le imploraba cambiar de posición.

Sus ojos se acostumbraron a la penumbra con rapidez, permitiéndole divisar el asiento de enfrente.

Rodeado por un aura tenue que existía gracias a la televisión que se encontraba sin señal, la cual colgaba en el centro del camión, se abrieron paso en medio de la oscuridad de una carretera lluviosa.

Joel deslizó su vista con lentitud, sintiendo un peso considerable en su hombro.

La cabeza verde radioactiva de Álvaro terminó por recordarle que había vuelto a su presente. Y que aquello que atormentó e ilusionó su mente solo fue un sueño inoportuno.

Agridulce, melancólico y lejano.

«Volver a casa despierta recuerdos poco gratos», concluyó con amargura.

Talló su rostro para disipar los vapores de la somnolencia y, de un movimiento con el hombro, despertó a Álvaro.

Éste dormía abrazado a él, cobijándolo con parte de su manta de rayas que apenas cubría una porción de su cuerpo.

   —¿Qué? ¿Ya llegamos? —Álvaro alzó la cabeza, mirando a su alrededor, azorado.

   —Cabrón, compraste los dos asientos dizque para dormir a tus anchas. ¿Qué haces invadiendo mi espacio?

   —Ah, es que me dio frío —Álvaro bostezó, dispuesto a acomodarse una vez más en el hombro de Joel, quien lo rechazó de nuevo con una risa en los labios.

   —Güey, si no quieres los otros dos asientos, yo sí. O te vas pa' atrás o me voy.

Álvaro entornó los ojos, hastiado. —¡Qué aguafiestas eres!

Se levantó de un impulso, despojando a Joel de la calidez de su manta, envolviéndose en ella con teatral indignación.

Volviendo atrás, donde se recostó en ambos asientos, se hizo un ovillo.

   —¿Es que quién te entiende? —susurró Joel, notando su hombro babeado mientras se masajeaba el cuello.

Pronto, los ronquidos del menor llegaron a sus oídos. Acompañándolo mientras él se dedicaba a mirar por la ventana, perdiéndose en aquellos rumbos solitarios y oscuros en los que no planeaba andar de nuevo.

Al principio, Álvaro se negó a ir en camión, alegando que tenía una bonita camioneta con calefacción y asientos cómodos. Si fueran en ella, podrían alternar para manejar y, sobre todo, detenerse donde fuese necesario en caso de querer orinar o comprar algo sin la presión que ejercía el chófer y sus horarios.

Sin embargo, Joel insistió en que debían ir en camión.

   —¿Es por el accidente del que me hablaste? —le cuestionó Álvaro esa misma mañana, mientras preparaban las maletas en casa de Joel.

El moreno asintió. —Sí... suena tonto. Pero no me dio buena espina. Te juro que cuando me rebasó, sentí miedo. Creo que, de no haber parado, no me hubiera salvado de ser prensado por esa camioneta.

En su explicación, Joel no ahondó en detalles.

No le mencionó que la imagen de un niño se le atravesó a plena carretera y que, después de detenerse, se encontraba solo, a una altura donde era imposible que un alma desapareciera tan rápido de su campo de visión.

Joel recordaba bien el escalofrío que recorrió su espina dorsal mientras su corazón se aceleraba.

En aquel momento volvía a casa. Despidiéndose del mirador que invitó a sus sentidos y su cansancio a reposar ante sus vistas, trepó a su moto y se colocó el casco.

Avanzó poco más de 4 kilómetros hasta que se encontró con la camioneta que lo adelantó minutos atrás. Girando de manera imprudente en cada una de las curvas, prensó con su impertinencia a un pequeño carro que llevaba una familia consigo y a un motociclista que solo tuvo mala suerte.

Aún podía escuchar los quejidos de la pobre chica. Los gritos del padre que, como pudo, se deslizó fuera del auto, desesperado por sacar a su familia; suplicando al cielo que todos estuvieran bien y que eso solo fuese una terrible pesadilla.

«No sé si sean ideas mías, o me estoy volviendo loco. Pero algo me dice que yo debí estar en ese accidente» pensó en ese entonces y aún ahora, en la comodidad que ofrecía ese camión.

Esa idea invadía su mente con crueldad mientras la imagen de la chica, retorciéndose y escupiendo sangre por la boca, lo torturaba; mostrándole imágenes donde él era el protagonista inmerso en aquella escena.

Casi podía sentir el dolor atenazándole las arterias, quemándolo por dentro mientras la desesperación se propagaba por todo su ser y el aire le faltaba entre ese sabor a hierro burbujeando en su boca.

Joel comenzó a sentirse agitado. Culpable por algo que él no provocó.

«Desde entonces, siento que debo moverme en camión. Como si con las multitudes, la muerte se alejara de mí... Pero sigue ahí, acechándome... puedo sentirla»

   —¡Haremos parada en Guayabos! —anunció el chófer, arrancándole de sus pensamientos—. Si quieren pasar al baño, ahora es cuando. Tienen 10 minutos, en lo que suben los demás pasajeros.

Así, al llegar a Guayabos, varias personas abandonaron sus asientos, llenando el silencio con el murmullo de sus ropas y sus voces somnolientas.

   —¿Quieres algo de la tienda? —le preguntó Álvaro, apresurado por ir al baño.

Joel le tendió un billete de 500. —Un suero, porfa. Y algo para botanear.

   —¡Uy perro! Con este hasta te bailo si quieres —bromeó, contoneándose frente a Joel, a quien le arrebató una risa divertida—. ¡Va! Deja ir. No tardo.

Y sin más, su amigo abandonó el bus, abriéndose paso entre la gente con gran facilidad.

Mientras tanto, los nuevos pasajeros abordaban uno a uno, buscando en las filas el asiento que tuviera el número de su boleto.

   —¡Ey! ¿Ya de vuelta a Montesinos? —el chófer habló de repente, con la alegría adornando su apático tono de voz, captando así la atención de Joel.

Dos hombres subían, saludando al chofer y haciendo bulla.

Envueltos en una cantidad alarmante de suéteres y chamarras, apenas una parte de sus rostros sobresalía de entre tanta tela, mientras respondían sin modular ni un poco el volumen de su voz.

   —¡Sí! Ya se acabó el trabajo aquí —dijo uno.

   —¡Ajá! ¡Tú vienes de turista! —lo empujó el compañero.

   —¿Y tú no? El único que vino a laborar fue ese idiota —señaló a un tercero, que apenas se incorporaba al grupo.

   —¿Qué tanto traes, cabrón? —saltó a defenderse el tercero, elevando el tono.

«Mierda... espero no vayan así en el camino», pensó Joel, rodando los ojos.

Álvaro se abrió paso entre los hombres que bloqueaban la puerta y pronto llegó a Joel, tendiéndole una bolsa con galletas, papas, un suero y un agua.

Los hombres pasaron a tomar asiento cuando subieron todos y uno de ellos no pudo evitar quejarse al ver a Álvaro acostado, abarcando dos lugares.

   —¡Míralo! Qué cómodo —exclamó el tercero, deteniéndose frente al sitio de Joel pero mirando el lugar de atrás.

   —Pagué extra por estos asientos, imbécil. ¿Algún problema con ello? —gruñó el menor sin abrir los ojos, con las piernas cruzadas sobre el asiento.

   —Pues obvio, mi rey, vamos separados por tu comodidad —escupió, sentándose junto a Joel.

Álvaro, afilando su lengua, bufó. —Uy, lamento separarte de tus perras.

   —¿Qué tanto estás ladrando, cabrón? —se alzó el hombre, molesto, dispuesto a iniciar una pelea.

Sin embargo, Joel amonestó a Álvaro, llamándolo con severidad. —Guarda silencio, no planeo caminar lo que queda del trayecto.

El menor chistó. —Pues eso dile a este ropero andante. Que viene muy sácale punta.

   —¡Ya cabrones! —exclamó el chófer, molesto—. ¡O se aplacan o bajo a los cinco!

   —No, no tú dale, ya se van a calmar, ¿verdad? —se apresuró uno de los amigos de ese extraño, dispuesto a diluir los ánimos.

El compañero de camino de Joel chistó y se sentó cruzando ambos brazos, mientras Álvaro murmuraba algo entre dientes.

Joel, por su parte, suspiró, lanzando su mirada hacia la carretera, hastiado.

Después de eso, el camino fue silencioso.

El hombre a su lado se puso sus audífonos casi de inmediato y se dispuso a dormir, mientras Joel divagaba atento a las figuras que formaban las montañas a su alrededor.

Las horas pasaron, y por fin, Joel fue capaz de extender sus brazos al cielo, desperezando su cuerpo entumecido mientras su columna se alineaba entre crujidos.

Las personas bajaban del camión, tomando sus pertenencias y encaminándose a sus destinos, rodeadas por el frío que reinaba en Montesinos.

La neblina se extendía como un manto de misterio y ensoñación que penetraba en los pulmones del moreno, trayendo consigo un sinfín de recuerdos de cuando era libre.

Álvaro, por su parte, aún envuelto en su cobija, sacó como pudo las maletas y se las pasó a Joel. Este las sostuvo, sintiendo el gélido aire golpeando su cuerpo.

El aroma a pino inundaba su sentido del olfato mientras la mañana aún no llegaba para iluminar su andar.

El camión se marchó, y las personas que bajaron también se fueron dispersando, dejándolos solos en esa gasolinera donde ambos pasaron al baño para después comprar un café en la pequeña tienda que ofrecía el lugar.

Sentándose en una de las mesitas colocadas en el exterior del negocio, ambos degustaron su café, dejando que este calentara sus cuerpos entumecidos.

Álvaro se quejó al primer sorbo, quemándose la lengua en el proceso, mientras Joel se burlaba de él, cubierto por otra sabana que Álvaro le proporcionó para que no muriera congelado antes de siquiera llegar.

Ambos, rodeados de una tranquilidad anormal, gélida, pero amena como ninguna otra, vieron al sol nacer, disipando de a poco la niebla e iluminando la oscuridad de su sendero.

   —Volvimos... —murmuró Álvaro, apretando con fuerza el vaso de unicel que sujetaba.

Joel, notando su nerviosismo, tomó una de sus manos, mientras lanzaba su gris mirada a la aurora naciente. 

—Sí, hemos vuelto a casa.

Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro