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8 - Padre nuestro.

—Padre nuestro que estás en los cielos...

Los susurros de su voz chocaban contra los muros de aquel hermoso templo postrado ante el atardecer perecedero.

Los enormes vitrales representaban a la santa trinidad en sus figuras caleidoscópicas. Se miraban majestuosos ante su percepción mundana y minúscula.

En su belleza, permitían a la luz entrar por sus cerúleas y purpúreas ventanas que, con los colores que portaban, creaban 3 figuras distintas entre sí.

Apenas perceptibles pero presentes. Al igual que la divinidad que representaban.

En el costado derecho, la virgen María se mostraba amorosa y piadosa como siempre.

En la izquierda, Jesús crucificado. Y en el centro, la imagen de un todo, un dios omnipresente.

El creador se mostraba como un vetusto hombre que elevaba a los cielos el cadáver de su propio hijo sacrificado.

El coro de la iglesia alzaba sus majestuosos cánticos en latín durante lo que era un ensayo excepcional en la sala contigua, a la que se llegaba gracias a un pasillo oculto que guiaba hasta uno de los salones donde daban el catecismo todos los sábados.

Con una bella estructura de piedra, el templo representaba los vestigios de una majestuosa arquitectura gótica; fascinando los corazones marchitos de quienes posaban un pie en sus azulejos monocromos.

Álvaro finalizó sus oraciones, alzando la mirada hacia el cristo crucificado sobre la cruz de madera, elevada en una base de mármol gris, brillante y hermosa.

No se consideraba el más fiel de los creyentes.

Ni siquiera estaba seguro de creer en un algo específico. Sin embargo, a lo largo de su corta vida, buscó un sitio que pudiese acoger su alma herida.

Trató con el budismo, hinduismo, la fe Bahaí, jainismo y el politeísmo de las antiguas culturas prehispánicas, entre otras religiones.

Al menos, hasta que encontró ese templo. Que si bien, era de una fe abandonada hace tiempo, consiguió despertar en él ese sentimiento de pertenencia.

Oculto en el laberinto que representaba las calles de un barrio de mala muerte, donde el suelo era tan estéril como los ánimos de las personas que habitaban la zona, en ese santuario, erguido contra el tiempo, encontró la paz.

Tal vez, debido a la opulencia de sus vitrales y su magnífica estructura.

O a los hermosos cánticos que el coro entonaba durante las tardes, o por la soledad que se respiraba ahí junto a su serenidad.

Lo único qué sabía, es que ahí, sus pensamientos, como pequeños duendecillos temerosos, salían de su escondite y le permitían ver no solo su alrededor, sino que le ayudaba a conectar con sus emociones adormecidas por un momento que le sabía a gloria y penitencia.

«Dios. Sabes que el camino que tomé hace tiempo está torcido. Yo no lo pedí. Pero estoy dispuesto a transitarlo sin quejarme. Solo te pido que, por cada pecado cometido por este descarriado, perdones las faltas de mis seres queridos. He escuchado que las personas te dedican su dolor, buscando fortaleza para enfrentar la situación. Por mi parte, no la necesito, ya que la tengo de sobra. Así que, solo te pido eso. Perdónalos, por favor...no los dejes caer en la tentación, y líbralos del mal»

   —Amén —murmuró.

Escuchó el rumor de unos pasos acercarse hasta él, y con ello, el rechinar de la banca de madera cediendo ante el peso de alguien.

La persona en cuestión no dijo palabra alguna. Parecía esperarlo paciente.

Álvaro se persignó y solo entonces, notó la presencia de una joven de piel blanca, y cabellos oscuros que lo observaba con una media luna por sonrisa.

   —Perdona. ¿Te interrumpí? —preguntó, con una suave voz que se sintió como una caricia.

   —No... ya había terminado — respondió, temeroso de que su voz se expandiera entre el eco.

   —¡Menos mal! —contrario a los temores de Álvaro, ella demostró que le importaba poco que su voz colmar la iglesia con su alegría—. Sonará raro... pero te he estado viendo últimamente. Soy Sarah. Mucho gusto.

Le extendió su mano con naturalidad, mostrando bajo las blancas mangas de su túnica, sus dedos delgados, adornados con anillos de diversos tamaños que portaban cráneos, cruces y dagas. Sus uñas, cortas y esmaltadas en negro, resaltaban sobre su piel de nieve.

El morenito, nervioso ante la presencia de la chica, le respondió el saludo con timidez. Algo poco común en él.

   —Soy Álvaro... ¿Cómo está eso de que me has estado viendo?

   —Si. Suena muy psicópata. Pero juro que no es en mal plan. La verdad es que es imposible no verte.

Y al decirlo, se señaló la cabeza, sacándole una risa al moreno.

   —Mi hermano me dice "cabeza de musgo" ... así que no te culpo...

Ella rio, encontrando el parecido bastante interesante. —Me gusta. Muy juvenil y alocado.

Álvaro agachó la cabeza, avergonzado.

La joven ante él era preciosa. Portaba un par de ojos pardos expresivos y tristes. Sus labios carnosos y sonrientes ocultaban una blanca hilera de dientes que, con cada sonrisa, iluminaba su alrededor sombrío. Además, poseía un aura suave, amable y sincera. Provocándole una extraña sensación de seguridad.

Por inercia, ante su gesto divertido, Álvaro quiso sonreír, deteniéndose al segundo, apenado por sus colmillos encimados por sobre sus dientes, descuidados y poco agraciados.

   —Gracias. A casi nadie le gusta ese estilo alocado.

   —Ay, pero a ti si, ¿no? —Álvaro asintió—. Eso debe bastar. Además, ¡Se ve genial!

El moreno se ruborizó, desviando la mirada ante el evidente interés de la chica, cuyos ojos lo enfocaban con emoción.

Álvaro tartamudeó. —Así que... eres del coro. Cantan muy bien.

   —Si, aunque cuando llegas a cierto nivel, te aburres y frustras con facilidad al no lograr superarte. Ahora mismo, me tomo un descanso.

   —Muy sabio de tu parte...

   —¡Sí! Aunque si me ve el maestro me matará. Odia que me salte los ensayos.

   —Bueno, si no quieres que te encuentre aquí, mejor baja la voz... Es una sugerencia.

Sarah se encogió de hombros. —Ay, que se enoje. ¿Qué hará? ¿Expulsarme? Es mi papá.

Ella, con un gesto de indignación bastante gracioso, parecía una pequeña niña berrinchuda, aunque seguramente pasaba de los veinte.

Vestida como monaguillo, solo dejaba a lucir unas botas con pinchos negras debajo de la blanca túnica, como único indicio de su identidad junto a sus manos y accesorios.

El reloj de muñeca de Álvaro sonó, arrancándole un suspiro. —Bueno, Sarah, debo irme.

Se levantó de la butaca, ignorando la expresión de decepción que le entregó la hermosa señorita.

   —¿Ya tan pronto? —se atrevió a preguntar, imitándolo.

Él bufó. —No me digas que ya me extrañas.

Era una simple broma que no esperaba más que un gesto de desaprobación por parte de la chica.

   —La verdad es difícil encontrar personas tan auténticas por este sitio —Sarah se sinceró —. Pero al ver tu estilo desde lejos, captaste mi atención. Y dije: ¡En verdad quiero conocer a ese chico radioactivo!

Sarah le guiñó un ojo, ofreciéndole una sonrisa pícara.

   —¡Eres muy directa!

   —Solo cuando algo u alguien me interesa. Si aceptas, ven el viernes a la misma hora. Habrá ensayo.

Álvaro, notándose como un tibio a su lado, se armó de valor —¿Y si mejor llego cuando termines y vamos a tomar algo?

   —No bebo alcohol, si es lo que pretendes. Pero te acepto un café, una nieve o algo por el estilo. El ensayo acaba a las seis —cerró el trato, extendiendo su mano, permitiéndole a Álvaro ver una vez más la belleza de estas.

Él asintió y completó el pacto. —Nos vemos el viernes entonces.

La bella chica se alejó, adentrándose en el pasillo iluminado por una luz dorada que se le antojaba apetitosa al moreno. Como si al pasar por sus muros, llegara a un mundo nuevo.

Miró al cristo crucificado, se persignó y se dispuso a caminar hacia la salida.

El reloj marcaba las 5:37 p.m. Había perdido cerca de 7 minutos hablando con Sarah. Eran relativamente pocos para disfrutar una conversación agradable. Pero demasiados para el trabajo que tenía por delante.

Álvaro se detuvo al pie de la enorme puerta de madera, y se giró una última vez hacia el altar. Ahí, desde la brecha luminosa de la entrada; donde la dualidad de su persona y sus acciones, se marcaba entre la luz y la oscuridad de la iglesia.

«No soy el más devoto de tus seguidores» pensó Álvaro, enfundado sus manos dentro de sus bolsillos. «Pero, aunque no lo parezca, ahí, en la basura de mis pecados, también busco tu perdón...»

Su corazón mancillado palpitaba entre el dolor de su pasado y su presente.

Resignado a llevar esa vida, esperanzado en que su sacrificio consiguiera la salvación de los suyos.

«Pero sé, que eso nunca ocurrirá...»

A pesar del minúsculo retraso, Álvaro llegó a tiempo al lugar de su cita.

De pie, frente a lo que parecía ser un taller mecánico, ubicado a media hora del centro de la ciudad, un hombre alto, de complexión delgada pero trabajada, lo esperaba impaciente.

Con el cabello largo y negro amarrado en una coleta mal hecha, sus facciones alargadas y hostiles resaltaban como nunca sobre su piel de papel, que se volvía aún más blanca gracias a sus prendas negras.

   —¡Pinche vato, tardaste mucho! —escupió.

   —¿Qué? ¡Llegué a las siete en punto, mamón!

   —Siempre estás antes, por lo tanto, vamos tarde —espetó, cruzado de brazos—. Ven, nos están esperando.

Y con un gesto de su mano, repleta de anillos y adornada con una gruesa pulsera de cuero, caminó hasta la cortina, alzándola un poco y permitiéndole al joven de cabello de musgo entrar.

Ahí dentro, entre media docena de camionetas y varias motocicletas, un grupo de hombres, los cuales Álvaro catalogó como maleantes de cuarta, esperaban dentro de un aire que ellos mismos se encargaron de viciar con el humo de sus cigarros.

   —¿Entonces soy el último en llegar? ¿O el único que sabe leer instrucciones y está en el lugar a la hora?

Solo recibió un gruñido colectivo.

De alguna forma, no era el más querido entre sus compañeros. Todos se mostraban hostiles hacia su persona cuando les tocaba trabajar con él.

   —Amargados... —escupió indignado, recargándose en una columna de metal que sujetaba parte del techo.

   —¡Ey, morro! ¿Ya nos dirás para qué nos querías?, ¿o no? —preguntó uno, alzando su voz entre el silencio.

   —Sí, sí. Ya estamos completos —comentó, caminando hacia una de las camionetas que se encontraban en esa enorme bodega y recargándose en ella—. Miren, el asunto es este. Conocen al cuervo, ¿no?

   —Es el putito que trabaja con Ariel, ¿no? —respondió otro, de voz rasposa y acento norteño.

   —Ese mismo. Pues resulta que el cabrón se le torció a Ariel y ha estado robándonos. No solo dinero y mercancía, sino que también clientes. Y hablamos de peces gordos...

   —Entonces, en pocas palabras, nos lo quebramos —obvió uno entre la multitud.

   —Eres inteligente. Pero no tanto... ya conocen a Ariel. Lo quiere con vida.

   —¡Uy! ¡Ese maldito degenerado va a ver lo que es bueno! —exclamó uno, con voz chillona.

   —Tú sí sabes, querido desconocido. Lo interceptaremos en el kilómetro 34. Es miércoles, por lo tanto, irá a visitar a su padre al asilo que está a las afueras de la ciudad. Ya lo hemos hecho muchas veces. El detalle aquí es que el cabrón tiene escolta. Vamos a tener que rifárnosla. Por eso, necesito que pongan toda su atención acá.

Así, ese sujeto comenzó a explicar cómo sería el trabajo. Dónde se colocaría cada uno de ellos y, por ende, qué tarea cubrirían en dicha posición.

Álvaro apenas prestaba atención a sus palabras. Ocupado en sus asuntos, solo esperaba el momento de salir y empezar con lo que él denominaba el show.

   —¿Escuchaste cuál es tu posición? —le preguntó el encargado de la contienda cuando todos se expandieron hacia sus lugares.

   —Fuerte y claro, jefe —corroboró el moreno con una media sonrisa, tomándolo por el hombro, el cual apretó con cierta fuerza para después susurrarle al oído—. Te sienta bien el puesto de líder, maldito perro faldero.

El tipo no dudó en soltarle un golpe apuntando a la cara, el cual Álvaro esquivó con presteza.

   —Mejor guarda silencio, cerebro de baba —escupió colérico.

   —Lo que tú digas, Élmer —este, dispuesto a conectar su siguiente golpe, se contuvo—. Ey, ey... solo estoy jugando contigo, Morbius. ¡No es para tanto!

Y sin abandonar su gesto burlón, Álvaro se reunió con su grupo.

Uno de los motivos que lo convertían en alguien detestable para la mayoría era su falta de "seriedad" y, al mismo tiempo, su gran destreza al realizar el trabajo a pesar de todo.

No por nada, era uno de los hombres de confianza de Ariel junto a Morbius.

Pronto, los grupos asignados subieron a sus camionetas.

Listos para emprender la redada.

   —Hiciste tu parte, supongo —le preguntó Morbius antes de que se reuniera con su equipo.

   —Siempre.

   —Bien. No quiero fallas.

   —No te preocupes. Ayer me encargué de ese trabajo. Todo saldrá de maravilla.

Morbius gruñó. —Oye. ¿Dónde está ese perro? ¿Por qué no vino contigo?

Álvaro apretó la quijada antes de girarse hacia el mayor. —Él no vendrá por un tiempo. Mejor hazte a la idea.

   —Pero, pues ya salió de la ratonera, ¿no? Que se venga a laborar.

   —Ya hablé con Ariel al respecto. Y si él está bien con que Joel no se presente aún, que te importe un bledo a ti —escupió fingiendo buen ánimo y ocultando con ello su creciente molestia.

Morbius chistó. —Ese enfermo y sus preferencias.

Y sin decir más, subió a una camioneta, justo en el lugar del conductor. Mientras Álvaro se acomodaba en una moto como copiloto, llevando en su espalda una mochila negra y pesada.

   —Bien, terminemos con esto de una vez —suspiró el moreno.

Álvaro cubrió su cara con un pasamontaña y enfundó sus manos entre la tela oscura de un par de guantes.

«Mientras más rápido termine este calvario, mejor...le prometí a Joel que llegaría a cenar con él»

I turned to look, but it was gone
I cannot put my finger on it now
The child is grown, the dream is gone

I have become comfortably numb

Joel suspiró, perdido entre el placentero solo de guitarra que acometió sus sentidos. Encendiendo su melancolía rebelde y siendo con ello su adorada compañía en aquella carretera de paisajes perecederos bajo la luz del atardecer.

El viento impactaba contra su rostro como una caricia que lo incitaba a encontrar sus fragmentos afilados ahí, perdidos en alguna nube, una montaña dormida o una estela de luz anormal, digna de ser contemplada.

Sintiendo el manubrio de su motocicleta apresado en sus manos y el peso de esta sostenido entre sus piernas, junto al constante temblor provocado por el motor, Joel admiraba el atardecer que teñía los cielos de un dulce color naranja.

Estaba fuera de la ciudad. Lejos del aire viciado por su impetuosa monstruosidad. El murmullo de la moto le proporcionaba cierto descanso mental, otorgándole una sensación de libertad.

De pronto, las ganas de tomar esa carretera y llegar hasta los confines del mundo le mordieron la cabeza y el corazón.

Solo él, su amada Harley y un destino por revelar. Una idea tentadora a la que le era imposible resistirse, mientras observaba a lo lejos un sinfín de posibilidades.

Después de 20 minutos de soledad vial, se detuvo en una gasolinera, donde además de llenar el tanque, compró algunas frituras y unas latas de refresco para el camino.

No estaba seguro de qué buscaba. Lo único que sabía es que precisaba de un tiempo a solas. En un espacio que no fuera el suyo. En un sitio donde el silencio fuese su aliado y no su enemigo.

Manejó otros 20 minutos en los que sus intenciones eran seguirse de lleno hasta llegar a un lugar. ¿Cuál? No lo sabía. Pero necesitaba huir, perderse para encontrarse una vez más.

Sin embargo, al entrar en la zona de curvas, se vio obligado a disminuir la velocidad, aguzando sus sentidos ante la oscuridad que comenzaba a envolverlo.

Fue entonces que la imagen de una persona se cruzó frente a él, obligándolo a virar de golpe. Las llantas rechinaron y la adrenalina corrió por su torrente sanguíneo, impulsándolo a sacar fuerzas de donde no las tenía para controlar la pesada motocicleta.

Cayó al suelo solo cuando se encontró totalmente estático debido al esfuerzo monumental que se vio obligado a hacer.

Joel se incorporó, sintiendo sus piernas arder y como pudo, se orilló, trastabillando y buscando con la mirada a la persona que se le atravesó. Pero ahí, no había más que una empinada caída a la izquierda y una montaña demasiado alta para treparla y desaparecer entre su vegetación en cuestión de segundos.

«¿Fue mi imaginación?», se preguntó, tallando sus ojos. «No, lo vi claro. Era la silueta de un niño».

Agitado aún por el susto, vio cómo un carro pasó junto a él, girando en las curvas sin precaución e iluminando con sus faros blancos la espesura de la noche.

Un escalofrío recorrió su columna vertebral mientras un gélido aire acariciaba su cuello.

La palabra "muerte" brillando en el neón titilante de aquel sueño llegó a su memoria, erizandole la piel.

Sacudió la cabeza y aferrándose a su chamarra de cuero, Joel decidió continuar, pegándose cuanto podía al muro y yendo tan despacio como lo pedía la zona.

Así, hasta que un mirador captó su atención.

Se orilló, y en esa soledad, encontró una preciosa vista de la ciudad, lejana, silenciosa, hermosa cuan letal, titilaba para él entre la oscuridad. 

Despojándose de su casco, apagó la música que sonaba desde las bocinas que integró años atrás a la moto, y así, sentándose en el suelo, se fundió entre los ruidos que pudiese ofrecerle ese mundo.

Los grillos, en su orquesta nocturna, no se hicieron esperar, volviéndose su dulce compañía que acompasaba al palpitar de su corazón.

Abrió una lata de refresco y bebió su contenido con avidez, sosteniéndola entre sus manos como el tiempo lo hacía con él, colgando en las yemas de sus dedos, relajado e indiferente a lo que pudiese pasar con él si se descuidaba.

«Mi alma quiere huir», pensó con tristeza. «Desea olvidar las palabras crueles, el desprecio, el miedo que siente y el dolor que padece. Quiero perderme, tener un nombre nuevo, una vida diferente...»

Entonces, recordó aquella llamada y con ello, esa voz gélida que sonó al otro lado de la línea, amenazante, cruel, despiadada. Le decía que debía volver, regresar sobre sus pasos y ser lo que fue.

«Pero yo no quiero hacerlo... menos ahora, que justo estoy en el camino. Puedo irme, huir a donde mi corazón me diga. Pero... aunque lo haga, no encontraré la paz de la que tanto me hablan».

Suspiró y de su chamarra sacó una cajetilla de cigarros, dispuesto a fumar un poco. Sin embargo, su aroma le repugnó y su humo invasivo le removió el estómago. Logró darle un par de caladas antes de resignarse y abandonarlo por la paz.

Era curioso. No sabía desde cuándo sucedió, pero por algún motivo, ya no soportaba el sabor del tabaco. Su humo y su espesa densidad, siendo que, hasta hace unas semanas, se fumaba una cajetilla entera.

Joel apagó el cigarro sobre la suela de su bota y lo arrojó dentro de una lata de refresco ya vacía.

Cerró los ojos y se tumbó en las hebras que conformaban la frialdad del pasto. La idea de perecer en ese sitio le tentaba el alma.

Qué doloroso era pensar que salió del infierno creyendo que tocaría el paraíso y lo único que encontró fue la sentencia de vivir encallado en el purgatorio de un vacío silencioso. «¿Sobreviví para esto?»

De repente, se imaginó a Renta y a Buck en ese escenario funesto, donde su funeral se llevaba a cabo, llorando al cuerpo hueco que alguna vez habitó.

También, le fue fácil visualizar a Álvaro, gritando y recriminándole por haberlo abandonado en ese infierno del cual intentaban escapar juntos.

«Mi madre y Jaime...» pensó entonces, añadiéndolos a esa imagen. «No puedo ver sus rostros. No sé cuánto hayan cambiado... me es imposible imaginarlos. Y lo peor es que, no sé si sean los años perdidos por el encierro, pero... me siento tan vacío, que ni siquiera me entristece pensar en cuánto sufrirían por mi muerte». Joel se cubrió los ojos con el antebrazo.

«Si no vuelves, te arrepentirás», susurró, rememorando esas palabras que sonaron tan venenosas y crueles para alguien que trataba de evadirse de la realidad.

«No sé qué es lo que haré», pensó, al borde de un colapso que calmaba con respiraciones y exhalaciones pausadas. «No sé cómo me enfrentaré a la vida, si no soy más que ruinas. Debí dejar que me mataran ese día. Así, esta horrible sensación y la terrible culpa abandonarían mi pobre y roto corazón. ¿Por qué sigo vivo?».

Los minutos pasaron. Joel permaneció inmóvil. Navegando entre ensoñaciones lúgubres que buscaban una pizca de luz que lograra disipar sus tinieblas.

Perdido en la quietud, su celular vibró, trayéndolo de nuevo a la realidad. Esa en que no era un cadáver inmóvil, liberado de la mentira del tiempo.

   —Qué onda, Joel. ¿Dónde andas? —le preguntó Álvaro al otro lado de la línea.

   —Salí a dar una vuelta... ¡No me digas que ya estás afuera! Quedamos a las diez.

   —Ah, no. Aún estoy en la carnicería. Pero quería ver dónde andabas. Luego se te va el tiempo bien feo. ¿Quieres que lleve algo para la cena?

   —No, no te apures por eso. Lo tengo todo en casa. Ahí está, nada más es que llegues y te aplastes a comer.

Álvaro rio. —¡Genial! Entonces ahí te caigo al rato. Pero, antes de que cuelgues, ¿todo bien? Te escucho medio raro.

   —Sí, todo bien. Nos vemos en la casa. ¿Va? Estoy manejando, así que debo de colgar.

Álvaro aceptó su respuesta y, suspirando, vio cómo uno de esos matones de cuarta se llevaba su celular consigo mientras que él miraba sus manos manchadas por la sangre del hombre que tenía frente a él.

   —Ok, Cuervito, volvemos al juego —y con ello, Álvaro se colocó la manopla de hierro—. No me mires así. Te fue bien conmigo. De todos, soy el más persuasivo. Te haré hablar sí o sí, que me están esperando.

Y así, sin un gramo de piedad, le propinó otro fuerte golpe a la cara magullada y ensangrentada del hombre sentado frente a él, mientras gotas de líquido carmesí manchaban el torso desnudo de Álvaro.

«Padre nuestro, no los dejes caer en la tentación, y líbralos de todo mal, Amén...»

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