Chào các bạn! Vì nhiều lý do từ nay Truyen2U chính thức đổi tên là Truyen247.Pro. Mong các bạn tiếp tục ủng hộ truy cập tên miền mới này nhé! Mãi yêu... ♥

6 - Viejos amigos, viejos recuerdos.



Renata gritó de emoción.

Apresando al instante las mejillas de Joel en la suavidad de sus manos manchadas y arrugadas por la edad. Llenándolo de efusivos besos que se alternaban de su frente, la punta de su nariz y sus cachetes.

Sus ojos oscuros, tan brillantes y vigorosos, lo miraban con inmenso amor y alegría, rodeándolo con sus delgados brazos y obligándolo con su afecto, a encorvarse más de la cuenta para alcanzar a abrazar a esa menuda mujer. Su mejor amiga.

   —¡Mi muchachote ha vuelto! —exclamó, desbaratándose de felicidad—. ¡Dios! ¡Estás tan guapo, grande, y fuerte! ¡Mi precioso galán de barrio creció tanto!

   —Ey, ¡el galán soy yo! —interrumpió Álvaro entrando un minuto después de Joel.

Con semblante abatido por el cansancio y la falta de oxígeno, el menor llevaba a cuestas dos pesadas mochilas negras mientras se dirigía hacia la sala. Ahí, ya sin energía, sudado y derrotado, se dejó caer en los sillones verde limón de Renata. Dispuesto a descansar hasta nuevo aviso.

La bella mujer vivía en una pequeña vecindad ubicada en una zona alta de la ciudad, donde, para llegar, debían subir decenas de escaleras que zigzagueaban entre los callejones, poseyendo solo una entrada por la cual podían transitar los autos.

Sin embargo, con la mala suerte que traían consigo ese día, esta se encontraba cerrada debido a una reparación de tubería y, por ende, el paso estaba prohibido. Obligándolos a caminar.

Álvaro, quien probó la derrota contra Joel al jugar vencidas, debía cargar el equipaje de su amigo como castigo. Por lo que, al llegar a su destino, una parte de él se había quedado anclada en algún lugar de esa terrible subida que le costó lágrimas y sudor.

   —Les prepararé algo—se apresuró la buena mujer—. Haré tu comida favorita, chiles rellenos.

Y con ese anuncio y su acostumbrada gracia, dio sus característicos pasos largos y suaves, deslizándose hasta su habitación.

Pronto, salió con su monedero en mano, tendiéndole a Álvaro 250 pesos.

   —Ten mijo, corre a la verdulería y tráeme 8 chiles poblanos, un kilo de huevo y tortillas y jitomate. Mientras, voy preparando el arroz.

   —¡Ay! ¿Yo por qué? —lloriqueó Álvaro, alzando la cabeza que, hasta entonces, le colgaba al borde del respaldo.

   —Porque yo soy su consentido, cerebro de musgo —atacó Joel, divertido, abrazando a la menuda mujer para proceder a sacarle la lengua a su amigo, quien rodó los ojos.

Esa tarde, después de vivir lo que fue una semana de libertad bastante extraña a sus sentidos, Joel recibió la buena noticia; su cuartito en esa vecindad por fin estaba libre.

Abandonar el departamento del menor y volver a su antigua casa, donde por fin vería a su querida amiga, era un descanso que anhelaba desde el primer día de libertad.

Apreciaba la compañía de Álvaro, pero su ser, necesitaba una dosis de soledad prolongada para pensar, sentir, y analizar cada aspecto de su vida.

Renata lo llamó entonces, solicitando su apoyo para bajar la batidora de la alacena.

Era una mujer mayor y delgada, cuyo cabello lacio y alguna vez negro, se estaba cubriendo por los blancos hilos de la edad; dejando como vestigio de juventud una franja de cabello negro que se extendía a la altura de su oreja, rodeando toda su nuca.

Renata poseía una mirada brillante, jovial; y una hermosa sonrisa marcada en la comisura de sus labios a pesar del dolor que la vida le provocó durante la inclemencia de su tormenta personal.

Su perfume costoso pero dulce. La crema corporal con que suavizaba y humectaba su pálida piel; el porte que poseía al caminar e incluso su forma de vestir, la volvían una mujer encantadora cuyas 65 primaveras colmaban al mundo con su gracia y afecto.

Metidos en la cocina, Joel se despojó de su chamarra de cuero; la misma que Buck le regaló años atrás. Dobló las mangas de su camiseta de botones plateados, la cual eligió para presentarse ante su amiga después de tantos años.

Así, juntos comenzaron a preparar la comida a pesar de que Renata se negaba a recibir ayuda. Deseosa de consentir a sus niños como la madre y abuela que nunca pudo ser.

Joel la conoció cuando llegó a vivir a esa antigua vecindad, donde la renta era muy baja al igual que la calidad de sus instalaciones. Ahí, la mayoría de habitantes eran personas ya jubiladas, por lo que la convivencia era por lo general, bastante tranquila y silenciosa.

Si bien, la construcción no poseía los mejores cuartos, eran lo suficiente cómodos para una o dos personas. Tenían una pequeña cocina, su salita-comedor y su cuarto de baño; además de un patiecito 4x3, donde la luz del sol entraba para secar sus prendas y otorgarles algo de luz.

Sin embargo, la zona no era la más linda y la infraestructura estaba descuidada; brotando salitre de sus paredes y creando manchas de humedad.

Joel, encargado de enharinar los chiles y destrozar los tímpanos de su querida familia citadina al cantar las canciones de Juanga, las cuales brotaban desde la TV de doña Renata, reía y jugaba con la mujer. Mientras tanto, Álvaro, tirado en el sillón, solo se dedicaba a bromear en la distancia.

Para cuando todo estuvo listo, los tres se sentaron a comer. Bajaron el sonido de la TV, haciendo que Juan Gabriel disminuyera el volumen en su voz y compartiendo un lindo momento en familia.

   —¡Me da tanta felicidad tenerlos aquí juntos! —extendió sus manos sobre la mesa, pidiendo con un sutil gesto que Joel y Álvaro las sujetaran.

Ambos atendieron a su petición, sintiendo como aquella tierna abuelita, acariciaba el dorso de estas mientras los miraba, llena de júbilo.

   —Te extrañé demasiado, mi niño —Joel sonrió y asintió, acuñando entre sus grandes manos la de Renata.

   —Es usted encantadora, madame —admitió, depositando un beso en su mejilla, haciéndola reír.

   —Ay, barbero cabrón —río Álvaro, soltando a la mujer para recoger los platos de la mesa—. Yo limpio el desmadre, doña Renata. Ya recuperé energía.

La mujer asintió, mirando al joven llevar los platos y adentrarse en la cocina. —Se ve re guapo con ese color —comentó Renata con un aire de orgullo—. Fui yo quien lo ayudó a teñirse.

   —¡No me diga que usted fue cómplice de semejante delito a la retina! —bromeó el moreno, alzando la voz mientras se cubrían del manotazo de Renata.

Álvaro, asomándose por la puerta, entrecerró los ojos y le mostró el dedo medio antes de volver a su faena, divirtiendo a Joel, que gustaba de molestarlo.

Los minutos transmutaron en horas. Conversaron e incluso vieron la novela de las seis con Renata. Regresando a los viejos tiempos antes de que el elemento que los unió, fuese privado de su libertad.

Con el reloj marcando las seis, Álvaro miró su celular y de un salto, se incorporó, abandonando su lugar del sillón, anunciando su retirada.

   —Hay muchas escaleras por bajar para llegar a la camioneta, y debo irme al trabajo —anunció, estirando su espalda con agrado.

   —¿Qué? ¿No te ibas a quedar conmigo? Estuviste jodiendo con eso toda la semana—espetó el moreno.

   —Sí ya sé, ya sé. Pero me necesitan. Mañana te caeré para desayunar temprano. Lo prometo, odiarás cada segundo que esté contigo, no te preocupes —bromeó, tomando su chamarra blanca, salpicada por manchas de colores fluorescentes que se alternaban entre el rosa y el azul.

Se despidió de Renata, abrazándola con gran afecto y de Joel, a quien apretujó con fuerza, arrebatándole un quejido.

Esto provocó que entraran en una pequeña lucha donde ambos forcejeaban como cachorros de león, tratando de recuperar el tiempo que un paso dado en falso les hizo perder.

Joel, con su fuerza, lo sometió al final, atrayéndolo hacia él y abrazándolo una vez más con ese cariño fraternal que los unía gracias a la adversidad compartida.

   —Entonces te veo mañana, mi pedazo de pantano radioactivo —comentó el moreno, chocando su mano con la de Álvaro mientras lo soltaba. Despeinando, por último, sus chinos con brusquedad.

   —Simón. Te marco en cuanto tenga la camioneta ya para ir por tus cosas. Me urge que dejes de robarme la ropa.

Joel río, mirándose el cuerpo. —¿Qué? ¿Te da envidia de que la luzca mejor que tú?

Álvaro rodó los ojos. —¡Quisieras!

Y sin más demora, se giró, emprendiendo camino.

Pronto, su silueta delgada se fundió en el atardecer, mientras Renata y Joel cuidaban su andar desde la enorme puerta de la vecindad.

Los aires del otoño colmaban el ambiente y un viento gélido hizo que Renata se estremeciera.

   —Ven, vamos adentro. Te prepararé un chocolatito caliente.

Joel accedió con agrado, cerrando el cancel que conformaban parte del enorme portón. Después de todo, ese día, no tenía a dónde ir y se instalaría de nuevo en su antiguo "hogar".

Sentados ante la mesita redonda de madera barnizada, ambos degustaban un chocolate caliente que reconfortó sus almas y endulzó aún más su reunión.

En su conversación, trataron de esquivar los detalles escabrosos de la vida que tuvo Joel en la cárcel y en el caso de Renata, evitaban el tema de su reciente enfermedad que parecía propagarse lenta pero cruel. Silenciosa pero notoria.

Era un reencuentro esperado que anhelaba empaparse en miel, al menos, por un día. Ya tendrían ocasión de hablar sobre las desgracias que los aquejaban.

   —Qué bueno que Álvaro la estuvo cuidando. Sí le trajo su medicamento y la llevó a tus chequeos, ¿verdad?

Renata meneó la cabeza y extendió sus manos sobre la mesa, buscando las de Joel, quien sin pensarlo las tomó.

   —Ya no seas tan estricto con el pobrecito. ¡Llevo años siendo diabética! Y sigo viva, ¿no? Álvaro me cuidó tan bien como lo hubieses hecho tú.

   —Sé que así fue —admitió aliviado—. Me alegra mucho poder confiar en él. No quisiera perder mis tres pilares.

La mujer lo miró con acostumbrada ternura. Adoraba a ese joven que, a pesar de ser un adulto, para ella, era aún un tierno muchachito con un corazón retenido en el tiempo.

Renata suspiró, y de a poco, una mueca de tristeza se dibujó en su pálido y redondo rostro.

   —Joel... ¿No piensas volver a casa? —se aventuró, sabiendo de sobra que su pregunta lo incomodaría.

Este bajó la mirada, apretando sus labios y sopesando su respuesta. —No lo sé. Lo he estado pensando, ¿sabe? Desde que puse un pie fuera de Montesinos, hasta el día de hoy...

Renata lo observó con suma atención, notando sus ojeras, su rostro pálido por el encierro, y sobre todo, la alarmante opacidad de sus ojos.

Escaneó cada pequeño gesto, contando las mentiras impregnadas en su rostro expresivo.

Su boca, marcada por la amargura, portaba una tenue cicatriz al igual que su ceja izquierda, donde alguna vez llevó un par pircings que ella encontraba divinos, justo por ser una forma de expresión juvenil.

Alguien, dentro de aquella mazmorra, había tenido la osadía de golpearlo hasta romperle el labio inferior. Y solo el hombre ante ella, sabía qué más se fragmentó en el proceso.

La vida lo trató tan mal, que se le estrujaba el alma con el simple hecho de pensar en el infierno que tuvo que soportar.

«Mereces descansar, mi niño». Caviló con amargura, mirando las manos de Joel, que llevaban un ligero temblor involuntario. «Siempre dices que somos tu casa, tus pilares... tu familia citadina. No lo niego, me hace feliz saber que soy tan importante para ti. Pero hay cosas que solo encontrarás en los brazos de tu madre y la confianza de tu hermano».

Renata dio un sorbo a su chocolate, pensando en sus siguientes palabras.

   —Joel, mi niño. No quisiera meterme donde no me llaman. Después de todo, es tu camino y tu decisión. Pero creo que es momento de tomar las riendas de tu vida. Arreglar las cosas con tu hermano y, sobre todo, visitar a tu madre. ¿Has hablado con ella?

Joel agachó la cabeza y asintió con un ligero y apenas perceptible movimiento. —Me costó mucho enlazar la llamada. La recepción en Montesinos sigue siendo un asco. Pero de vez en cuando, lograba hablar con ella.

   —Entiendo. ¿Sabe que estabas en la cárcel?

Joel negó. —No tuve los huevos de decírselo. Piensa que llevo una vida estable acá en la ciudad. Y que no he podido ir por el trabajo que me tiene de aquí para allá.

La expresión de Renata era la de una mártir. Nunca había tenido hijos, y siempre los deseó con locura. Así que no podía imaginar el inmenso dolor que sentiría Rosario, la madre de Joel, cuando supiera en qué infierno vivió su pequeño ángel.

   —Las mentiras terminarán aplastándote, mi niño.

Joel cubrió su rostro con ambas manos, soltando el aire por la boca. —Lo sé... pero tengo miedo. Si regreso y algo malo le pasa, yo no...

   —No le harán daño, mi vida —interrumpió con dulzura—. Han pasado doce años. Has cambiado mucho. Y dudo que la mitad de esos idiotas sigan vivos. Esa gente nunca termina bien. ¿Has hablado con tu hermano? ¿No le comentó nada de tu situación a doña Rosario?

Joel se recargó en el respaldo, peinando sus cabellos hacia atrás. Buscando con ello, regular algo de la tensión que esa conversación provocaba en sus músculos.

   —Lo vi solo una vez. Fue a visitarme a la cárcel. No salió nada bien —Renata apretó los labios, preocupada—. Y de decirle a mi madre... sabes cómo es Jaime. No le dirá nada. Quiere que me haga responsable y le diga yo mismo.

   —Tu hermano tiene razón. Es inteligente, pero, me temo, que un tanto injusto también.

   —Es por mi culpa. Jodí todo, Renata. No sé cómo ganarme la confianza de mi hermano. Y no sé cómo podré mirar a los ojos a mi madre después de todo este cagadero.

   —Esa boca —lo regañó Renata, quien no aceptaba cierto tipo de groserías en casa.

   —Perdón, quise decir, "desastre".

La mujer suspiró. Entendía a ese joven como nadie. Sabía que, con su omisión, se castigaba a sí mismo al mantenerse lejos de su familia. Sufriendo en soledad. Creyendo que no era merecedor de recibir perdón por lo que hizo.

Después de todo, abandonar a su madre por una equivocación tan tonta. Exponerla al peligro, y no decirle nada sobre su paradero por semanas, era una de tantas cosas que necesitaba expiar.

   —Mi niño, hazlo ahora que puedes —aconsejó, señalando con la mirada un mueble de la sala.

Ubicado en una esquina, con bellas y coloridas flores e iluminado por una vela que permanecía encendida la mayor parte del tiempo, la foto de su difunto esposo se encontraba sonriéndole en la eternidad de sus cuarenta años.

   —El día en que Gerardo murió, sostuvimos una pelea antes de que abandonara la casa. Fue una tontería, la verdad. Se fue a trabajar por siete días a Monterrey, y durante los primeros tres, estuvo marcándome hasta el cansancio. Pero yo me negué a responder. Mi orgullo y mi coraje me lo impidió.

» Al cuarto día, cuando me atreví a contestar la llamada, soberbia y poderosa, según yo, ya estaba dispuesta a perdonarlo.

Renata apretó los labios. La culpa la devoraba sin piedad.

» Pero entonces, un extraño preguntó por mí y mi parentesco con Gerardo. Y fue que el mundo se me vino abajo cuando supe que había muerto en un accidente de tren. Me arrepentí por no hablar con él. Me sentí mal por permitir que se fuera enojando de mi lado. De no abrazarlo, besarlo y decirle cuánto lo amaba. El tiempo se va. Corre demasiado rápido, Joel. No te da chance de ponerte la corona de la dignidad ante él. Menos cuando se trata de amor.

» Tienes a tu madre y a tu hermano. Aprovéchalos. Sé un tonto frente ellos. Deja que te griten y te regañen. Dales la oportunidad de sacar su dolor, sanar y aceptarte como siempre lo han hecho para que tú, puedas perdonarte y permitirte estar con ellos mientras el tiempo aún te deje hacerlo.

Joel la escuchó atento, con la mirada clavada en el bello patrón de encaje que componía aquellos mantelitos de mesa blancos, sopesando sus palabras.

   —Es una mujer muy sabia, madame. De eso no hay duda...

Renata asintió, dándole la razón.

   —Por cierto, hace rato lo noté, pero no era el momento de mencionarlo —comentó la mujer, tomando su muñeca y alzando un poco la manga de su camiseta —. Veo que no perdiste tu pulsera.

   —Nop, aún la tengo —celebró el moreno, acariciando la madera con afecto, resultándole curioso que Renata se emocionara tanto al verla.

   —Aún recuerdo cuando te conocí —en su voz, un aire de nostalgia se elevó—. Se me hizo tan bonita que tuve que comentarlo.

   —¡Sí! Ese día la ayudé con su mandado de camino a su casa. De hecho, por esta pulsera comenzamos a hablar esa vez.

Renata asintió, aunque una mancha de confusión aquejaba su luminoso rostro. Frunció el ceño y meneó la cabeza.

   —Sí, pero creo que estás confundido, mi niño. Nos reencontramos en la vecindad. Más, la primera vez que te vi fue en el camión, de camino a tu pueblo —confesó, aturdiendo al moreno quien se limitó a reír, preso de una incomodidad poco familiar para él.

Joel se removió en su asiento. —No, ¿cómo cree, doña Renata? Me acordaría de algo así.

   —Pues no lo haces. En ese entonces yo iba para mi pueblo, Naranjos. Y me senté contigo en el camión porque en mi asiento, mi compañera roncaba como un oso en hibernación. Fue ahí que empezamos a hablar. Y entonces vi tu pulsera.

Joel, extrañado, fue presa de una inminente tristeza que lo obligó a agachar la cabeza antes de que su expresión pudiese delatarlo.

«No me digas que esa enfermedad está empeorando...» pensó, preocupado, mirando el fondo de su taza a la cual le quedaba un poco de chocolate.

Renata había presentado problemas de memoria últimamente. Algo que Álvaro le mencionó en varias ocasiones.

En un inicio, olvidaba pequeñas cosas sin importancia. Las llaves, su bolsa del dinero, echarle agua al baño. Nada del otro mundo.

Pero de a poco, su lista de olvidos fue aumentando y con ello, la preocupación de Álvaro y Joel.

   —Mi querida Renata, te confundes. Eso nunca pasó. —aseguró, endulzando su voz—. La primera vez que te vi, fue aquí, en la vecindad. Si me hubiera topado con una mujer tan magnífica como tú antes de ese día, lo recordaría.

Renata, en lugar de sonreír y seguir el juego, se molestó, arrugado su frente y cargando de severidad maternal su mirada.

   —¡No, no! ¡Lo recuerdo bien! Estabas más jovencito. Tenías catorce años e ibas con tu mamá —aseguró, dando pequeños golpes a la mesa con su dedo índice—. Ella estaba en el asiento de atrás. Hablamos de varias cosas y entonces me contaste que hiciste dos pulseras. "Únicas en su especie", dijiste. Una era para ti y la otra para tu amigo.

Joel sintió que su corazón se detuvo por un momento y deslizó la vista directo a la pulsera. Era cierto que fue el quién la hizo. Estuvo semanas inmerso en su labor, utilizando las herramientas que su padre dejó atrás y por ello, era su gran orgullo y la cuidaba con devoción. Guardando en ella un cariño que llegaba a resultar exagerado, incluso para él. Pero, nada cuadraba en la historia que Renata le exponía. 

Ella continuó ante el mutismo de su joven acompañante. —Sí, sí. Me acuerdo muy bien justo porque hablabas de tu amigo con un inmenso cariño. Incluso pensé que te expresabas muy bonito de él y que era afortunado por tener a alguien que lo apreciaba de esa forma.

   —Pero... ¿Qué dices, mujer hermosa? —bufó, fingiéndose divertido ante sus palabras, mientras reposaba su mano izquierda sobre su propia rodilla. El temblor se acrecentaba y no deseaba preocuparla—. Yo ni siquiera tuve amigos en Montesinos. Más que a Ariel y a Álvaro... pero nunca le hice una pulsera a ninguno de los dos. Apenas y les hago un huevo revuelto.

   —No, no era para el cabrón aquel. Ni para Alvarito. No recuerdo su nombre, pero sí sé que era un niño pecoso, según me contaste. Malhumorado y valiente. Hablabas de él con mucha admiración. ¡Hasta los ojitos te brillaban con solo mencionarlo! ¿No lo recuerdas? ¿Qué pasó con él?

Joel negó con la cabeza, seguro de que Renata estaba imaginando cosas.

   —¿No te acuerdas?, ¿Ni siquiera del accidente? ¡El camionero se volcó tratando de esquivar a un grupo de hombres que aparecieron en la carretera! Hubo varios heridos. Y tú fuiste uno de ellos —aseguró—. Estabas atascado bajo los asientos y entre un montón de maletas que se cayeron cuando el camión se volcó. Te llevaron a Guayabos, el pueblo más cercano. Fue una noche horrible, porque, además, comenzó a diluviar.

El moreno la miraba atónito. ¿De dónde sacaba semejante escena?

Joel trató de esclarecer su confusión, preocupado a todas luces por ella cuando de repente, una alarma sonó en la habitación.

   —¡Ay, mis pastillas! —Renata se levantó de la mesa y se encaminó hacia la cocina, donde tenía una pequeña canasta llena con todas las pastillas que debía tomar.

Mientras sacaba de la carterita de lámina su medicamento, mandó a callar al pequeño aparato que respondía por el nombre de ''Alexa'' y el cual era la encargada de señalar sus horarios.

   —Esa cosa me la regaló Álvaro para asegurarse de que tomé mi medicamento. La configuró y todo.

   —Muy eficiente de su parte —observó Joel mientras la mujer se llevaba la píldora a la boca.

Renata caminó hasta la pequeña esfera blanca y habló:

   —Alexa, manda un mensaje a Álvaro —la voz mecánica sonó, dando la siguiente indicación e invitándola a hablar para enviar el comunicado— ¡Ya me tomé la pastilla de las siete, cabezón!

La pequeña esfera mandó el mensaje y apagó sus luces una vez cumplió su objetivo.

Al minuto, una notificación llegó, devolviéndole una respuesta. —¡Eso es todo, mi viejita bella! ¡Te quiero mucho! Y Joel... si estás ahí, deja decirte que yo soy su favorito.

Ambos rieron y la buena mujer le brindó una dulce sonrisa. —Te dije que me tenía bien checadita.

Con el tema perdido entre una banal conversación, la velada corrió con cierta normalidad hasta que Joel, cansado, decidió que era hora de volver a su antiguo cuarto.

Tenía cosas por acomodar y la amenaza de Álvaro seguía vigente, por lo que tendría que despertar temprano para recibirlo.

Se despidió de Renata, prometiendo que le llevaría un par de hotcakes para el desayuno, y con el par de mochilas a cuestas, caminó entre el pasillo que conformaba la vecindad, mirando el oscuro cielo sobre su cabeza.

Al abrir la puerta, no pudo evitar notar que el anterior inquilino había sido muy cuidadoso y dedicado en el mantenimiento de aquel pequeño nicho. Pintó las paredes y se deshizo del salitre. Barnizó la herrería y se consagró a reemplazar los azulejos rotos que tenía el pretil de la cocina e incluso, arregló el viejo mueble del baño que, durante su estancia, se tambaleaba de un lado a otro.

«Esta persona planeaba quedarse un buen tiempo. Y por mi causa, tuvo que abandonar este lugar» pensó Joel, de pie bajo el umbral. Notando que incluso dejó algunos objetos que hacían de ese espacio, su pequeño y adorado hogar.

Tales como un tapete colorido que decía, ''bienvenido a casa''. Una linda cabañita decorativa que colgaba junto a la puerta, donde podía colocar las llaves para evitar perderlas, y algunas plantas cuyas macetas estaban decoradas a mano.

Joel suspiró, sintiéndose mal consigo mismo, mientras cerraba la puerta tras de sí, recogiendo de a poco sus pasos, pisando sobre las antiguas huellas que dejó en el camino.

«Yo y mi maldita necesidad de querer encajar en un sitio que ya no me corresponde». Pensó, suspirando aquel ambiente que ya no le pertenecía.

Esa noche Joel despertó a las 2:22 de la mañana. Y a los pocos segundos, su celular sonó, mostrando un nombre inesperado que alteró los latidos de su corazón. Tragó saliva, mientras su dedo temblaba, dudando en si debía colgar o responder.

—¿Joel? ¿Eres tú? —hablaron al otro lado de la línea, arrebatándole el aire entre la penumbra de una noche de otoño que exhibía una luna en su primer cuarto. Blanca, luminosa, silenciosa y fría, como aquella voz que pronunció su nombre entre los ecos del pasado.


Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro