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5 - Un agridulce recuerdo de culpa y amor.

Joel cerró los ojos

Recargó su cabeza en el respaldo de aquel viejo y roído asiento de cuerina negra, y aspiró ese aroma a añejo; mezclado con las notas del aromatizante para autos de fresa que Buck llevaba años utilizando, alegando que le traía buenos recuerdos.

El sol se ocultaba, tiñendo de color violáceo la ciudad, ya iluminada y preparada para detener a la oscuridad con la mortecina luz de las farolas.

   —Entonces ¿Estás viviendo con el rarito? —fue una de tantas preguntas que le realizó el anciano, mientras manejaba esa vieja camioneta de carga, refiriéndose a Álvaro, ya que su forma de vestir le parecía extraña debido a la lluvia de colores neón que utilizaba.

   —Si, aunque será por poco tiempo —asintió el moreno, abriendo sus ojos y admirando como los mares grises del asfalto corrían por debajo de los carros.

   —¿A dónde pretendes irte a vivir?

   —La semana que viene, si todo va bien, estaré regresando a mi antiguo apartamento.

Buck hizo una mueca de desagrado. —¿Qué? No te ofendas, pero en tu lugar, yo no volvería a esa pocilga ¿Por qué no rentas en otro sitio? Los hay en mejores condiciones y al mismo precio o hasta más baratos.

Joel se encogió de hombros. —No lo sé. Recuerdo que estaba muy a gusto ahí. Además, ahí tengo a doña Renata. No quisiera dejarla sola más tiempo.

   —¿Aún sigue viva esa anciana? —fingió sorpresa, bromeando y mostrando una sonrisa maliciosa y divertida.

Joel le dio un ligero codazo. —Oye, ¡es más joven que tú, vejestorio! — la defendió, embriagado por la sonora y entrecortada risa de Buck, que se anteponía curiosa, sobre el rumor del motor.

Como extrañaba esa sensación...

De a poco, el mundo parecía sonreírle con cierto nivel de agrado. Tenía a Álvaro, Buck y Renata. Los tres pilares que conformaban su normalidad inmediata y querida. Y en ese momento, eso le era suficiente para continuar un día más.

   —! ¡Bah! Sabes que solo estoy jugando. La he visto muchas veces. ¡Está tan sana y fuerte como siempre! Álvaro le da sus vueltas una vez por semana, le prepara un par de guisos y pasa casi todo el día ahí, cuidándola y haciéndole compañía. La ha procurado muy bien en tu ausencia.

Joel suspiró. — Sí, había veces en que le marcaba a doña Renata y él estaba ahí con ella. Terminaba hablando con los dos por el altavoz. Que bueno que me la cuidó... lo hubiera colgado de los huevos si no.

Buck meneó la cabeza, imaginando la escena. —Dale crédito a tu fosforescente amigo. Si le quitamos lo codicioso y ese feo color de cabello, es agradable y noble el muchacho.

   —Si, además de que es un pendejo— añadió Joel, adelantándose a Buck quien, con la palabra en la punta de su lengua, soltó su carcajada entrecortada.

A pesar de su semblante feroz, Buck era un hombre muy amable, leal y risueño. Claro que estos aspectos, no se los mostraba a cualquiera. Y por ende, esa faceta agradable de presenciar era solo para sus más allegados.

Y uno de ellos era justo ese joven que la vida le lanzó contra su voluntad en una lejana tarde en que la lluvia no parecía querer amainar.

Esa vez, el entrenamiento de lucha, impartido por uno de sus mejores trabajadores, terminó más temprano de lo normal, ya que había amenaza de huracán y las lluvias azotaban con crueldad. Provocando embotellamientos y accidentes en cada rincón de esa polvorienta ciudad.

La luz parpadeaba constantemente y los pocos estudiantes que asistieron, se fueron con 30 minutos de anticipo, esperando llegar a casa antes de que la lluvia se soltara con más fuerza y les fuera imposible asomar siquiera la cabeza.

Así, el buen hombre se quedó solo. Resignado a recoger el material del gimnasio. Su espalda, cansada por los años de uso, las caídas y los golpes, solía molestarle cuando el frío aumentaba, poniéndolo de malas.

Con dificultad, Buck se agachó para recoger algunas ligas de resistencia que habían dejado en el suelo, escuchando de repente, el sonido de unos pasos apresurados que chapoteaban sobre el asfalto empapado.

Temblando, agitado y cansado, un joven de 15 años se detuvo bajo el umbral; ocultándose de la lluvia mientras, inútilmente, trataba de exprimir su camiseta sin mangas, roja y rota.

Desde su ubicación, al fondo del gimnasio, lo vio frotar sus brazos descubiertos con ahínco, tratando de disipar el frío de sus huesos.

En un inicio, Buck pensó en que debía correrlo de ahí. Últimamente, la violencia y los robos venían en las manos de quienes menos se sospechaba, y arriesgarse, no parecía ser una opción para su atrofiado y descuidado ser.

Sin embargo, al ver la tempestad y el respeto que el joven mostraba al no entrar de lleno al gimnasio, decidió dejar que se quedara ahí algunos minutos, haciéndole compañía.

Dispuesto a alzar las colchonetas, Buck se daba ánimo para recoger lo que quedaba del material cuando, sin previo aviso, hubo un apagón en la colonia. Dejando a todos sumidos en el vaho azulado de una tarde donde la noche estaba próxima a llegar.

   —¡Mierda! —exclamó Buck, molesto, atrayendo con su profunda voz la atención del joven, quien, con timidez, se giró hacia él, pareciendo un ratoncito que no quiere ser captado y se queda quieto en una esquina, con movimientos sutiles y apenas necesarios.

Buck soltó una serie de improperios conforme se acercaba a la oficina la cual quedaba a unos cuantos metros de la entrada. Y sin quitarle la vista de encima al joven, lo saludó con un gesto mezquino.

Al ver su rostro asustado, sus intenciones de ahuyentarlo se esfumaron por completo. Después de todo, no parecía tener interés alguno en entrar en su adorado recinto deportivo y solo quería resguardarse de la lluvia.

Mientras Buck buscaba a tientas una linterna con la que alumbrar el espacio y dar con las llaves para largarse de una buena vez, resbaló gracias al charco que formó una gotera intrusa y silenciosa.

La caída fue más aparatosa de lo que en realidad ameritaba.

Sin embargo, en un intento de sostenerse para evitar su destino, el hombre tiró varias cosas del escritorio. Y eso, seguido de un quejido que dejó brotar, hicieron de ese momento, una imagen fatalista para ese jovencito que, irrumpiendo sin pensarlo, corrió a auxiliarlo.

   —¿Está bien señor? —preguntó aquella voz, tan clara, preocupada y segura, mientras lo sostenían entre la oscuridad.

Entonces, como si el destino jugara sus cartas, la luz volvió y vio en aquel rostro preocupado dos cosas.

Un par de ojos grises, llenos de nobleza.

Y un dolor que anhelaba explotar, ya fuese en llanto, o violencia.


Ese jovencito lo ayudó a levantarse y con ello, se ofreció a recoger el material restante mientras dejaba que Buck descansara en una de las bancas que rodeaban el gimnasio, siguiendo al pie de la letra las indicaciones de ese hombre y demostrándole su fuerza, rapidez y vitalidad contagiosa.

Por ello, como una muestra de gratitud, Buck invitó a ese niño a cenar, aunque fuese algo sencillo y rápido.

Apagaron las luces, cerraron las puertas y Joel sirvió de bastón a ese malhumorado hombre que refunfuñaba ante la amabilidad del muchacho.

Esa fue la primera vez, de muchas, en que Joel subía a esa vieja camioneta roja, percibiendo el aromatizante de "la chica fresa" que le picaba la nariz junto al polvo.

La lluvia seguía cayendo, pero para Joel, era apenas una brisa en comparación al aguacero que tuvo que soportar sobre su piel momentos atrás, cuando huía del diluvio y llegó al gimnasio.

   —¿De dónde venías cuando llegaste al gimnasio, muchacho? —le preguntó Buck entonces, mientras encendía el carro.

Notando que el joven temblaba aún por el frío, sin pensarlo mucho, le tendió su chamarra y le pasó una de las toallas que vendía con el logotipo del gimnasio.

   —Venía de periférico Sur. En las mañanas estoy ahí vendiendo periódico en el crucero que queda en la estación Juárez, y en las tardes, con lo que junto, compro algunos dulces y los vendo en el semáforo.

Buck asintió, con la vista fija en el camino y pronto, se estacionaron en un enorme Carwash que, en las noches, era utilizado como taquería.

Sentándose bajo sus lámparas azules, esperaban al mesero para que rompiera el silencio entre ellos, el cual, les resultaba incómodo de sostener.

Pero ambos tenían un interés que los mantenía allí. Joel, moría de hambre y Buck, deseaba saldar su deuda.

El moreno, en un inicio, se limitó a pedir 2 tacos al pastor, alegando que con eso tenía suficiente. Pero Buck, un hombre de buen comer, le pidió al menos 4 tacos más, explicándole que estaba en crecimiento y que debía alimentarse bien para mantener sus fuerzas.

Sin mucho análisis, y con la información obtenida de boca del propio joven, Buck fue consciente de que este vivía en las calles.

Por lo general, los jóvenes que trabajaban en el semáforo se dividían en 4 tipos. Los dos primeros eran porque lo hacían para ayudar a un partido político o a su familia.

Los del tercer grupo deseaban obtener dinero para asuntos más personales: como estudios, en el mejor de los casos, o droga, en el peor. Y los del cuarto tipo, porque algún adulto, los forzaba a trabajar para ellos, dándoles una comisión muy escasa mientras los vigilaban atentos bajo la sombra de un árbol.

Las circunstancias variaban según la persona. Pero en el caso de Joel, se añadía un quinto tipo y por desgracia, el más común: los marginados que vivían en la calle y luchaban día a día por su sobrevivencia.

«No está bajo el cuidado de ningún adulto» observó Buck, viendo como depositaban sus platos sobre la mesa.

El hombre le hizo una seña al joven con su mano, invitándolo a empezar y Joel, con vergüenza, tomó el primer taco, lo preparó y se lo llevó a la boca, aguantando las ganas de devorarlo de una mordida e ir por el siguiente.

El rostro de Joel no se veía sucio, sus ropas estaban desgastadas y se notaba que en las últimas semanas, se había dado un estirón más, haciendo que sus prendas se encogieran; dándole un aspecto de abandono total.

   —¿Y tus padres? —le preguntó Buck, al cabo de un rato, mientras chupaba su dedo índice y pulgar, retirando los restos de salsa y grasa que destilaba su taco de chorizo.

   —No tengo —mintió Joel, mirando su plato, sintiéndose culpable por siquiera mirar aquel delicioso alimento que le era entregado.

   —Todos tenemos un padre y una madre. No eres hijo del viento o del sol. Y no eres un muchacho citadino. Eso se nota.

   —¿Cómo lo sabe? —En los ojos de Joel se encendió la mecha de la curiosidad.

   —Los niños que crecen en la calle desde muy chicos, son delgados, no se desarrollan tan bien como deberían, ya que no comen adecuadamente. Y los niños de familia, son fofos en su mayoría, aún si son delgados y pobres. Tienen una ligera joroba y siempre se la pasan en sus celulares. Solo los niños que practican algún deporte se salvan de esto.

»Pero tú eres un muchacho macizo. Atlético y fuerte. Tienes varios músculos desarrollados. Músculos que se trabajan cargando, corriendo, trepando, pedaleando y saltando. Y sobre todo, comiendo.

   —Puedo hacer todo eso aun estando en la ciudad...—comentó Joel, tratando de ocultar en vano, su origen.

   —Sí, no lo dudo. Pero no es tu caso. Se nota que, hasta hace poco, eras de buen comer. ¿De qué pueblo vienes? Debe ser una zona montañosa... o con muchas colinas. Un terreno llano no te prepara así...

Joel lo miró, asombrado. Tragó saliva y asintió. —Si, de hecho, así es mi hogar. Se llama Montesinos.

   —Nunca he oído hablar de él...

Joel río. — Bueno, tampoco es que sea tan conocido como Macondo o Comala...

Un brillo apareció en los ojos de Buck, quien rió, asintiendo y notando esa chispa de sagacidad en aquel rostro juvenil.

   —Tenemos un lector, al parecer.

Joel se encogió de hombros. —No tanto. Uno, me hicieron leerlo en la secundaria y el otro, lo leí de camino acá. Aunque no termine de leerlo por ser más largo.

   —Ya veo, entonces... Montesinos ¿eh?

El moreno asintió. —Sí, existe. Está perdido entre una zona montañosa. Rodeado de bosque. Es muy bonito. Queda como a 8 horas de aquí.

   —Entiendo. Debiste ser un desmadre entonces. Puro ir y venir al bosque ¿no? De ahí tu complexión —observó, con un ligero aire de orgullo.

A Buck gustaba ver a la juventud explotar su fuerza, agilidad y velocidad. Disfrutar de la libertad que les daba tener un cuerpo sano, enérgico y flexible. Con ello, no había algo que detestara más que un muchacho perezoso y sedentario.

Joel entrecerró los ojos, dudando, a modo de juego. —Nah. Solo lo adivinó ¿Verdad?

El gesto del joven le pareció gracioso a Buck, quien esbozó una sonrisa para él.

   —Tienes huevos al quitarme mérito, muchacho. —lo señaló, alzando sus canosas cejas—. Soy entrenador, y a tu edad, la musculatura que tienes solo puede ser por ir un tiempo determinado al gimnasio, hacer calistenia, o por vivir en un entorno natural muy basto. He tenido deportistas de todo tipo que han vivido en diferentes ambientes y contextos. Sé de lo que hablo. Ahora, dime muchacho ¿qué haces acá en la ciudad? Aquí no hay nada para nadie solo crueldad y decadencia.

Joel tragó saliva, mirando el ceño marcado de ese señor que tan amablemente, le invitó la cena.

Joel buscaba una mentira para soltar, sin embargo, una idea cruzó por su cabeza, pero mentirle a ese hombre, sería una pérdida de tiempo.

Era perspicaz, y seguramente, ya tenía una idea formada y cimentada sobre los datos que recolectó con solo verlo más la información que ya le había soltado sin mucho cuidado.

El moreno tomó aire. —Todos los del pueblo decían que acá estaban las oportunidades, así que les creí.

Buck asintió, recargándose en el respaldo de esa silla metálica y cruzándose de brazos. —Entiendo. El sueño citadino. Entonces dime, hasta ahora... ¿Cómo te ha ido?

   —Pues...—Joel guardó silencio, dejándolo a su interpretación.

   —¿Cuánto tiempo llevas aquí?

   —Un mes...

Buck suspiró. —Bueno muchacho, has aguantado, solo espero que la ciudad no te devore. Entonces he de suponer que no tienes conocidos acá. ¿Familia? ¿Algo?

Joel asintió. —Mi hermano, Jaime. Pero está haciendo sus prácticas fuera, y no tengo como contactarlo.

Buck lo miró con cierta decepción. —Mejor vuelve al pueblo, muchacho. Sé lo que te digo.

   —No puedo, debo destacarme aquí, debo aguantar...

   —¡No digas pendejadas, niño! —exclamó Buck, exasperado, dando un golpe a la mesa que asustó a Joel—. ¡Mírate! ¡Estás sucio, te cagas de hambre y seguro has de vivir bajo un puente, muchacho! ¡No creo que estar lejos de casa sea lo mejor!

Joel se encogió sobre su asiento, regañado, aceptando las palabras de ese hombre como lo que eran: la verdad.

Frotando sus manos por debajo de la mesa, nervioso, Joel titubeó, con la mirada anclada a su plato ya vacío.

   —Es que...no puedo volver. Si me ven por allá, me matarán —soltó de repente con voz quebrada—, a mi amigo y a mí, mejor dicho. Nos amenazaron. Y si pongo un pie ahí, se irán contra mi madre...

Buck frunció el ceño, apretando sus labios. —¿Pues qué hiciste?

Joel se encogió de hombros. —Solo estuve en el lugar y momento equivocado...

La mirada del joven se ensombreció, pensando en ese estigma tan profundo que habitaba su reciente pasado.

Buck se removió incómodo sobre su silla. No estaba en sus planes indagar más.

   —Tu amigo, ¿Tiene tu edad? ¿Llegaste con él entonces? —Joel asintió y Buck soltó el aire.

El buen hombre hizo una seña al mesero y le encargó 6 tacos para llevar, surtidos y con todo aparte, además de un agua de arroz.

Cuando le entregaron su orden, Buck pagó la cuenta y caminaron hacia la tienda aledaña, donde compró pan, leche, birote y un vaso de frijoles. Un par de botellas de agua y un poco de queso, para así, entregarle ambas bolsas al joven.

   —Ten, llévate estos. Los tacos, pues para que cene tu amigo. Y lo demás, bueno, no es mucho... pero les ayudará a endulzarse la vida y a pasar la mañana.

Joel lo miró, asombrado y conmovido, dudando en tomar aquel par de bolsas hasta que al final, terminó por aceptar, sintiendo como sus ojos se anidaban en lágrimas que intentó ocultar.

   —Deje le doy su chamarra —recordó el joven, haciendo ademán de quitársela. Pero Buck lo detuvo en seco.

   —Llévatela muchacho. A mí ya no me cierra. Además, serás un hombre grande. En un tiempo, te quedará como un guante.

Joel se emocionó, y lo que para Buck, fue la buena acción del día, para Joel, fue la primera muestra de humanidad en esa fría y feroz selva de concreto.

Así, lo que el buen hombre creyó sería un evento aislado en su vida, terminó por volverse algo más especial. Duradero y fuerte.


   —¡Yo lo ayudo señor Buck! —le gritó con ánimo aquel joven, asomando su cabeza castaña y despeinada por el marco de la puerta. Mostrándole una bella sonrisa confiada y enérgica.

   —No trabajarás aquí, Joel. No insistas— le recordó, con voz aburrida mientras rodaba los ojos, cansado de tener que repetírselo por cuarta o quinta vez en la semana.

   — ¡Pero quiero ayudarlo! — saltó el joven hacia él, con la confianza y la dulce impertinencia de la juventud.

Había pasado una semana desde que conoció a Buck, a quien buscaba cada tarde con el único fin de apoyarlo con lo que pudiera, como muestra de gratitud.

En un inicio, la idea de que le diera trabajo no estaba en sus planes hasta que el mismo Buck, quien sospechaba, erróneamente, de las intenciones del joven, implantó esa idea en su cabeza castaña al negarle por primera vez un trabajo no solicitado.

Fue ahí que los ojos grises de Joel se iluminaron con la magnífica idea mientras que Buck, se arrepentía por haberlo dicho.

   —¡Un niño de la calle debe trabajar para conseguir su alimento! ¡Ve y haz eso!

   —Pero ya terminé de vender mi tanda —espetó, alargando las palabras en un reproche infantil—. No es mucho lo que sacamos entre los dos, pero hoy comemos con las ganancias. Además, me gusta este lugar. Prefiero venir aquí a estar vagando por ahí.

   —Joel, no puedes ofrecer tu trabajo sin recibir nada a cambio, menso.

El joven asintió, con una expresión seria. —Y tiene toda la razón, señor Buck. Y por eso mismo, debería darme trabajo—pidió entonces, risueño.

   —¡Y dale con eso! — exclamó, manoteando con sus manos el aire, como si con eso disipara la petición del moreno.

   —¡Ándele! Soy trabajador, rápido y fuerte. ¡Justo lo que necesita!

Y tomando del suelo una de las colchas donde el grupo de las 3, practicaba sus piruetas para la lucha, las llevó hasta el enorme closet de madera que tenían al fondo, donde guardaban gran parte del material.

   —Joel, no. Si se enteran de que le di empleo a un menor...

   —¡Diga que soy su sobrino! —se apresuró a decir, encontrando la solución—. No tienen porqué enterarse de que trabajo aquí.

   —Corrección. No trabajas aquí.

   —Aún —le guiñó un ojo y fue por la siguiente tanda de material—. Ándele, deme chance. No estoy pidiendo mucho. Solo que no quiero seguir trabajando en los semáforos —Joel, quien cargaba un par de pesas de 25 libras en cada mano, lo miró con un ligero puchero, deteniendo su camino—. Es molesto. Y me gasto la mitad de mis ganancias en agua y sueros para no morir deshidratado. Además, los señores que limpian los parabrisas apestan a miados y marihuana, y siempre andan de pegajosos con nosotros.

» No me caen mal. Son chidos y todo. Les tengo cierta estima, pero no quisiera estar ahí. No es bueno para Álvaro...

Buck lo miró, sopesando la situación.

   —Entonces, patrón ¿eso significa que también quieres que le dé trabajo a tu amigo? —señaló Buck, cruzándose de brazos.

   —Si y no. Entre los dos, apenas juntamos 150 pesos en la semana. Eso sin contar lo que gastamos en sueros y agua para sobrevivir al rato. No ajusta para mucho, la verdad. Si quiere pagarnos eso por los dos, no me quejaré. Al menos no estaríamos tan expuestos.

   —¿Ah? ¡Ya te pusiste el sueldo tú solo!

Joel bajó la vista, sonriendo apenado. —Perdón, era un decir.

   —No sonó a eso...

   —Ya sé... pero por favor, piénselo. Nada más en lo que vuelve Jaime...

Buck tomó aire, sujetando con su dedo índice y pulgar el puente de su entrecejo. —No prometo nada —terminó por decir, dirigiéndose a su oficina—. Mientras, regálame tu trabajo hoy y ayúdame a montar el ring, por favor.

Joel se llenó de júbilo.

Las posibilidades de que Buck lo contratara eran mínimas, pero no ese redondo y horrible cero.

Además, le gustaba estar en ese sitio. Era caluroso, sin duda, pero al menos no quemaría su piel con el sol, ni se expondría a ser atropellado en un descuido, ni a desmayarse por insolación.

«Me alegra que jodieras hasta conseguir que les diera el trabajo a ti y al energúmeno aquel» pensó Buck, volviendo a su presente gracias a la voz de Joel. Tan clara y amable como siempre, pero envuelta en una esclarecida madurez, suave y firme.

   —Por cierto. Mañana me pasaré al gimnasio temprano, si no hay problema.

   —Sabes que puedes ir cuando quieras, hombre. Es tu casa.

Joel le agradeció, pero la duda ensombreció su rostro cansado. —Oye...Buck —titubeó, incómodo—De casualidad ¿sabes a qué hora trabaja Ariel?

Buck negó con la cabeza. —No. Cuando te encerraron, no lo vi más por acá, salvo un par de veces en que fue a buscar a Álvaro.

   —Entiendo...ni como saberlo ¿verdad?

El silencio entre ellos obtuvo un peso difícil de ignorar.

   —Estas... ¿Enojado con él? —indagó el hombre sin quitar la vista del camino—. Te vi muy distante con él. Sé que cinco años son suficientes para que una persona cambie en algo su trato, pero siempre has sido muy efusivo con tu gente...

   —Creo que solo me molesta que no respete mi espacio. Si no lo llamé para avisarle sobre mi liberación, es por algo.

   —Bueno, tienes tus motivos. En tu lugar, haría lo mismo. Pero... No entiendo por qué me mientes, muchacho. Lo tuyo con él, viene de hace rato. No puedes engañarme, lo sabes.

Intercambiaron miradas donde Buck, le mostró esa sabiduría paternal y silenciosa, mientras Joel, le enseñaba que en sus ojos no había sorpresa, solo resignación.

El moreno meneó la cabeza y apoyó su codo en el marco de la ventana, sujetando su mejilla entre la palma de su mano.

   —No puedo mentirte ¿verdad? —tomó aire y confesó —. Sí, estoy resentido con él. Tanto que me molesta siquiera escucharlo hablar. Los motivos... No puedo decírtelo aún. Son solo una suposición que mi mente trata de justificar por el aprecio que le tengo.

Buck asintió, aceptando los motivos del joven, sabiendo que, cuando esclareciera su mente, le hablaría sobre sus problemas, buscando consejo o un refugio silencioso y comprensivo para su temor.

   —Bueno, como te dije, el muchacho lleva rato sin pasarse por ahí, pero mencionó que quería entrar a las clases de Box. Naturalmente, le di la opción del horario de las nueve, dónde van los principiantes.

Joel bufó. —Ese güey apenas levanta un vaso. No sobrevivirá a tu entrenamiento.

   —De hecho. Si va, le pondré la friega de su vida. No te preocupes.

Joel rio, divertido, recordando los ejercicios tan pesados que Buck le ponía cuando decidió, de buenas a primeras, entrenarlo.

Mientras tanto, Buck se adentró en una calle angosta y mal iluminada, la cual, debía tomar hasta llegar a la cerrada, donde un complejo de departamentos se encontraba oculto entre las sombras de los gigantescos árboles que se tragaban la luz de las farolas.

   —Mierda... Este lugar está horrible— observó, apagando la camioneta una vez llegó a su destino.

   —Es mejor que aquel sucio callejón donde vivíamos Álvaro y yo, antes de que nos dieras trabajo y asilo en el gimnasio.

   —Eso sí. Cualquier cosa es mejor que eso.

   —¿Incluso mi casita jodida allá en la cumbre?

   —No abuses— bromeó, chasqueando la lengua.

Joel abrió la puerta de la camioneta y bajó de un salto. —Gracias por traerme Buck.

   —No hay de qué muchacho. Mañana te veo allá entonces.

Joel asintió y con un ademán de su mano, se despidió, siendo engullido por la oscuridad de aquel sitio abandonado a la delincuencia.

«No pude protegerte en su momento, pero está vez, haré lo necesario para hacerlo, muchacho» pensó Buck, sintiendo el peso del remordimiento en el pecho mientras maquinaba como alejaría a Joel de lo que el denominaba, las garras de Ariel.

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