10 - La fragilidad que yace en la melancolía.
Joel estornudó.
El gélido ambiente que los rodeaba calaba en sus pulmones, viciados por los malos hábitos y el encierro, augurando para él un resfriado inminente.
Caminando junto a Álvaro, se abrió paso bajo los cálidos rayos de la aurora violácea, percibiendo cómo sus botas se hundían en la tierra, el pasto y el lodo, lo que le provocaba una sensación extraña pero agradable.
Con el aroma del petricor que embriagaba sus sentidos, una creciente emoción germinaba en su interior conforme avanzaba, admirando los enormes árboles del bosque que bordeaban el terreno de Montesinos.
Entonces, Joel no podía evitar visualizarlos como guardianes celosos, cuyas raíces eran semejantes a unas garras ancladas a los peñascos.
Álvaro, soltando un bostezo, rompió el silencio. —Muero de hambre, ¿aún venderá don Lalo? Se me antojaron unos tamales...
—Espero que sí.
—¿Crees que me reconozca? Ha pasado rato.
Joel bufó. —¡Sería un milagro! Date de santos que te mire con buenos ojos. Con ese pelo, te juzgarán hasta los ancestros.
—¡Ah!, ¡Qué culero! Pero tienes razón. Soy demasiado ambiente, lujo y extravagancia para este pueblucho.
Joel rio, propinándole un golpe en el brazo.
Conforme se adentraban en el viejo y adorado pueblo, ambos notaron con agrado cómo sus habitantes alejaban el sueño junto al ascenso del sol.
Dispuestos a vivir otro día más, abrían las ventanas y barrían sus calles humedecidas con agua jabonosa que olía a lavanda, limón o pino. Las personas, abandonaban sus hogares con resignación en algunos casos y en otros con alegría, dirigiéndose así, al trabajo.
La neblina a su alrededor se disipaba y las sombras diurnas de las casas, las tiendas y el pequeño quiosco de la plaza se elevaban temerosas ante la luz en lo que sería un día frío.
—Qué raro —observó Álvaro cuando se detuvieron frente al quiosco de la plaza, decorado con cadenas de papel maché multicolor—. Ha pasado mucho tiempo. Hay cosas que han cambiado para mejor. Pero por algún motivo, siento que todo sigue estancado en el pasado.
A diferencia de Joel, el menor se encontraba cada vez más incómodo a medida que surcaban las calles empedradas y silenciosas. Con la mirada curiosa de uno que otro incauto, se vio obligando a alzar el gorro de su sudadera y cubrir con ello, el verde color de su cabello.
—Sí. Se siente raro... —concordó Joel, sintiéndose, por su parte, ignorado por todos—. Se han actualizado de a poco. Y se han extendido, según lo que dice el mapa de la entrada. Supongo que las áreas nuevas han de ser super diferentes a lo que solíamos ver cuando niños. Han de desentonar un montón.
Álvaro se encogió de hombros. —La verdad no me interesa. Pero eso sí, espero que esa actualización de la que hablas incluya tener buena señal, porque antes era un asco.
Joel no respondió.
La nostalgia lo volvió su prisionero, haciendo que las palabras atascadas en su garganta fueran como una enorme red enmarañada en su lengua.
El mundo siguió girando a pesar de su partida. Lo hizo durante su encierro, y seguiría haciéndolo aún después de su muerte.
Las tripas de Álvaro sonaron entre la calma, captando su atención dispersa.
—¿Ya tienes hambre?
Álvaro asintió. —¿Tú qué crees hombre?
—¡Cabrón, te tragaste un hot dog en la gasolinera!
—¿Y? no es suficiente para mi tripa—Álvaro aguzo la vista, escaneando a su alrededor y divisando tras el quiosco una pequeña fonda—. Aguanta tantito, iré por unos tamales.
Joel asintió, viendo como el morenito corría hacia el puesto que apenas había terminado de instalarse.
Mientras esperaba, Joel se dispuso a caminar alrededor del quiosco, admirando su entorno.
Las fachadas eran las mismas, pero embellecidas por colores blancos en sus muros y tejas rojas en sus techos. Demostrando así, una unión fuerte entre los vecinos que, al parecer, deseaban que Montesinos se convirtiera en un pueblo Mágico y hacían lo que fuese necesario para que sus calles relucieran con una belleza rural, sencilla y natural.
Las flores eran parte principal de sus vistas. En cada ventana, protegida por bellos barrotes esmaltados en negro, se asomaban canastas, macetas o latas decoradas a mano. Todas ellas, repletas de flores moradas, amarillas, naranjas o rosas.
Además, en la mayoría de las casas que poseían un espacio en su banqueta, se divisaba el tronco de algún árbol que, en su momento, Joel vio germinar.
Ahora, enormes, floreados y orgullosos, se mostraban ante él con agrado. Riendo con el viento, que mecía sus hojas con cuidado y gran amor.
Algunos portaban el color de los deliciosos frutos cítricos que ofrecía la temporada. Mandarinas listas para ser recolectadas y degustadas. Guayabas amarillas y risueñas, jugosas y sonrosadas en sus adentros mientras su cáscara se antojaba deliciosa.
En otros casos, los árboles florales portaban hermosas buganvilias de flores amarillas, moradas y blancas. Jazmines y pequeñas flores blancas apuntando al sol.
Montesinos, tan cálido y amoroso. Se pavoneaba ante sus grises ojos con una sonrisa coqueta y los perfumes de su libertad encantando los sentidos del joven que, extasiado, curioseaba por los pasillos ocultos entre las callejuelas empedradas. Alineadas con grácil encanto, tímidas casitas antiguas que él reconocía de antaño lo saludaron en su quietud.
De repente, una ráfaga de energía corrió por su cuerpo. Y de su interior una sombra infantil, risueña y llena de alegría se desprendió, ansiosa por surcar esas calles con la comodidad de unos buenos pantalones a la rodilla, sus converse rojos y un cabello rebelde ondeando entre el viento.
«Este pueblo podrá haber cambiado, pero el aire, su aura... sigue siendo la misma» suspiró, esbozando una tenue sonrisa.
Vio como la sombra de su niño interior se adentró en las callejuelas, haciéndole una seña para que lo siguiera y se dejara guiar por su pasado y añoranza.
«Ese niño espera que vuelva. Pero yo ya no tengo cabida en este lugar» pensó con tristeza. «El sol, el viento, los árboles... No me llaman. Nada me busca. La vida sigue y yo, estoy estancado».
Joel suspiró, dándole la espalda a ese niño que lo esperaba con una mueca de decepción afeando su bella tez.
—¡Bien! ¡Traje combustible! ¡Tamales para el desayuno y atole! — exclamó Álvaro, dando un aplauso y frotando sus manos en el proceso, disipando el frío—. Bueno, ¿Dónde veremos a Jaime?
—¡Cierto! Olvidé decírtelo. Él no vendrá por el momento —respondió Joel, lacónico.
—¿Qué?, ¿Por qué?
—Me dijo que andaba ocupado en el trabajo. No le dieron permiso hasta la próxima semana.
—¡Qué grosería! —Álvaro se cruzó de brazos—. Primero te llama en la madrugada. Te restriega en la cara que él es un hijo excepcional. Te dice un montón de cosas feas para que vengas específicamente esta semana. Y ahora que estás aquí, ¿resulta que no vendrá?
Joel lucía indiferente. —Lo prefiero así, la verdad. No tendría la cara ni la energía para enfrentarlos a ambos al mismo tiempo.
La sola idea de ver a su hermano le aterraba tanto como el ver a su madre. Pero la diferencia radicaba en que Jaime tenía el tiempo, la fuerza y un corazón impetuoso para darse el lujo de estar enojado con él.
Rosario, por su parte, debido a su edad y enfermedad, podría utilizar el tiempo que tenía para sucumbir al amor y la maternidad pausada. Claro que, de contar con la fuerza necesaria, Rosario no perdería la oportunidad de darle por lo menos un coscorrón al inconsciente de su hijo.
Joel sabía del daño que le causó a su madre; no tenía perdón por sus acciones. Pero, también era consciente de que, las pocas veces que habló con Rosario, en su voz un tono repleto de amor le era servido con las mieles de la piedad.
«Eso lo hace más difícil. Saber qué hiciste un daño irreparable a un ser querido, y, aun así, recibir su amor incondicional como única respuesta a la porquería de ser humano que eres».
Álvaro notó la preocupación de Joel. Apretó los labios y le arrebató la mochila con su equipaje. —Vámonos ya, hombre. Y deja de actuar como si fueras directo al matadero.
—Pues técnicamente eso hago. Jaime me odia.
—No, no seas dramático. Solo anda de resentido. Ya se le pasará.
Joel dudó, viendo como Álvaro lo adelantaba, señalando con su cabeza el camino a seguir.
La sonrisa de su amigo le brindó algo de seguridad.
Últimamente, el cruel recuerdo que rasgaba su mente con ese gélido tono de voz resonando al otro lado del teléfono aquella noche, lo atormentaba.
Sus palabras, filosas y letales, creaban un eco que inquietaba sus ánimos y acrecentaba su miedo.
Las recordaba bastante bien y en ellas, no había un solo gramo de amor para él.
—¿Joel? ¿Eres tú? —le preguntaron esa noche al otro lado de la línea, congelándolo por unos segundos.
Joel tragó saliva. —Sí, soy yo... ¿Pasó algo, Jaime?
—Aún no. Escuché que saliste de la cárcel... ¿No has ido a ver a mamá?
—No... aún no.
—¿Qué esperas entonces?
—Nada, solo estoy...
—¿Esperando a que muera sin haberte visto? —atacó de tajo—. ¿Sin hacerle ver que ella no fue el problema? Y que, si te fuiste, ¿fue por tu propia tonta y estúpida voluntad?
Joel negó con la cabeza. —No Jaime, no fue así. Yo no quería...
—No estoy de humor para escuchar tus excusas baratas. Ya no eres un niño, así que ten algo de dignidad y ve a visitar a tu madre.
—Lo haré, ¿en serio piensas que no quiero verla?
—No sé qué creer cuando se trata de ti. Iré la próxima semana al pueblo. Te espero ahí. —¿La próxima? Pero...
—Tu madre está enferma, Joel. Quiere verte. Dice incoherencias como que la muerte la anda buscando. El doctor que la atendía abandonó el pueblo hace poco y solo hay practicantes que vienen y van. Iré a revisarla y a cuidarla.
Pero si quieres mi opinión, no es justo que ella sufra por un hijo mal agradecido como tú. Y con ello, que este no se haga cargo de sus acciones.
Eso último irritó a Joel. —Sé cuál es mi responsabilidad, Jaime. No necesito que me recuerdes qué debo y no debo hacer. Tú mismo lo dijiste, no soy un niño. No creas que puedes sangrar la culpa de los demás sin salpicarte en el proceso.
—¿Qué quieres decir?
—Eres el doctor, el letrado, el estudiado de la familia. Sabes a qué me refiero. —escupió con frialdad—. Estaré en Montesinos el lunes por la mañana. Y cualquier cosa que me quieras adjudicar, lo haces ahí, de frente. No oculto detrás de la línea.
Jaime no respondió. Parecía sopesar y desglosar el trasfondo de aquellas palabras tan gélidas como las suyas mientras su respiración trataba de modularse.
En ese momento, ambos fueron testigos de la enormidad que conformaba la grieta que se extendía bajo sus pies, separando aún más sus caminos. Sus afectos. La línea de sangre que los unía y corría por sus venas.
—Me pondré en contacto cuando llegue allá —y sin decir más, Jaime colgó.
Esa llamada era un recuerdo amargo que se sumaba a la lista de los pecados de Joel, quien se volvió un ovillo bajo la porosidad de las sábanas blancas que cubrían su cama.
—Oye... —lo llamó Álvaro trayéndolo de vuelta al presente, mientras le daba unas palmadas en el lomo—. Sé qué crees que medio mundo te odia. Pero no es así. El mundo da lo que recibe de ti la mayoría del tiempo.
—Álvaro, no quiero ser grosero, pero, por muchos años di lo mejor de mí. Y mírame, estoy hundido en la mierda.
—Es cuestión de perspectiva, Joel. Tú mismo me lo enseñaste. Recuerda lo de la carretera tan solo. La visión del niño que se te atravesó. Si no hubiera sido por él, estarías en el hospital o incluso muerto. Fue un contratiempo que te salvó, aunque en su momento, fue una situación mala y rara para ti.
Joel lo miró con una media sonrisa en sus labios y después lo haló para envolverlo en un abrazo efusivo y amistoso.
—¡Me alegra saber que esas orejotas sí me escuchan! —exclamó.
—No te emociones. Es de las pocas veces que te he oído decir algo interesante —bromeó, respondiéndole de forma automática el abrazo.
Joel despeinó su cabeza verde con vehemencia y luego le robó la bolsa de tamales que llevaba consigo, alertando al morenito quien no dudó en correr tras su amigo, dispuesto a salvar su almuerzo.
El lugar en el que se hospedarían era un hotel de apariencia frívola y solitaria, lo cual desentonaba con la belleza y sencillez de Montesinos.
Ubicado en una colina vecina donde alguna vez hermosos árboles se irguieron en su majestuosidad, se encontraba esa edificación compuesta por 7 pisos. Una cantidad absurda para un pueblo en crecimiento, pero visionaria ante los ojos de un empresario codicioso.
Con una estructura gris y lisa, sostenida por columnas de hierro con diseños geométricos en su hechura, el hotel los recibía con un suelo de mármol blanco, brillante y costoso, sobre el cual, se proyectaban sus reflejos con claridad.
Al entrar un ambiente fútil y minimalista les dio una aseda bienvenida.
El lobby estaba prácticamente vacío de no ser por un hombre gordo, de piel rosada por el sol, shorts, sandalias y lentes oscuros que ocultaban el color de sus ojos que se encontraba sentado en uno de los sillones laterales. Ahí, donde se supondría, decenas de clientes debían pasar el rato charlando de lo lindo.
Mientras se acercaba al mostrador, una joven les sonreía con fingida felicidad. De cabellos castaños y dientes blancos, los recibió con una incómoda mueca bordeada en carmín.
Escuchando el eco de sus pasos rebotar contra las paredes monocromas, ambos tenían miedo de pronunciar palabra alguna y perturbar el abrumador silencio, amenazado por el magnífico y ruidoso eco.
—¡Bienvenidos! Los atiende Maricela Quinteros. ¿Ya cuentan con una reservación?
Álvaro, rascando su nuca, cruzó mirada con Joel, quien se mostraba renuente a abrir la boca. —Sí, eso creo. Debería estar a nombre de Joel Alejandro Hernández
La joven asintió y pronto tecleo el nombre sobre el teclado. Accediendo al sistema. —¿Solo un apellido?
—Sí, nada más tengo uno, señorita— respondió Joel con cierta frialdad, mirando los altos techos de esa edificación.
—Entiendo. Un momento, por favor.
La joven buscó la información en el sistema, frunciendo el entrecejo y haciendo una mueca de inconformidad. Pronto abrió un cajón del mostrador y buscó entre los papeles de una carpeta.
—Muy bonito, ¿no? —silbó Álvaro, quitándose brevemente la capucha para alborotar sus cabellos.
Ninguno de los dos había imaginado que un lugar así existiera en un pueblo como Montesinos. Era absurdo vieran por donde lo viesen. Y eso, resultaba casi tan incómodo como el saludo mecánico de la recepcionista.
Joel negó con la cabeza, aceptando que su voz volara entre el eco. —No, la verdad es que no me gusta —se sinceró, mientras no muy lejos, las voces de un grupo de hombres, se acercaban junto al eco de sus risas.
Álvaro tronó la boca. —¿Por qué no? Está bonito...
—No lo sé. No me gusta. Es muy...
—...frívolo —alguien habló a sus espaldas, arrancándole las palabras de la boca.
Al girarse, notó a poco más de dos metros de distancia, a los dueños de aquellas risas. Estos venían de uno de los dos pasillos que se extendían detrás de recepción.
El grupo de personas de alguna forma, habían logrado llegar hasta ellos con rapidez y al parecer sostenían el mismo tema: la belleza y frialdad que reinaba en ese hotel.
—¿Qué? ¡Cabrón! ¡Eres un anticuado! — escupió un integrante de dicho grupo—, ¿Qué tiene de f frívolo este lugar? ¡Es el futuro maldito anciano!
Y con ese grito de guerra que defendía el avance, dicha persona empujó al expositor que sostenía el mismo pensamiento de Joel.
—Uy, perdón por no tener tus gustos mierderos. No tengo la culpa de que este tan ojete el lugar. Siento que en cualquier momento aparecerá un loco y nos asesinará en la noche —su voz se elevó en una queja venenosa y bromista.
Los otros que conformaban el grupo rieron.
—¿Es que no sabes lo que es el minimalismo? ¡Eres un inculto de primera! —escupió una voz femenina.
—Ni digas. Si vienes a un sitio como este, es para alejarte de espacios así. Además, ¿Qué imbécil hace un edificio de siete pisos en un pueblo como este?
—¡Yo lo haría! —admitió la chica.
—¡Eso mismo! ¡Un imbécil!
Su algarabía, resaltada por una discusión tonta, despertó la curiosidad de Joel quien, de a poco, se giró para visualizar aquella escena.
Un grupo de cinco personas. Una mujer, cuatro hombres de distintos tamaños. Todos, envueltos en las mismas prendas. Chamarras brumosas, gorros de tela con un logo bordado en una esquina y con los rostros prácticamente cubiertos gracias a las bufandas azul marino que portaban.
«Mierda» pensó Joel, volteándose con rapidez cuando uno de ellos, atraído por la sensación que provocaba una mirada curiosa, se giró en su dirección.
Eran los tipos de camión y, al parecer, se alojarían en ese horrible hotel también. «Ay no. Que este pendejo no los reconozca», suplicó, deseando descansar y abandonar el drama por un momento.
—¡Ey, Joel! ¡Te estoy hablando, hombre! —Álvaro, quien se puso a conversar con la recepcionista, lo miraba impaciente—. ¿Cómo dices que se llama tu hermano?
—Ah, perdón. Es Jaime Irineo Cruz Hernández
—Sí. Lo que él dijo.
—Bien, gracias. El sistema me arroja que la reservación se hizo a nombre del señor Jaime Irineo Cruz Hernández. Y ya en la nota de su apartado lo menciona a usted, señor Joel Hernández. Pueden pasar. Su habitación es la 207.
Y diciendo esto, les entregó una tarjeta y un juego de llaves.
—Gracias señorita— Joel tomó ambas cosas y colgándose su maleta, se dispuso a ir a su habitación, deseoso por descansar un poco.
Sin embargo, apenas dio dos pasos, cuando una mirada silenciosa y persistente se clavó en su nuca. Joel chasqueó la lengua, irritado.
«Están detrás de mí», pensó, ignorando esa molesta sensación.
Las tres sombras que aparecían en sus sueños reptaban tras sus pasos, fundiéndose entre la oscuridad que creaban los cuerpos expuestos al sol. Volviéndose así, una presencia constante desde el día que abandonó la cárcel.
Pasó de verlas esporádicamente. A tenerlas como una sigilosa compañía errante. Deslizándose entre su cotidianidad cuáles serpientes venenosas que vigilaban sus pasos con recelo.
«No sé qué quieren de mí. Pero no lo obtendrán», se decía, mirando los pasillos que se extendían ante él.
Brillantes. Pulcros. Limpios.
No como él. No como su vida mancillada y maldita.
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro