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1- De vuelta a la mierda.


Las miradas se posaron sobre él.

Su imagen erguida, orgullosa y socarrona, se deslizaba entre esos angostos pasillos donde la hostilidad lo devoraba bajo su blanca, titilante y enfermiza luz.

Mientras él, con un destello de victoria asomando por el cristal de sus ojos opacos, los ignoraba, con la vista puesta en un solo objetivo: volver a ver la luz del sol fuera de esa asquerosa ratonera.

Sus pasos certeros, fuertes y ágiles, trazaban con su andar, líneas de pólvora invisibles que explotarían las sombras de un pasado lejano, de sueños moribundos y, sobre todo, de su futuro truncado.

Entre el insufrible golpe de los barrotes que estallaban su sonido metálico, era escoltado en medio de la algarabía, provocada por el grito de los cerdos que osaban lanzarle besos al aire. Propinándole a su imagen diversas maldiciones mientras él, de reojo, veía los escupitajos que buscaban impactar contra su calzado.

Sin duda, su estadía en ese sitio no había despertado solo deseo. Odio, envidia y codicia, eran los factores que impulsaban ese adiós tan primitivo.

Pero él, sin darles ni una sola migaja de su tiempo, disfrutaba sus alabanzas, su despedida. Con una sonrisa torcida que se dibujaba en su rostro conforme avanzaba. Mostrando al mundo sus colmillos de depredador, manchados con la sangre de sus enemigos y, por ende, con la suya.

Los hombres de azul; sus verdugos y ahora, sus escoltas, hartos de la fiesta que llevaban a cabo esas bestias enjauladas, golpeaban los barrotes que detenían sus envidias y sus ataques, ordenándoles callar de una buena vez.

   —Uy, chiquito... te estaré esperando para la cena de Navidad —habló uno con voz ronca, temblorosa y lasciva—. Tú ya no tienes futuro. Volverás pronto, putita barata. Y el Wilson no estará aquí para protegerte ya— advirtió un hombre calvo, de barriga prominente al igual que su nariz; con una fea verruga marcada justo en el centro de su mentón. Encajando su rostro entre los barrotes barnizados en blanco, carcomidos ya por los años y el sudor de las manos que se aferraban a ellos día con día.

«Quisieras, maldito cerdo» pensó, guardándose sus palabras e ignorándolo. Con la mirada altiva de quien ha sobrevivido al infierno. «No volveré a poner un pie en este mierdero».

Su convicción era fuerte. Prefería morir antes que volver a habitar el aire pestilente que albergaban esas horribles paredes mohosas, grises y carcomidas. Con su escasa privacidad, violentada por poderes corruptos y crueles.

   —Te estaré esperando —se alzó una vocecita temblorosa entre el tumulto—. Ven a visitarme, por favor.

Fue una súplica que amedrentó su corazón. Suave y temerosa, era la única voz y el único rostro, que valía la pena recordar en ese apestoso lugar.

Ubicado en la última celda de ese sector, un muchachito de 19 años, delgado, pálido y desvalido, lo miraba con sus grandes y tristes ojos, anidados en lágrimas. Aferrando sus huesudas manos sobre los barrotes que lo separaban de la única persona que le había mostrado algo de humanidad.

No hubo más palabras, ni señas entre ellos. El silencio se volvió su cómplice durante los últimos 9 meses que llevaban conociéndose.

El nombre del joven era Ricardo. Una presa fácil para los depredadores del lugar y por ello, su protegido.

A diferencia de los cabrones que rondaban el sector, él fue encerrado por un intento de asesinato perpetrado contra el esposo de su madre; quien una noche, "se le pasó la mano" y la molió a golpes hasta casi matarla. Dándole una condena de 5 años a su hijastro, con la vana oportunidad de libertad condicional, solo porque al final, no tuvo el valor necesario de terminar con ese asqueroso hombre que maltrataba a su madre sin piedad.

Ricardo buscaba con desesperación la claridad grisácea de sus ojos en ese breve andar. Tratando de encontrar en su rostro, un gesto, una palabra, una mirada... algo a que aferrarse para sobrevivir a su condena.

«Deberás ser fuerte, Ricardo. En este sitio, o gobiernas o te dejas gobernar. No hay de otra. Ya te lo dije ¿no?... ayer, estuve en tu lugar. Con el mismo miedo marcado en mi cara. Te di la clave del éxito. Lo demás, queda en ti». Pensó, suavizando la sarna de su sonrisa y mirando por ultima vez aquel rostro que, después de mucho tiempo, logró sacarle varias risas entre las llamas del tártaro que habitaba.

«Esto es lo último que tendrás de mí, Ricardo». Y así, abandonó el aire viciado que rodeaba las celdas de la penitenciaria.

Con el tic tac del reloj corriendo, pronto, se encontró en las oficinas administrativas. Sentado, esperaba a que trajeran sus pertenencias mientras su mirada se clavaba en la pequeña ventana a espaldas del escritorio. Esto, para mantener en regla sus emociones.

Por fuera, se miraba tranquilo. Confiado.

Pero por dentro, temía que todo aquello fuese un hermoso sueño. Uno que solo esperaba a que sus ilusiones afloraran, para deshojarlas con la tajante realidad, obligándolo a despertar en aquella oscura celda, bajo el cuerpo de uno de esos cerdos sudorosos. Reiniciando así, esa horrible pesadilla desde cero.

Sin embargo, un oficial apareció con una pequeña caja de cartón en mano, disponiéndose a leer en voz alta y pausada, el inventario realizado el día de la detención de ese joven de ahora, 27 años.

Revisando minuciosamente cada objeto que le era devuelto, después de tanto tiempo.

Primero, la camiseta blanca. Un pantalón de mezclilla negro. Sus botas con casquillo, una sudadera negra, y su preciada chaqueta de cuero.

Sentir la tela de su antigua ropa lo emocionó. El algodón, el aroma del cuero que aún desprendía esa chamarra empolvada. El peso de sus botas y la sensación de un pantalón de mezclilla, lo revitalizaron arrancándole un suspiro de sus labios.

En sus manos, estaba la prueba tangible de que aquello, no era un sueño. Era su realidad y esos objetos que le fueron retirados el día en que lo privaron de su libertad, ahora, representaban su pase directo al mundo real.

Un rosario con cuentas negras que se guardó en el pecho; recuerdo de su madre. Un arete de con forma de cruz, que iba en su oreja derecha, y un pircing con forma de aro, plateado, cuyo destino, era su labio inferior, del lado izquierdo.

Mientras vestía su cuerpo con los vestigios del pasado, sentía como su identidad, esa que no sabía si aún le pertenecía, trataba de adherirse a él y reconocerlo entre la madurez de su rostro y la anchura de su cuerpo ahora, más ejercitado gracias a la necesidad de sobrevivir en ese espacio hostil.

Los recuerdos de tiempos no tan tormentosos, donde una sonrisa sincera, de vez en cuando, llegaba a iluminar su ahora apagada tez, se veían reflejados en el pequeño vidrio circular de su viejo reloj averiado con correas negras, detenido a las 4:08 p.m. de una tarde lejana que ni siquiera recordaba.

Su cartera roída, la cual portó mejores sumas de dinero que esos tristes 100 pesos que llevaba, se adaptaba perfectamente a su mano, sintiendo con agrado el tacto de la piel sintética.

«Al menos, tuvieron la decencia de respetar mi dinero» pensó cuando el policía, dictó el nombre del último artículo que le quedaba por recibir. Ese que le era tan preciado, y por el cual, amenazó al guardia que tuvo la osadía de quitárselo.

Una pulsera con cuentas de madera, que en cuanto llegó a su mano, se colocó sin pensarlo, sintiendo un ligero alivio para su alma.

Cinco años de encierro fueron los suyos. En los que los rayos del sol que recibía en el patio central, no eran suficientes para calentar la fría escarcha que atenazaba su corazón.

Por fin, después de cinco años de infierno pausado, donde se vio obligado a arrastrarse para sobrevivir entre los escombros de la sociedad, su anhelada libertad estaba al alcance de su mano.

No más noches en vela, atento a cualquier sonido ajeno al de la noche y su pegajosa oscuridad, que, dependiendo de la ocasión y del idiota, buscaba satisfacer deseos ajenos o apuñalarlo sin piedad.

Las primeras noches habían sido las peores, y con ello, cruciales para estamparse en la frente el letrero de presa o depredador.

En la calle, era respetado. Temido. Alabado. Se había forjado su propia reputación a pulso. Iba y venía cuando quería, y decidía el momento en que la guillotina, caería sobre el cuello del desdichado que él elegía.

En esos días lejanos, tenía el poder en su mano. Pero en ese basurero, no era más que un perro, tragando su orgullo mientras los reyes del infierno, le daban su bienvenida durante una racha de 13 noches. Que si bien, no fueron seguidas, el tormento y terror que aquejaba sus pasos, si lo fue. Extendiéndose por todo su ser con cada segundo, cada sombra, cada mirada mal intencionada.

«Fue difícil. Pero no imposible» recordó, sintiendo la suavidad de su ropa deslizándose sobre su piel.

Como pudo, logró escalar a pesar del empinado muro que conformaba la pirámide de Maslow. Destacando entre los mejores, hasta poder llegar junto a los ''grandes''. Los protegidos. Los verdugos. Los asesinos y violadores.

Fue poco más de un año de humillaciones y vejaciones, en los que aprendió a sobrevivir y pensar. Abandonar su cuerpo cuando debía. Y a actuar como la escoria, mimetizándose entre ellos.

Fingiendo que no le dolía. Que no los odiaba. Que no soportaba su pestilente existencia respirándole en el cuello durante esas tormentosas noches en que sus fuerzas, no servían de nada para protegerse.

Sin embargo, su sacrificio rindió frutos y manipuló el pensamiento de la persona correcta, hasta volverse necesario.

Llegó el punto en que su presencia, al igual que en las calles, imponía, si no miedo, respeto. Lo necesario para sobrevivir. Ya que nadie más abajo que él, tenía permitido oponerse a su mandato, lo que le ayudaba para protegerse y con ello, cuidar a los más vulnerables. Como Ricardo.

Ahí, nadie podía tocarlo sin su consentimiento. Y eso, era suficiente para que las llamas del infierno no le calcinaran lo que le quedaba de alma.

   —¿Alguien vendrá por ti? — le preguntó el oficial.

Un joven que, a simple vista, parecía ser menor que él y el cual, no llevaba mucho tiempo trabajando para la penitenciaria.

   —No creo. Le avisé a un drogo idiota —se encogió de hombros, alzándose al hombro una pequeña bolsa de tela que fungía como mochila—. La verdad, dudo que lo recuerde. ¿Sigue pasando la ruta 32-A? — preguntó, acercando sus pasos a la gran puerta.

El oficial negó con la cabeza. —Las cosas han cambiado mucho... Pero puedes tomar la ruta 365. Y transbordar en el mercadillo. Sigue estando la Ruta 75 y la 89, si es que vas en dirección al centro.

   —Chido carnal —le extendió su mano, invitándolo a chocar su puño. El chico lo miró, dubitativo—. ¡Vamos, no me hagas el feo! ¡Necesito empezar en la sociedad con el pie bueno!

El oficial hizo una mueca y le respondió a su gesto, arrebatándole una sonrisa al joven recluso. —No vuelvas por aquí.

   —No está en mis planes hacerlo — aseguró, enfundando sus manos dentro de los bolsillos de su chamarra, encandilado por la luz de las 3 de la tarde, cuyo brillo se reflejaba en la claridad del asfalto, aumentando la molestia.

   —Bueno, que tengas suerte —fueron las últimas palabras del joven oficial, antes de cerrar el portón.

Entonces, el silencio se hizo presente.

Le quedaba una gran explana por cruzar; un desierto de concreto que amenazaba con derretir su cerebro. Pero poco importaba. Sus sentidos se embriagaban con el aire fresco del mundo real. Y el sol acariciaba su ser, bañándolo con la calidez de sus rayos.

Llenó sus pulmones con el aroma de la libertad, cerrando sus ojos y extendiéndose a sus anchas.

   —He vuelto —susurró, con débil voz.

Y por fin, avanzó con torpeza. Acostumbrado ya al reducido espacio que ofrecía su celda, los pasillos, el tumulto.

Caminó un aproximado de 4 minutos, cuando el claxon de un carro captó su atención.

A unos cuantos metros de abandonar dicha explanada, una camioneta negra con polarizado se detuvo frente a él. Y pronto, el conductor bajó del auto, dejando la puerta abierta.

   —¡Ey! ¡Ey! ¡Por fin saliste cabrón! — exclamó un sujeto de piel morena y gran sonrisa. Destacando por sus cabellos teñidos en un color verde radioactivo que calaba en la pupila de quien lo viera.

Llevaba unos lentes negros, con bordes plateados y pedrería tosca y poco estética. Por fortuna, su vestimenta era unos jeans bastante holgados, deslavados y rotos. Con manchas de pintura neón con tonalidades rosas y verdes, como su cabello ondulado. Y unos tenis blancos; al igual que su camiseta dos tallas más grande, abotonada hasta el cuello.

   —Dios, cada día te superas más ¿no? — comentó, cubriéndose el gris de sus ojos, en un gesto exagerado.

El moreno bajó sus enormes lentes negros, mostrando sus cejas pobladas y la densa oscuridad de sus ojos, provocándole un sentimiento confuso que se atenazó en su pecho, mientras caminaba hacia él.

   —Pero ¿Qué dices? ¡Ahora me vine super discreto! — espetó, caminando hacía él mientras extendía los brazos.

   —¡No esperaba verte aquí Álvaro! Estabas tan drogado cuando te conté que saldría hoy, que creí que no vendrías.

Álvaro hizo una mueca, fingiéndose ofendido por sus palabras. —¿Qué pasó? ¿Cómo crees que te dejaría solo en este día tan importante? ¡No le faltes al respeto a nuestra amistad, Joel!

Joel bufó, meneando la cabeza y abrazando al morenito que era ligeramente más bajo que él. —Jamás me atrevería a hacer eso. ¿Y qué? ¿Me darás asilo un par de días o qué? —cuestionó, abriendo la puerta del copiloto.

   —¡Lo que necesites cabrón! Pero primero, me cago de hambre. Vamos a comer algo. Yo invito —exclamó con ánimo, rodeando la camioneta y subiendo a esta—Me alegra verte fuera de esa pocilga. Debiste pasarla mal, pero mira el lado positivo, no fueron tantos años, estas mamadísimo y te ahorraste el gym, además....

Joel lo observaba, sonriendo y asintiendo mientras la voz de Álvaro se diluía ante sus sentidos.

«He vuelto...» pensó, suspirando. Recargando su cabeza en el asiento y lanzando su mirada gris hacia el paisaje que dejaba atrás. «He vuelto a la mierda. Al mundo real».

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