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Capítulo. 04

—Necesito más trabajos así de fáciles. Con mi suerte, tus espadas y... ¿Wade, me estás escuchando? —Domino lo contempló, preocupada a su pesar. Era consciente de que la mente de Deadpool vivía a años luz de su cuerpo y siempre estaba en las nubes, lo que de verdad la extrañaba era lo callado que se había mantenido durante la misión. Apenas un par de palabras sueltas y nada de comentarios absurdos.

—¿Eh? Si si. Fácil. Suave. Divertido como una fiesta con las gemelas Olsen.

—¿Estás bien, Wade? Pareces... nervioso.

Le tendió su parte del dinero por el contrato que acababan de completar. Wilson lo guardó en uno de los bolsillos del traje sin mirarlo apenas y volvió a concentrarse en seguir con los dedos los trazos que habían tallado otros en la madera de la barra.

Después de terminar el trabajo habían ido a Helvete a beber unas cervezas. Neena invitaba y el canadiense aceptó gustoso pensando que quizás eso lo relajaría. Nada más lejos.

—¿No vas a contarlo? —preguntó ella.

Wade se encogió de hombros.

—Está bien. Confío en ti.

—Voy a preguntarlo por última vez, ¿sucede algo?

Pareció pensarlo un poco. Negó, más respondiendo a una voz que solo él podía escuchar que a la interrogante de su compañera. Finalmente agarró la botella y se bebió el resto del contenido de un trago.

—En ese caso... —Domino le palmeó el hombro antes de levantarse— Te avisaré cuando encuentre otro contrato.

No quería meterse en sus asuntos porque en realidad no eran amigos, sino más bien compañeros mercs que se ayudaban cuando la situación lo requería y ahora mismo, Deadpool parecía justo el tipo que necesitaba ayuda.

—Wade, no se qué te sucede pero deberías hablar con alguien.

Él hizo un gesto afirmativo sin voltearse y le mostró dos dedos por encima del hombro. Paz.

La chica rodó los ojos y se marchó. Que hiciera lo que le viniera en ganas, al fin de cuentas era Deadpool. ¿Qué era lo peor que podría suceder que no hubiese pasado ya?

》》》

Estuvo sentado por horas en el tejado de un viejo edificio, contando los autos rojos que veía pasar en la calzada poco iluminada, hasta que olvidó por cuántos iba y el juego perdió la gracia que nunca tuvo. Sabía que donde realmente debería estar era en un bonito apartamento a varias calles de allí, con la chica a la que llevaba años deseando tener y que se había decidido por fin a darle una oportunidad. Sabía que debía estar feliz de saber que ella lo esperaba... entonces, ¿por qué en lugar de eso se sentía tan abatido?

Tenía lo que siempre quiso. ¿Qué estaba mal?

—Soy yo... Yo soy lo que está mal —meció las piernas en el aire con cada palabra, como un niño recitando una lección.

Su primera idea al subir fue la de saltar, pero, ¿para qué? Un corto viaje a la morgue y una dolorosa resurrección posterior era todo lo que conseguiría. Suspiró.

—¿Qué hice para que esta vez decidieras que valía la pena, Revi? ¿Y por qué creo que te estás equivocando?

Esa mañana mientras caminaba hasta Helvete para reunirse con Domino la portada de uno de los diarios en exhibición de un puesto de periódicos llamó su atención. Jamás leía la prensa ¡diablos, jamás leía prácticamente nada! pero algo tenía ese en particular.

Lo observó con más detenimiento hasta que algo hizo click en su cabeza. En la foto, tras un sonriente Steve Rogers, estaba el cachorro play boy que seguía al Capi a todos lados: Bucky Barnes. Tanta perfección en un solo rostro le revolvió el estómago.

Eres el chico lindo y abusado que cualquier mujer mataría por proteger, Barnes. ¿Fue eso lo que Revi vio en ti?, pensó con desagrado. Contemplaba su propio reflejo en la vidriera de una tienda. La máscara siempre cubriendo un rostro que de otro modo haría vomitar a quien se cruzara en su camino.

Me das asco. Era consciente de que esta vez el pensamiento no iba dirigido a Capitán América Jr.

El resto del día lo pasó dándole vueltas a lo mismo, una y otra y otra vez, hasta llegar a este momento en el que se le hacía prácticamente imposible regresar con Raven.

—Joder, Nate, al menos si estuvieras aquí tendría alguien con quien hablar de esta mierda —se quejó. Sonaba a autocompasión y no existía nada más patético que eso.

No quiero tu lástima, Rave. Te quiero a ti.

Se puso en pie, sacudiéndose el trasero y se dirigió a la escalera de incendios por donde subiera antes. Cuando había bajado solo la mitad, se encogió de hombros, pasó las piernas sobre la barandilla y se dejó caer sin gracia alguna.

Un hombro dislocado, eso fue lo que consiguió con su acto de estupidez, aunque cualquier cosa era válida para distraerse de lo que en realidad sentía.

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