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Prefacio.


Enfrascado en la contabilidad de un negocio que no me pertenecía, en una de las mesas del fondo de un local que si no fuese por mí se habría ido a pique hace mucho, me encontraba.

Era el restaurante de mi mejor amigo June y cuando me pidió ayuda para llevar las cuentas del local jamás pensé que fuese a convertirse en una verdadera odisea.

Tenía terminada la carrera de empresariales y un master en económicas, pese a que en aquellos días las leyes y la criminología ocupaban todo mi tiempo.

Ser una persona tan polifacética como lo era yo, no es nada bueno en los tiempos que corren. Nunca es buen tiempo para dejar de estudiar y después de tanto tiempo en la universidad, debo admitir que me había aficionado a estudiar.

¿Quién lo diría? Cualquier joven de mi edad está deseando terminar los tediosos exámenes universitarios y aterrizar en el mundo laboral. Y no es que yo fuese un despojo humano y quisiese vivir de mis padres toda la vida.

Para empezar, yo no era uno de esos críos ricos a los que sus padres les pagan los estudios y no porque mi padre no lo hubiese intentado en innumerables ocasiones. Yo no quería su dinero, prefería trabajar a medio tiempo y pagármelo todo yo. Supongo que no quería depender de él después de no haberle tenido como figura paterna en ningún momento.

Después de la muerte de mi madre se encerró en sí mismo y se olvidó de que tenía un hijo, se centró en olvidar con mujeres más jóvenes, completamente vacías que me metió en casa.

Aprendí desde muy pequeño a valerme por mí mismo. Crecí como un chico reservado, estudioso y con unos valores que mi madre me inculcó antes de morir.

Estuve perdido mucho tiempo, con el corazón de hielo, olvidándome de sentir y entonces... llegó ella. Una chica que con tan solo una mirada me hacía temblar. Desprendía una cálida luz que atraía a los demás y hacía que no quisiesen irse jamás. Así que ... llegados a este punto... debo admitir que ... pese a intentarlo con creces, no conseguí apartarme a tiempo y fui arrastrado por su desbordante amabilidad.

Cuando la vi por primera vez yo tenía veinte años, sólo era un chaval resentido con el mundo. Entonces llegó Emma con sus treinta y quedé prendado de ella en cuanto nuestras miradas se cruzaron.

Pero ... no es lo que estáis pensando ni por asomo. Esto no es una historia tonta de amor en la que el chico se enamora de la chica y esta le corresponde sin más. No... Esta es la historia del idiota que queda prendado de una mujer que está enamorada de otro y que ese tipo al que le ha tocado la lotería... no la merece en lo absoluto.

¿Queréis saber quién es el capullo que no valora ese diamante en bruto? Y... ¿qué es lo que pinto yo en toda esa historia?

Pues bien, esa perfecta chica se llama Emma Bennet y era la mujer de mi padre, el mayor hijo de puta con el que alguna vez podréis cruzaros: Maxwell Donovan.

–Kil – Escuché la voz de mi amigo, haciéndome salir de mis pensamientos. – Deberías dejarlo por esta noche, es tarde. – Me desperecé y miré por la ventana. Lo cierto es que era muy tarde y yo tenía clases al otro día. Así que debía marcharme a casa.

Recogí los papeles y los guardé en las carpetillas correspondientes antes de meterlas en mi mochila, me colgué la chaqueta del hombro y le lancé una de mis miradas cómplices a mi amigo antes de marcharme hasta el auto.

Busqué las llaves en mi impoluto traje de chaqueta. Aún no me acostumbraba a ir tan bien vestido, pero el trabajo de medio tiempo que tenía requería vestir de etiqueta. Los pantalones del traje se me habían quedado algo cortos debido a los lavados y al restirón que había dado en el último año. ¿Cuándo dejaría de crecer? A ese paso me iba a convertir en un jugador profesional de la NBA. Si tan sólo me hubiese gustado el baloncesto, pero entre mis múltiples hobbies no se encontraba el deporte. Solía ir al gimnasio muy temprano en la mañana y antes de empezar con la mudanza también iba a piragüismo los fines de semana. Pero ... mi vida era demasiado ajetreada en aquellos días como para buscar más cosas a la que dedicar tiempo.

Abrí mi Volkswagen Beetle, un clásico, el que me compré después de ahorrar un poco y metí la mochila en el asiento de al lado, antes de meterme en él como buenamente pude. Lo cierto es que ese coche se me había quedado pequeño, y más creciendo a la velocidad que lo hacía. Pero no tenía dinero y menos tiempo, para buscar algo más, así que me conformaría.

Tenía demasiados gastos después de usar todos mis ahorros de la herencia que mi madre me dejó en comprarme el apartamento que estaba reformando, a las afueras de la ciudad. Tan sólo tenía dos habitaciones, un baño y un salón conectado con la cocina. Pero yo no necesitaba mucho más.

Arranqué el coche y metí la primera, estaba a punto de abandonar aquel barrio peligroso justo cuando mi teléfono empezó a sonar. Lo busqué por todas partes, hasta dar con él en la guantera. No imaginéis gran cosa, no tenía un móvil de esos de última generación, la cámara era un peñazo y ni siquiera tenía redes sociales. Sólo podía llamar, recibir llamadas y hacer fotografías de lo más simples. Era de esos que tenían tapa.

–Kil, ¿aún andas en el restaurante? – La voz de ese ángel enjaulado hizo que me olvidase del cansancio y pusiese los cinco sentidos en esa conversación.

–Estoy a punto de irme a casa, ¿necesitas que te acerque algo?

–Sí. Bueno, no... más bien necesito un favor.

–Estás llamando al sitio adecuado – bromeé, haciéndola sonreír al otro lado. Entre nosotros siempre hubo muy buen rollo, pese a lo compleja que era la situación.

–He venido a nadar un rato y justo acabo de darme cuenta de que he olvidado la cartera en casa. ¿Podrías llevarme de vuelta?

–Eso está hecho, señorita.

–Deja de burlarte – se quejó.

–Nos vemos ahora, Emma – me despedí antes de colgar el teléfono y poner rumbo a mi destino.


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