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Capítulo 6

A la mañana siguiente mi auto alquilado estaba en perfectas condiciones. Revisé la gasolina y el tanque estaba bien, y si necesitaba llenar, lo haría en alguna gasolinera cercana. La que estaba en malas condiciones era yo. No traje mi estuche de maquillaje por primera vez desde que aprendí a usar un delineador, y sacarlo de mi rostro con una toalla de papel higiénico y agua fue lo mejor que conseguí hacer por mi cutis.

Que barbaridad.

Las llantas seguían intactas. Esperaba que al señor no se le ocurriera pincharlas con tal de que no escapara.

Pero... ¿qué era lo que le pasaba por la cabeza? ¿A caso se... preocupa por mí?

«Buena esa, Presley».

—¿Te vas tan pronto?

Peiné los mechones cortos de mi frente atrás y dije que sí. El sol de a poco irradiaba su calor hacia nosotros y si quería llegar antes del mediodía, debía irme.

—¿No vas a desayunar? —vuelve al ataque. Sigo actuando como que el auto es mi niño bonito que requiere mi atención.

Escojo responder por responder:

—Se desayuna con quien se quiere, Elias, y ya me voy. —Doy unos pasos y abro la puerta, dando un último vistazo a la casa.

No me esperaba algo así.

Está sin camisa, en pantalones de chándal blancos. Con su piel morena y aquella contextura, le quedaba estupendamente y el contraste favorecía. Y qué decir de la que se han forrado los de los gimnasios a los que asistirá. Tener definido los músculos cercanos al abdomen y caderas requiere trabajo y un buen comer.

¡Es que no tiene vergüenza!

Pero seguro que digo algo semejante y soltaría una de las suyas tipo <<Tu fuiste quien invadió mi espacio>>. Tan mal educado.

—¿Te cubres...? Ay no sé ni porque te pido algo, ¡me voy! —Con un mal humor que no sé de donde salió, di un portazo y miré atrás para retroceder y alejarme. Lejos, muy lejos.

La bendita curiosidad no iba a poder conmigo, ¡jamás!

—Espera —dijo Michael.

He ignorado su sonrisita de burla porque necesitaba acabar de explicarme. De que alguien, ajeno, me responda una duda. Pero Michael pese a ser todo un caballero y no interrumpir ni una sola vez, también es un bufón y me espero lo que sea.

—Presley, te comportas como una niña —reprendió aun con el buen relajo que le dejó mi cuentecito.

—Sé cómo me comporto —digo. No tengo porqué defenderme.

—¿Y aún así sigues haciéndolo?

—No puedo evitar mi desagrado. No creas que no lo he combatido —establezco— y me repito que es tonto, pero continúa. ¿Por qué tu también te burlas? ¡No es como si me encanta!

Se sienta con desgarbo en la silla, afincando un codo en el espaldar y cruzando sus piernas con el tobillo en la rodilla, haciendo un gesto que indica que no parece. Gruño y me cubro el rostro.

—Luego... —digo en tono ausente, recobrando vivencias pasadas—, Elias fue a verme antes de que me fuera. Y se fue con los platos en la cabeza. Sí, sus intensiones fueron muy buenas, pero no se arrepintió de tener a mi Fresita en su ojo, ¡o a mí! —Inaudito. No podía ser—. Muchachos cabezas de roble...

—El miedo puede ser un factor en nuestra toma de decisiones —opina Michael, tomándoselo tan en serio como se lo estoy planteando—. ¿Les has preguntado si tienen miedo?

—¿Yo preguntarles? —Fruncí mis cejas—. ¿Por qué?

—Porque es una opción, Pres. Nadie se toma todas esas molestias, las de tenerte de enemiga o a Monilley si no fuese porque están seguros de un asunto, así sea de su propio miedo.

Me gustaba como suena eso de que un miedo puede convertirse en un motivo y a la vez en solución. No creía, a estas alturas de mi vida, en que una solución se diera con solo chasquear los dedos. Con el solo hecho de que yo vaya y les haga una simple no simple pregunta. Pero las intensiones de Michael me revolvieron las ganas de echar un pie y se lo ofrecí.

—Seguro bailas muy bien —dijo él, divertido conmigo.

Pues claro que lo hago.


Un tal señor Gustavo ha coqueteado con mamá, pero ella lo niega. He estado a punto de pedirle a Margo las cámaras que graban todo y los han captado, tal vez no ella aceptando un algo de él, sí insistente en que le preste un trocito de su atención. Solo para tener la razón.

Sospecho que le da vergüenza que un hombre que no sea papá le esté diciendo cosas al oído que hace mas de treinta años no le decía otro que no fuese él. Quiero jurarle que debe vivir su momento ahora que lo tiene, pero no va a hacerme el menor caso.

Gracias a Dios, no tiene principios de ninguna enfermedad. Su salud es de roble, y cuando le dije que preparó galletas con pasas y me las dio, recuerda haberlas hecho pero no dármelas. Y es mejor que no lo tengamos presente, aunque sí le pregunté a su doctor si significa que mi preocupación está siendo mínima. Gracias a Dios de nuevo, estamos bien.

Bien y felices.

—¿Te gusta estar aquí?

Asiente con emoción. Es lo que necesito para darle un beso a su mejilla, emocionada como ella.

—¿Y Gustavo también? —instigó, dispuesta a que se confiese.

Se aleja de mí ofendida y mis risas le siguen al jardín. Es bello y muy grande, con flores y distintas plantas y árboles. Traería a Mony, pero hay rosas en cada florero del edificio. No saldría viva.

—No es bueno que hagas molestar a tu abuela —dijeron cerca, en uno de los sillones individuales.

Una señora que podría estar cercana a la edad de mamá, repleta de atractivas canas recogidas en un moño alto, de ojos verdes y una habilidad para tejer y verme a los ojos que yo podría envidiar. Con vestido, rosa pálido de un escote decente si nos referimos a principios de este siglo y un abrigo de pieles sobre él. Medias pantis negras y tacones oscuros también.

—¿Y usted es?

Con su perpetua mirada, responde:

—Miranda. ¿Y tu?

—Presley —dije, y agregué—, no es bueno meterse en la vida ajena, señora.

—Tu disculparas —sonríe. Ambas sabemos que jugué con sus propias palabras—. He notado como los nietos de mis compañeros no les dan el debido respeto que se merecen.

—Ella no es mi abuela. Es mi madre y la molesto cuanto quiero; me ha dado su permiso.

Poco tangible fue su asombro. Me calló bien que lo disimulara y prefiriera ofrecerme lecciones de tejer.

—Sé hacerlo —le informo, no queriendo ser grosera—, y no gracias. Tejer requiere tiempo y paciencia, no tengo mucho de lo primero hoy.

Miranda aun así insiste en que le sostenga lo que ha podido desenredar con mis dos manos, entre dedos. Como mamá tiene una molestia que le durará un rato, me siento al lado de la señora y aprecio el silencio.

Un momento, hasta que opto por quebrarlo.

—¿Y los suyos?

—¿Hijos o nietos? —Da puntadas que me parecen una maravilla con tantas facilidad que reconsidero pedirle clases.

—Ambos.

—Tres hijos y dos nietos. La mayor se embarazó muy joven y mis otros hijos no tienen prisa.

—Esto está bien —Glorío la decisión—. De la prisa, vienen arrugas.

Suelta una risa corta.

—Lo sabré yo, que tengo muchas.

—Mi mamá las odia. —Cuando a mi se me hacen hermosas—, pero comprendo que para ella signifique que pronto morirá y me dejará sola.

—¿No tuviste más hermanos?

—Soy hija única. Un milagro, como me llama cuando está contenta.

Por ello tardaron tanto en tenerme, sobretodo papá. Se conocieron a los veinticinco de ella. Tardaron quince años en embarazarse. No me tuvieron previstos en sus vidas a esas alturas. Mi padre lo contaba como una historia hermosa de lo que puede hacer la desesperación, el estrés y la tristeza si quieres obtener un triunfo. Y de como lo inesperado, lo espontáneo y el anhelo pausado lo hace funcionar, y ser.

—Pero no te llamas Milagro —dice inquisitiva.

Puse su rollo de lana a su lado. Se hacía la hora de marchar.

—Dicen por ahí —le guiñé y puse en pie, moviendo mis cuello buscando la comodidad que me quitó el sillón—. Iré a despedirme. Mucho gusto, Miranda.

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