Capítulo 5
Odio fingir. ¡Lo odio sobremanera!
Es lo primero que pienso al tener un recuerdo. Un recuerdo odioso de mi tregua con los gemelos adorados de Monilley. ¿Que si me arrepiento de haber aceptado? ¡A veces, inevitablemente, sí! Pero es ver a mi amiga feliz, con nosotros sin enviarnos miraditas de disgusto, o de mi parte, diciendo lo que pienso como lo pienso, y rechazo dicho recuerdo para sustituirlo por su bello semblante y despampanante look.
Quiero que lo sea. Que nada ni nadie le fastidie su perfecta fiesta de compromiso.
Michael, el marido de Melina, es lo que un acompañante sustituto puede ser: habla conmigo y se interesa, actuando un poco, de lo que hacemos con su esposa. Actualmente vamos en proceso de una segunda colección que es mas obra mía que de mi Fresita. Mas elegante, atrayendo ciertos estilos que he querido probar hace años pero sin tener cómo, no me habría animado. Este es, obviando las dudas, mi mejor momento.
Una tienda es demasiado pronto. Si tiene éxito, vendrían otras, contratar personal, se necesita de seguridad, de confianza plena en nuestros empleados actuales y no llevamos ni dos años. Decidimos posponerlo y centrarnos en lo que sabemos.
A Michael le suena razonable y me cuenta que su inmobiliaria sufrió mucho hace algunos años, cuando los arriendos costaban tantísimo y no podían darse el gusto de bajar para tener mas clientes. Porque así como en la moda hay precios y ropa para cada quien, también los inmuebles.
—Te felicito por continuar —le digo sintiendo una agradable empatía. Sonríe con agrado y, también, con picardía. Es un lío este hombre.
—Y yo a ti. Aunque no te agradezco por mantener a mi esposa ocupada, la veo poco.
No me tomo en serio su recriminación. Después de todo, ella fue quien nos pidió trabajar juntas.
—Pero está contenta, ¿no?
—Claro que lo está —asiente. Le da un trago a su bebida y agrega—. No me lo tomes en cuenta, solo me quejo para no sucumbir.
Me río. Entiendo a lo que se refiere con no tener tiempo para ti o en su caso para pasarla con tu pareja.
—Tiempo hay. Conseguirlo, es lo difícil.
Está de acuerdo conmigo y me ofrece de su vaso. Le doy un trago y se lo devuelvo. No es todo lo fuerte que me gustaría y siento que necesito relajarme. Hay algo que me inquieta pero aunque gire a todas partes, escanee rincones, las ropas de la gente y sus respectivos adornos, no consigo darle nombre y forma a lo que sucede. Espero no estarme contagiando del susodicho "don" de mi Fresita. Sería muy ridículo.
—No me gustaría ser indiscreto —comenta Michael en plan amistoso. Pero las antesalas a charlas serias siempre me han puesto en alerta—. ¿No te llevas con los amigos de Monilley?
Otro que lo nota.
—No.
Del tiempo que lo llevo conociendo, es la primera ocasión en que se muestra preocupado por mí.
—¿Por qué?
Es una buena pregunta.
«¿Por qué es así, Presley?». ¿Por qué un pájaro cuyos huevos tiene bajo sus alas son su única y mas importante protección? ¿Por qué es que se forman los arcoiris? ¿Por qué se caen los bebés mientras aprenden a caminar? ¿Por qué comes cuando tienes hambre?
—Hay motivos, tal vez algunos tontos, pero los hay. Si quieres sentarte a oírme hablar por horas, soy tu chica.
Sonríe, provocando una tranquilidad en mí que no sabía que necesitaba.
—Mi chica sería unos mejores oídos de lo que yo seré, pero si estás dispuesta... —señala una silla, invitándome a sentar—, yo también lo estoy.
En cuanto estuve sentada y en excelente compañía, nadie pudo detenerme. Ni el brindis celebrando a los futuros novios, ni el bailecito con música electrónica que tanto le fascina a Mony aunque no atine ningún paso, ni la repartición de comida a montones. ¿Michael quería escuchar toda la historia que no es historia porque no es tan larga, lo largos son mis disgustos? Ahí me tenía.
No odio a Elias y Eliseo. Nos conocimos en una situación extraña, nuestra unión siquiera tuvo vigencia de no ser por Monilley. En mi primera visita, ellos fueron a buscarme y lo chistoso, lo hilarante, lo gracioso es que nada mas tenerlos en frente les saludé y agradecí por meternerme informada del verdadero estado de mi Fresita. No lo va a reconocer, pero no le gusta que la cuiden tanto. La fragilidad que dejó el plantón de su boda cambió lo que pude saber que ella haría o no haría, y el único puente que utilicé fue a esos hombres.
Y ellos fueron amables; quise corresponder. Pero los siguientes días no dejaban a Mony ni a sol ni a sombra, salvo si asistía a su trabajo. Con mi preocupación por cómo estaba viviendo ahora, los dejé y me puse en el lado de un estudiante de campo. En cuanto supiese cómo eran las cosas, actuaría. Y vaya, vaya si lo hice.
Monilley nunca lo supo. Ellos eran como unos ninjas, sigilosos. Como gatos, cayendo de pies si les intentaban descubrir. No podía permitir que le controlaran la vida, y la idiotez de la protección me colmaba la paciencia. ¿Alguien la buscaba para asesinarla? La única que podría morir sería yo si ella se enteraba que no evité que la sondearan; me pongo en sus pies e indudablemente lo habría hecho por mí.
No les gusta que les echen a perder sus planes, pero lo mismo era para mi si les caía bien o no. Y como ninguno daba su brazo a torcer, supongo que eso fue lo que incitó a nuestro poco trato, luego fastidio y sazonado con una pizca de desprecio. Y luego vino... ¡lo del rastreador! Me pusieron un rastreador y como no me separaba de mi Fresita se aprovecharon, ¡los muy abusadores!
En mis años de escapadas con Mony mi papá colocaba esos dispositivos para saber dónde me encontraba si no me comunicaba en un plazo de doce horas. Al saberlo, se formó un problemón que se pudiese comparar con el que incité con los gemelos E.
Pero no es comparable.
Les fui a buscar a su casa. No viven en la ciudad y estuve dos horas oyendo las indicaciones de un GPS hasta dar con ella. Una linda estructura de un piso, tejado recto, de concreto tal vez. Pocas paredes pues podías ver la estancia y parte de la entrada con inclinarte desde la puerta. La rodeaba la vegetación; el olor a frescura y hierbas era como dar un mordisco a una barra de chocolate. Su gusto, muy bien, pero dos horas me pesaban en el trasero.
Me tragué el cansancio, mi ganas de ir al baño, mi sed atroz y mi hambre de muerte. Busqué un timbre y al tenerlo, lo pulsé. Me gustó no esperar demasiado a que abrieran, pero no me gustó tener al gemelo ojos pardos escaneando mi atuendo y, sobretodo, mis botas. Caña alta y del color del vino. Preciosas, pero tortuosas para viajar.
—Necesitamos hablar —digo, demandando que sus ojos vean los míos—. ¿Está Eliseo?
No lo culpo, en serio no lo culpo. ¿Yo allí, invadiendo su propiedad? La invadía por buenas razones. No es una visita de cortesía donde beberemos té con galletas. Pero Elias se tomaba a pecho entender, sin preguntar, qué hago en su casa.
—No.
Di una exhalación sonora y Elias elevó sus cejas.
—¿Tan importante es? —pregunta, con curiosidad. Mi cabeza dice sí, pero mi cerebro se concentra en todas las angustias físicas que cargo encima. Él encierra sus ojos mínimamente—. ¿Qué pasa?
Ay, no me importa.
—¿Me prestas tu baño?
Parpadea como si fuese un trabajo bien remunerado y me da espacio. Entro como si esa fuese mi casa y recibo sus indicaciones. Derecho por el pasillo, la segunda puerta; a un lado del cuarto de lavado, por si me equivoco. También ignoro el insulto y voy marcando el paso.
Lavo mis manos tres veces y las seco con cuidado. Veo mi reflejo, dando poca fe a que esté en el baño de estos muchachos. Esto solo le sucede a alguien como yo. Estar en el territorio de quienes más intento evitar.
Como no conozco nada, regreso por donde vine y Elias está de pie de cara a uno de los ventanales de la estancia, con los brazos cruzados y cara de estar maquinando un atraco. No le sorprendo, una lástima, y me detengo en el umbral que conecta el recibidor con la estancia.
—Si es tan importante lo que tienes para decir, puedes imaginar que estamos los dos. Le haré llegar el mensaje.
La primera parte de su frase tiene una poca morbosidad. ¿Por qué iba a imaginar que están ambos?
Estuvo fuera de lugar.
—No entiendo porqué dijiste eso de imaginar, pero lo voy a ignorar porque sí, es importante. ¿A quién se le ocurre ponerle a una persona que no está investigando un rastreador? ¿son sabuesos o cómo? No, no. —Reí con poca gracia. Es que es de otro mundo esta conversación—. ¡Esto no es una película de acción donde ustedes son los detectives y yo la delincuente!
—Lo hicimos por seguridad.
—¿Seguridad de quiénes, si se puede saber? ¡¿De Monilley?! —Solté una carcajada que no sentí en mi estómago, pero la molestia es así—. ¡Seguridad mis polainas! Que yo me entere que asfixian a mi Fresita... ¡Los demandaré!
—Tus demandas no funcionan si hay permisos, Presley —baja los brazos, en una pose pacífica. A ver quién se calma antes—. Creí que iba a alegrarte que cuidáramos de ella.
—Me alegraba contar con ustedes para que se sintiera querida. ¿Sabes lo que es la sobre protección? —Espero a que me responda. Como no lo hace, insisto—. ¿Lo sabes o no?
Sus hombros se mueven perceptiblemente como si tomara bocanadas de aire.
—Sí sé que es.
—¡Si lo sabes deberías darte cuenta que lo que hacen no está bien! —Me toco las caderas, recuperando mi respiracion—. Querer y cuidar no es amurallar. Si supiera esto Mony, no se los perdonaría, ni a mí y con justa razón. Cuidar es estar con la persona, darle cariño, asistirla en los días negros... —Trago saliva y veo afuera. Ya es de noche y yo tan lejos de mi cama—. ¿Sabías que en unos días se cumplen dos años de la fallida boda?
Lo tengo que ver para saber que niega. Aprieto mis labios y le doy una mirada de reproche.
—Deberías. No voy a poder estar con ella y los necesita.
—¿Te vas? —cuestiona, arrugando la frente. Estoy por reírme. Hasta suena como si me fuese a extrañar.
—Pasado mañana. —Y como no debería estarle contando lo que hago o dejo de hacer, regreso a nuestro tema—. Te estoy pidiendo que dejen a mi Fresita respirar antes de que se entere o se los diga ella misma. Ahora soy su mejor mediación, ¿estamos claros? No es una opción, gemelo número dos. No lo es.
Él da un paso adelante y me mira, mas no contesta lo que quiero oír. Para cabezones estos, por lo visto.
—¿Cómo supiste que tenías un rastreador?
—Tengo un sensor y no me hagas más preguntas. Lo sé y punto. ¿Me acompañas a la puerta o te importa que me vaya sola?
Da otro paso el frente y estoy segura que dio otros que no vi. No me gusta percibir que me he perdido de algo y mas si estoy en ese algo.
—No deberías irte —dice y parece un consejo. No lo sé—. Ya es de noche y la carretera no es tan abierta como lo es de día.
—Me las arreglaré —digo dando media vuelta y caminando para salir. Pongo mi mano en el pomo y la traigo hacia mí, pero un golpe la cierra y me echo atrás.
—Te dije que no deberías irte —dijo la voz de Elias, cercana pero lejana; con cautela, pero ordenándome.
No habituada a estas situaciones, permanecí mirando la puerta. Me tomé un break para aclimatarme a este nuevo intercambio. Con tantas necesidades en mí, que siento primarias, ponerme a discutir no es lo que redirigiría como una meta que alcanzar. Sin embargo, ya estaba hecho.
—Mi papá me preguntó un par de veces por qué no permanecía en un empleo —Murmuré, cobrando la dimensión dramática que requiere lo que le estoy contando—, aunque fuese medio tiempo. Yo tampoco lo entendí al principio; porqué era que me molestaba tanto que mi supervisor en el condenado restaurante me dijese que lo hacía todo mal, ¡y para qué! Para irse a besuquear con la jefa, como si todos los empleados no los supiéramos... Menudos idiotas. —Me reí, porque sí que eran idiotas—. Al final lo supe, se hizo claro con mis siguientes empleos. Odio, sobremanera, que me ordenen. —Deslizo mis botas por la superficie y observo a Elias, aun sujetando la puerta con el peso de su mano—. ¿Por qué te haría caso?
—Porque soy capaz de pincharte las llantas —respondió, encogiendo sus hombros. Sus mas que amplios hombros.
Le fruncí el ceño y me tuve que agarrar el vientre para reír del chistesito. Nunca me contaron uno tan bueno y tan surrealista. Ni siquiera el de el jabón y la lavadora que se miran y dicen <<mucha ropa>>. Fue tanta mi conmoción al reírme que di paseitos por la entrada y ni idea si él se mosqueaba con mi respuesta.
Alcancé a tomar control de mí y me di unos golpecitos en las mejillas. Elias, oh sí, seguía en el mismo sitio, mirándome muy extraño. Extraño de no saber cómo me está mirando.
—Aun así me voy —le digo sin aire y señalo la puerta con mi mano para que se retire. Él, en cambio, la cubre con su cuerpo.
—He dicho que no.
—Por Dios, Elias —me mofé, yendo a por el pomo. Lo estoy girando pero el mastodonte no se mueve—. Me voy a mi hotel. —Hago esfuerzos tremendos por moverlo—. Tengo que descansar y comer algo, me muero de hambre y estar contigo teniendo esta tonta discusión es una pérdida de horas para dormir.
—Bien... —furfulla, y me pongo en modo <<ahora te escucho>> con ese cambio brusco—. Te pido, Presley, que te quedes y a cambio te daré de comer y donde dormir. ¿Podrías, por favor, considerarlo?
Crucé mis brazos y me incliné hacia él, desconfiada.
Las amabilidades pocas veces vienen solas.
—A ver, a ver, ¿y por qué tanto empeño? Si yo fuera tu...
—Pero no lo eres —me silencia. Deja en paz la puerta y se toca su maraña lisa y de corte escalonado—. ¿Qué dices?
Con este cansancio que cargo, relajo mi rostro y empiezo a quitarme las botas con el escrutinio al que él me somete. Las pongo a un lado y me echo un estirón de los buenos, los que o sacan o llaman al sueño y doy un bostezo.
—Me quedo solo porque estás siendo muy fastidioso —aclaro, consiguiendo que parezca que va a sonreír. Ajá—. Tú dime donde está la cocina y yo haré lo demás.
Camina, pasando a mi lado, siguiendo por el pasillo por el que vine. Hago un recuento de cuántas personas me han dejado con la palabra en la boca y como no tengo ningún número pues son inexistentes, reviso mi celular y tengo cero llamadas. Al parecer, no le importo mucho a los demás.
Ni modo.
Suspiro. Ya tomé la decisión de quedarme. Me apañaré a ella y veremos cómo resulta.
Ato mi cabello en un moño alto que mantenga la mayoría de los mechones sueltos, sujetos. Me saco la chaqueta y la pongo en un perchero que conseguí junto a la puerta, de madera clara y con patas en forma de pies gigantes. Con una sonrisa por esa singularidad, voy a la cocina.
Suelto un silbido. Es como la cocina de Martha Stuart. Todo un sueño culinario y hasta sueño para el que no sabe cocinar. Gavetas de madera, dos hornos, una cocina a gas, un horno para pizza —no recuerdo haber visto una chimenea o un orificio donde se vaya el humo—, una isla hermosa y gigante donde está el lavaplatos, un frutero, y unos taburetes para desayunar. Tonos cafés, pasteles y grises. Y también con muchas ventanas para que entre luz natural. No parece una cocina de chicos solteros.
—¿Te gusta?
Elias me atrae al mundo real, donde él obstruye la vista de una hermosa cocina. Exprime limones en un vaso y ahora huelo el pan tostado y el queso.
—Espero que no te importe comer sándwich de queso y jamón —añade, después de mi silencio.
—¿Con esta cocina sólo haces eso? —pregunté con reproche en mi tono. Es que, ¡por favor!
—Dijiste que morías de hambre, pienso en que comas algo hecho rápidamente.
Como no me importa, solo quiero comer, encojo mis hombros.
—Sándwich suena bien. —Me acerco a la isla y pongo mis codos en ella, reclinándome—. ¿Limonada?
Con mi pregunta, me mira y regresa la pregunta.
—¿No te gusta? Porque sino...
—No, no —digo, aguantando la risa. A este hombre qué le pasa—. Me gusta. Es que llevas el vaso casi lleno y me preguntaba si te gusta fuerte o si no te has dado cuenta.
Baja la mirada y saca el vaso de debajo del exprimidor, que por cierto es de los viejos, los de metal. No los eléctricos de hoy día. Se da vuelta y busca en unas de las gavetas superiores un vaso. Divide el líquido y, por separado, vierte agua y azúcar.
—Con todo el tiempo que pierdes haciendo eso pudiste usar una jarra —digo.
—No es perder el tiempo hacer las cosas como me gustan. —Acaba de menear la cuchara en el segundo vaso y me lo pasa por la encimera—. Date gusto.
Ya van dos.
Es la segunda punta que siento que me lanza. Le hago el honor y doy un trago corto.
—Mmmm —digo a gusto, observando el vaso con admiración. Sorbo largo y lo alabo—. Está muy bien. Mas ácida que dulce.
Elias sonríe y lo admito, le luce. Él y su hermano a mi alrededor están constantemente serios y el que Monilley les alabe sin que yo sea una catadora, no ayuda. Así que presenciarlo es diferente. Tampoco puedo infamarlos con que no sean hombres en todas sus letras. E irradian una característica que haría de una simpleza un obsequio: seguridad que no tiene nada que ver con soberbia.
¿A quién no le gustaría ser más así?
—Gracias.
Pero me encanta molestar, un poquito aunque sea.
—¿He oído bien o me has agradecido? Para —busco en mis bolsillos mi móvil y lo pongo en modo grabación—. Repítelo, me haces el favor.
Ve a mi aparato y a mi con pocas ganas, pero sorprendentemente hace lo que le pido.
—Gracias, Presley, por valorar mi limonada.
Río como una niña y lo guardo.
—A Mony le va a dar una apoplejía cuando lo vea —digo y enseguida se lo mando para que lo reciba lo antes posible—. Seguro se piensa que lo he montado pero valdrá la pena si ríe.
Al terminar mi cometido, reviso si ya están en un plato los sándwiches, pero el caso no es tal. Elias se ha puesto en plan «te observo y tu no entiendes por qué». Le veo con sospecha. Las miradas directas dicen mucho de las personas, quienes las dan y a quiénes. En mi caso sólo observaría a quien llama mi atención.
Ya van tres.
—No es por ser tediosa —digo, deseosa de acabar con su miradita—, pero en serio muero de hambre. ¿Ya estarán? Mira que a mí no me importa el pan blando. El pan blando también es sabroso. Lo que quepa en el estómago, eh.
Frunce el ceño y hace otra cosa que me deja con una sensación de temblor, el corazón latiendo rápido y un retorcijón en la panza que no puedo suspender. Se empieza a reír; ríe sacando platos; ríe sirviendo mis dos sándwiches y ríe al morder los suyos. Se le hacen un adorable hoyuelo en la mejilla izquierda, pero no se lo admitiré. Ni lo ensimismada que estuve todo ese tiempo.
—¿Qué tienes? —suelto, soportando suficiente retener mis pensamientos—. ¿No te ríes mucho o crees que soy un payaso? Gemelo número dos, no quiero discutir contigo, ¿vale? No es bueno para la digestión.
—Sólo come —me insta, dando una buena mordida a su pan.
Pero comenzaba a impacientarme este trato. Me acostumbré a un modo de ser, por supuesto que este tiende a valorarse cuando estamos los tres juntos; ahí es donde pica la víbora.
No tardé en pedirle indicaciones de dónde dormir sin que nos incomodemos uno al otro. Se lo dije con esas mismas palabras y él continuaba con esos vistazos que yo no comprendía y me consideraba una persona observadora, así que no me lo ponía sencillo. En cuanto estuve sola, llamé al único ser viviente que me podría ayudar sin burlarse y que duela.
Mi madre.
—Pero... ¿qué es lo que le pasa? ¿por qué no me ignora?
—Porque estás en su casa y eres su visita.
—Su visita indeseada —corrijo.
—Sigues siendo su visita. —Me muerdo la lengua. Que ella tenga razón es común, pero no que esté defendiendo a quien no debe—. Hija, ¿qué es lo que en verdad te molesta?
—¡Que no hace lo que debería! ¡Ignorarme, no responder, ponerse audífonos!
—Ah, ¿te gusta que te trate mal? —dice en tono que no cuela con esto; doble truco.
—Arg, mamá.
Su risita me hace bien y sonrío.
—Si me lo preguntas —dice formando un show—, no tiene sentido que te caigan mal los dos. Esto es más que nada percepciones diferentes, como nos sucede a todos. Si tu y Monilley pensaran igual no serían las amigas que son.
—Ya. Si tú dices.
—Pero no cambiarás de opinión, ¿o sí?
—Es seguro que no lo haga. ¡Y está bien! Mañana al amanecer me largo.
—Ay Presley.
Ay mamá.
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