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Capítulo 31

Nunca me sentí tan imponente en toda mi vida. Y tan inadecuada para conseguir una meta.

Es como si sé la teoría pero no tengo absoluta práctica, lo que me convierte en una inútil con lo mucho que me necesitan. Además, tengo un inmenso deseo de llorar. Pero, ¿esto es qué ayuda a quien está llorando? ¿Cómo puedes dar una mano si no has aprendido a extenderla?

Por lo que decidí que era menos estorbosa si me sentaba y escuchaba a Melina Rain llorar con suma tristeza, con un dolor que no comprendo pero con el que quiero hacerme para que no siga sufriendo. La Melina que conozco es una mujer que se ha hecho de su propia reputación en los negocios, aun con un apuesto e inteligente esposo que cumple con todos aquellos estándares que ella pudo tener, sin esfuerzo alguno. Un socia y amiga, que vela por tus intereses, en todos los aspectos. ¿Y por qué no puedo secar sus lágrimas? ¿por qué soy tan torpe?

—Por favor —murmura Melina en un chillido. La miro a sus ojos rojizos. Me está hablando—. Ven, acércate.

Niego, entrecruzando mis piernas.

—No, solo voy a hacerlo mal y para hacerlo mal, mejor me quedo acá, quieta y dándote espacio.

—¡No quiero espacio! —grita y noto el reflejo de su desesperación con la mía de hace un año—. ¡No más espacio, por favor! —me rogó, rodando y rodando lágrimas por su rostro redondo.

En cuanto escucho su desesperado «por favor» me acerco y pongo en cuclillas, tomando su cabeza y depositándola en mi pecho. Estamos en el suelo, ella, mi Fresita, y yo. Ya que lo estamos y ensucio mis pantalones blancos con mis propios zapatos, suelto mis lágrimas y somos un trío de lloronas.

Lo único que lo mejoró un poco fue trasladarnos del taller a casa de Monilley, sentarnos en el suelo de la sala y continuar llorando, a solas, y riendo una que otra vez por lo hinchados de nuestros rostros y ojos, sobretodo ojos. El guapo Leitan no vendría por un viaje, así que teníamos libertad, de cierto modo.

Llené un cuenco con papas fritas y las comía desde la cocina a la sala, no pudiendo resistirlas.

—No quiero molestar, Lina —dice Mony, buscando las maneras. Melina prolifera un cansado bufido—. ¿Hace cuánto te enteraste?

—Unos días, creo. Aun tengo los papeles en mi bolso.

—¿Y Michael?

Arruga su rostro y le ofrezco de mis papas, aborreciendo que siga llorando. Por inercia, se echó a reír y me aceptó algunas, comiendo lentamente.

—Se lo dije y tengo que hablarle pero ahora... —nos miró, suplicante—. Ahora no puedo. No puedo.

—Entendemos —le digo—. No hay prisa.

Hace algunas horas, en el trabajo de pulir lo que resta de la línea venidera combinando lo casual con lo elegante, donde te crees que la normalidad no podrá abrumarte con nada más que más normalidad, Melina se puso a llorar como una Magdalena mezclada con la madre de Jesús cuando este fue crucificado. No sabía dónde meterme; la desesperación era mas fuerte que mis ansias de consolar.

Se enteró ayer, pero hasta hoy acababa de procesar que nunca podrá tener hijos propios. Hijos, venidos de sus entrañas.

Esta es una de esas cosas que se dan por sentadas; yo lo he dado por supuesto, como si todas las mujeres y hombres fuesen fértiles. Ahora que tengo a una persona cercana pasando por este dolor, y que me sienta impotente, tanto como para pensar en dejarla sola, aunque eso suponga ser egoísta.

Sé que lo que menos quiere es estar sola. Michael la dejó sola, creyendo que hacía lo mejor, lo correcto para ellos. Y no fue así.

Yo no sabría qué hacer.

—¿Seguro Leitan no se molestará contigo, Mony? —pregunta empañada su voz en culpa y apesadumbrada.

—No, no va a molestarse. Y si se molesta, no te preocupes por eso.

—Pero...

—Ya la escuchaste —dije, terminante. Comienzo a sentir el agotamiento con todas sus respuestas compasivas consigo misma. Suspiro, cambiando mi voz—. ¿Por qué no empleamos nuestro tiempo en ver películas de Marvel?

Monilley enseguida sonríe y se pone en pie, corriendo escaleras arriba. No permito que Melina haga preguntas y la arrastro a la habitación principal, cuyo televisor cubre la pared de en frente de la cama.

A las horas, Melina está profundamente dormida. La venció el sueño en la película número cuatro: Ant-Man, el hombre hormiga. Corroboramos que sí estuviese bien dormida antes de abandonar la habitación y dirigirnos a la cocina por café.

—Lo siento si no he sido de mucha ayuda —comento, sentándome en el mesón. Monilley coloca el filtro y las cucharadas de café en la máquina.

—Lo has sido, tonta. No necesitas un discurso que promueva el que una mujer sigue siendo mujer aunque no pueda concebir para hacerla sentir bien. Esto va a llevar un largo tiempo y aun no sabemos qué hará al respecto; apenas se enteró.

Tomo mucho aire para lo que tengo pensado decir.

—Sabes que mis padres tardaron en concebirme —noto que asiente aun dándome la espalda, por lo que sigo en el hilo—. Al principio creyeron que uno de los dos era estéril, se hicieron exámenes y la que tenía poca probabilidad era mamá. Me contó lo estresante que fue. No quiero que Melina pase por ello, no si se puede evitar.

—No es nuestra elección.

—Por lo mismo, porque podemos ser un poquito más objetivas tenemos que hablarle de esto. Se le puede ir la vida luchando... —aguardo a como suena en mi cabeza una palabra que odio pero hay que tener presente. Presiono un costado de mi cuello, agotada, y acabo—. Luchando por un imposible.

Fresita me da la cara. Escuchamos cómo baja el agua al colador y esta se calienta. Se va expandiendo el aroma, inundando el ambiente.

—¿Y qué propones que hagamos? —instiga, y me conmuevo por su faz turbada, tanto como lo estoy.

—Es una buena pregunta y aunque esté aquí discutiendo contigo no significa que lo sé. Solo estoy nerviosa y hablar me tranquiliza.

Ríe mínimamente y me da un golpe de cabeza, literalmente, con dos de sus dedos.

—Pues que se te ocurra algo, por Dios, porque tampoco lo sé.

—También está Cara —menciono, a propósito—. No conozco lo que pasó con Emule pero quiero ayudarla. ¿Crees que Paula pueda?

—La llamaré —Y al decirlo sale disparada a no sé donde. Ni siquiera mi grito la pudo detener.

En la mañana del día siguiente no pude pegar ojo. Pero Mel sí lo hizo y solo con ver la mejoría en su semblante y un cutis hasta mas agradable, todo cansancio se sustituyó por alivio. En el desayuno se recompuso otro poco y nos dijo que iría a ver a su esposo y que pronto hablaríamos de nuevo. Cero menciones de sus decisiones futuras.

Monilley me comentó de ida al taller:

—Paula me recomendó un especialista, pero también que no nos inmiscuyamos si no es ese su deseo.

—No inmiscuirse suena a quedarnos pasivas y no me gusta.

Mony resopla en desacuerdo.

—Presley, no vayas a hacer una de tus osadías que no tienen retorno.

Lo único que quería era que las personas reaccionen y no continúen sufriendo gratis.

A falta de respuesta, presionó:

—¡Promete que no harás nada, Presley!

Aparté la vista y, como habíamos llegado, me encargué de estacionar como es debido y moderme la lengua para lo que en realidad pensaba sobre «no hacer nada».

Boberías.

—Lo que sea. Lo prometo.

A Enrique Aguilera le gustaba tanto como a mí, su hija, las flores. Pero como a su esposa le encantan, decidió vivir en un lugar donde podría estar rodeada de ellas. Sentí que al quitarle su casa pude haber, de modo avaro, quitado también ese recuerdos; los recuerdos que te anclan a una persona amada. Ella es de los que precisa objetos con los que prendarse, lo que a mi opinión considero poco sensible para uno mismo.

Había transcurrido más de un año desde que él nos dejó.

Había pasado un tiempo desde que decidiera que puedo estar en pie y ponerle flores, trece exactas, porque si al hombre que mas amaba está muerto, ¿para qué contemplar las experiencias futuras que se condicionan malas por ese número?

Todas son distintas. De algunas, no conozco el nombre. Al comprarlas lo que pedí fue lo que obtuve, que ninguna se pareciera y que fuese un ramo colorido. Admirable, como la memoria de a quien se lo entrego.

No fue justo no tenerlo conmigo en la presentación de la línea y en su masiva venta. Imaginar su rostro, su pose carismática y cómica a la par de orgullosa de mi esfuerzo, no..., no es lo mismo que el que sea verdad. ¡Y no fomento las irrealidades, por Dios! ¡Pero lo extraño!

—Te extraño mucho, papá —susurré, apretando las flores entre mis dedos—. Nunca voy a dejar... Nunca dejaré de hacerlo —respiré profundamente, resolviendo en que no es posible no llorar cuando mi corazón está tan cargado de tristeza—. He entendido —acepté un poquito a regañadientes—. Lo he entendido, solo me aferro a lo bueno y también a que no todo va a serlo. Una de mis más queridas amigas está pasándola mal y me siento como la primera vez que reprobé un examen, ¿sabes? Decepcionada y avergonzada. ¿Cómo soy una buena amiga haciendo nada? ¡Un abrazo no se lleva el dolor, como no se va este dolor porque no te tengo! ¡Moriste antes de tiempo, debiste morir después de mamá como el caballero que eres! O eras... lo estoy dudando, papi.

Tragué obligando a mi garganta a pasar el nudo aunque fuese con saliva. Me agaché, ejerciendo casi todo mi peso en el tacón de mis estiletos y coloqué las flores junto a la lápida, una cuadrícula que solo tiene datos que no le llegan a abarcar por completo a todo lo que fue para quienes le quisimos.

—Lo siento —dije, después de depositarlo—. Siempre fuiste y no dejarás de ser un caballero. Mí caballero.

Me di unos toques en las mejillas con un pañuelo; erguí mi cuerpo y le di una buena dosis de aire. Sigue cansado por las últimas andadas, pero no deja de funcionar. Y no había nada como un golpe se realidad para hacer que actúe.

—Tengo un novio. ¡Y tu creyendo que me quedaría sola! —le hice mofas, sonriendo. Mirándolo en mi mente sonreírme también. Aunque me equivocara. Aunque acertara—. Espero que estés feliz. Traeré más flores, solo porque sé cuánto las detestas.

Giré para salir del cementerio, pero no di un paso al frente. Ni uno.

Solo me quedé ahí como una idiota, resolviendo los entretejidos en mi cerebro que se incrustaron, endurecidas tanto como fluyentes, asustada por las razones del que tenga al único gemelo que no quería que me viera de esta manera.

—¿Vienes conmigo?

Me niego. Él se acerca.

—¿No quedamos en que resolveríamos nuestros asuntos? —pregunta, afable—. Este es un asunto que resolver.

—Es asunto mío.

—Oh, ya veo porque tú y Monilley son amigas: ambas, cabezotas.

Le ignoré y regresé a ver la tumba.

No es algo que haya tenido premeditado, pero ya que estamos aquí.

—Los presento —digo, reticente—. Papá, él es el metiche de Elias Toredo, mi novio. —Miro a Elias y le señalo donde están mis flores—. Elias, mi papá.

—Un gusto, señor —dijo y sonó solemne. Era mi papá; claro que lo merecía.

Volqué mis ojos y le di un empuje.

—Necesitaba estar sola, pero supongo que gracias por no hacerme caso.

—¿Supones que gracias?

—Sí, aun pienso en dártelas.

Sonríe y me aprieta contra sí, dejando varios besos en mi cabello. Cierro mis ojos y recibo esto como una respuesta a todas las quejas que tuve recién.

—¿Damos un paseo? —me propone. Le digo que sí y sujeta mi mano entre las suyas, como lo harías con tu novia.

Bueno, porque eso soy.

Me sigo acoplando.

Y antes de querer ver sobre mi hombro a la tumba de papá, digo porque así lo creo:

—Te habría querido.

No lo veo, pero noto, inaudito, como se transfigura su semblante.

—Es lo más lindo que me has dicho —aprieta un poco mi mano y pega nuestras caderas—. Ahora dime, ¿qué se siente querer y ser querida?

Estuve a punto de molestarlo con que hacer preguntas tontas no forma parte de nuestra relación. Y digo <<a punto>> porque no lo entendí. Tanto como los sentimientos que he tenido, hundiendo lo bonito y lo memorable, así se hunde mi razonamiento.

Empero, hay un finalmente.

Lo que fue grandioso, y se hizo aun mas grandioso cuando fue corroborado.

—Te quiero, bellísima.

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