Capítulo 25
Presley
Es ese tipo de molestia... Cansina; desenfocada.
No estoy en ella como me encantaría estar. Poder estrujarla y hacerla completamente mía, y nada de ello tiene que ver con la justificación. Nunca en la vida tiene como excusa el que me fuercen a pasar por una molestia que pudo haberse reducido a nada si el culpable de ella no tomaba la decisión mas estúpida que ha podido: el dar por supuesto que tiene la razón.
¿Estoy ahogándome en una idea pre concebida y sentirme ignorada es una tamaña exageración? ¿lo es, realmente?
Las cosas marchaban; mis diseños y los de Monilley serán exhibidos en un evento a beneficio. Melina se ha visto muy involucrada en la visión de utilizar nuestro trabajo, no solo para dar trabajo a otros, también para ayudar a los poco afortunados. Y nosotras no nos sentimos de manera diferente al inmiscuirnos y que no se presentaran las modelos en un evento privatizado; no era necesario. La muestra siempre es como ver la premier de una película. El que la vuelvan a ver, depende de la calidad y la calidad no disminuye, donde sea que se presente. No en este caso particular.
Sí, eso ha dado cierta notoriedad a las tres. A lo que estamos logrando juntas, y es un orgullo grande.
Monilley aceptó tener a una persona siguiendo sus pasos porque se estaba convirtiendo en imposible y exasperante ir a determinados lugares. Fui una fiel testigo de ello y se lo celebré a Leitan en su momento. Si es por su seguridad, por mi la envolvía en personitas a su alrededor.
Las demás gentes pueden hacer con su privacidad lo que les venga en gana. Generalmente no me supone angustia observarlo, así sea tan de cerca como con mi Fresita, porque no estoy involucrada; no quiero estarlo, jamás.
Es más fácil que me entere que Elias no tiene tiempo para verme; que se ha ido súbitamente de viaje; que se quedó encerrado en un ascensor. Puedo lidiar con noticias como esas. No con el que a él le resulte cómodo y maravilloso mandarme perseguir por uno de sus empleados; una guardaespaldas profesional. Ni siquiera con un niño o un joven, y ser menos evidente.
¿Cómo es que debo abordar esto? ¿me vuelvo loca y grito, sea donde sea que esté? He sido de las que ven las peleas públicas y no las envidio, no con tanto drama pululando en todos lados.
Me digo que ese no va a ser mi caso, pero lo mismo me dije hace pocos meses sobre las relaciones, que no sería de las que dormiría pensado en alguien y ya lo hago. No sería de las que les brinca el corazón al verlo, ni las que se, ni las que esto, ni las que aquello. Estar al borde de la contradicción es otro sudor que correr por mi frente.
Aun con ese conflicto interno pronto a ser externo, me detuve en el punto de encuentro de esta cita. No recuerdo el número de veces que hemos compartido un almuerzo. No cuento lo que hacemos o no hacemos. He encontrado agradable tenerlo cerca, estemos ocupándonos de labores opuestas o compartiendo un bocadillo. No sé bien cómo es, cómo es que su presencia tiene una escencia y si no está o está, lo percibo.
No es una cosa extrasensorial y que esté a pocos metros de mí automatiza esa sensibilidad. Pero es real.
—¿Le indico el camino? —me solicitan. Enfoco al muchacho, ya que me quedé allí al preguntar por Elias.
Negué y le ofrecí una sonrisa agradecida. Conocía bien el sitio y conocía dónde está sentado.
En uno de mis pasos, sin querer, por poco trastabillo. Ha habido un intercambio de pensamiento a otro y olvidé lo alto que estoy —no es algo que considere—, y que el suelo de este restaurante es engañoso. Apreté mi bolso de mano que conjuga con el color de mis botas, de un verde limón, colorido como mi estado de ánimo al despertar, como si fuese mi soporte para caminar.
«No llegues molesta, Presley. No llegues molesta».
En una de las mesas del fondo; las que colindan con la ventana y su vista tres pisos por encima de lo que estamos acostumbrados en los restaurantes que abren todo el día, ubico a Elias, revisando un asunto en su celular. Mis zapatos son anti engaños. Él los oye, como los que están cerca, y como si le fuese una tarea para disfrutar, encuentra súbitamente a mis ojos.
Sonríe. Y yo sonrío. Vivo un idílico encuentro, un idílico romance.
O vivía. Hasta que supe de Cara.
Así que ahí mismo decidí que no podría guardarlo después de saludar, porque era pedir mucho saludar como los viejos tiempos.
Dejé de sonreír. Y él notó el cambio, porque dejó de hacerlo a la vez. Se puso de pie, acortando las distancias y tomando mi rostro en sus hermosas y morenas manos.
—¿Qué es, bella?
Consideré qué se pregunta. Se preguntará el por qué o se va directo a la parte de ‹‹no soporto enterarme que me quieres proteger sin que te lo pida por sabrás tú tus razones que me son irrelevantes››.
Le di una mueca amarga, como nunca antes.
—Vi a Cara. —Más que suficiente.
Soltó mi rostro, lento, como iba cambiando su preocupación por mí a una pose ilegible; estática, manteniendo las formas en como se está en pie, pero borrando lo casual en ello. Me mira, afrontando con la barbilla alta, que sé y sabe a lo que me refiero.
Si él es una estatua, yo estoy a punto de echar a correr o ponerme a saltar en el mismo espacio; que despierten mis músculos. Estoy demasiado entumecida.
—¿Podemos sentarnos? —pide, usando el tono de trabajo que me hace crujir los dientes—. Por favor —acopla, rápidamente.
Somos los únicos en pie. No hay meseros y los comensales nos envían miradas furtivas, acaparando la atención que tendría una charla en común con el que acompaña. No tardo en sentarme y extender el menú.
—Llevo una miserable hora pensado qué decirte —confieso, leyendo los platillos y sus precios. Sección de pastas, sección de carnes—. Tendrás que echarme una mano, porque no se me ocurre qué decir que no puedas interpretar. Está de más.
Elias preguntó:
—¿Ella te dijo algo?
—Que eres un bruto que no oye —dije escueta—. Pero ya lo sabía. —Cerré de un golpe el menú y lo puse en la mesa—. ¿No vas a hablar?
—No tengo nada qué decir.
Reí agitando mi cabeza lado a lado, inconforme y confusa. Ve mi actitud y no refleja igualarla.
—¿Ah no?
—No —insiste, casi como si se aburriera. Él no ha tocado el menú para nada. En otras comidas, nos medimos a la par por quien escoge primero qué comer y compartir el postre; no pedimos el mismo, para ello. Flexiona los codos en la mesa, prosiguiendo—. Puedes estar muy enojada y no te persuadiré para que dejes de estarlo. Lo que hice fue con premeditación, de tu reacción y lo que vendría en cadena. Y no estoy arrepentido.
—Valgame Dios —farfullé, sorprendida de que esto en particular sea tan sorprendente. Me están ganando las ideas de golpearlo con el menú interminable.
Elias arruga su frente al achicar sus ojos, como si recobrara una memoria.
—Lo único que puedo decir es que me preocupabas y esa preocupación se ha empeorado. Tus logros son mi alegría, y también otra preocupación. Un día de estos, puedes salir herida.
—Ya sé qué decirte —replico siseando—. Cállate. Sólo, silencio.
Él asintió, acatando mi orden.
Me masajeé las cienes, apenas pronunciando lo que deseo comer al camarero y olvidándolo por igual. Ni siquiera sabía qué hacer con mis ojos. Verlo significaba tener que analizar este día y el cómo quiero que acabe el almuerzo.
De nuevo solos, continuaba deambulando entre dos pensamientos, de estrangular o de apaciguar. Paseaba las ideas de qué hacer, qué debo considerar. No decido por cuál decantarme, consciente de que estoy alargando el tiempo lo máximo posible, a saber si ello me ayuda un poco. Un poquito aunque sea.
Y era inaudito que en plena enajenación encuentre sus maneras, tensas y prolijas, atractivas. Como un escarmiento que hace doloroso mirarlo.
—No soporto los preludios, Presley.
Hallé sus ojos chocolate y, solo, le gruñí.
—No me importa —Concordé en decir.
Sonríe sabiendo la verdad tras esa mentira.
—Te conozco.
—No me digas. ¿Y puedes leer mi mente? Así no tengo que gritar, que es a lo que me estás orillando.
—Grita —me espolea, meditabundo. Se hace hacia atrás, logrando que se apriete su camisa en su abdomen y pecho, en un estiramiento perezoso. Una sombra de pesadez lo cubre—. Lo prefiero al silencio.
Le volqué otro gruñido y llegó nuestra comida; visiblemente apetitosa, pero el estómago no pide imposibles. Y no veo que él esté ansioso por comer.
—De ser así —inicié, controlando mi voz—; de tener un posible incidente, no es una... razón que me valga.
—Te dije que no estoy justificando mis acciones.
—Lo dijiste.
Pero no me ayudaba. Lo hace aun mas absurdo y complejo.
—Pero cómo lidio contigo —instigo, a ninguno de los dos—. Ya he pensado tres veces en golpearte sin que lo vaya a disfrutar. No me puedo desquitar y eres el directo culpable; ¿debería aventarte el plato, Elias? ¿eso va a hacer que me sienta mejor?
—Tal vez —La simplicidad de su respuesta me dio el cuarto pensamiento. Añadió pispireto y a la vez, cínico—: inténtalo.
Apreté mis labios y decidí que tener una bomba a punto de explotar dentro de mí no era bueno en un sitio público, sea dramático, sea ridículo, sea lo que sea.
—Tal vez solo no debo verte para evitarlo. Tal vez darme un tiempo para pensar en ti y tus tonterías y en si voy a tolerarlas, porque dudo que las cambies, sea lo que quiero y no que verte me persuada. —Encogí mis hombros, pasando parte de mi cabello tras mi espalda—. Tal vez no me moleste más porque no tendré de qué molestarme. Todas, un tal vez.
En ese momento, vi reflejada mi propia aflicción en sus ojos y en lo lacónico de sus parpadeos. Barrió la lengua sobre sus labios, mojándolos. Se levantaron un poco sus pómulos, como si tratara de sonreír. Lo consiguió a duras penas, dando su visto bueno con un ademán, arriba y abajo.
No comprobé lo doloroso que sería antes; no practiqué.
—Lo que quieras —dijo.
Fruncí mis ojos, buscando la trampilla en ese ‹‹lo que quieras››.
—¿Lo que quiera? —pregunté para asegurarme.
—Lo que quieras —repitió, carraspeando su garganta.
Inhalé hondamente y asentí mientras me ponía de acuerdo conmigo misma tras exhalar, con el atisbo del dolor a poco de intensificarse.
—Quiero que no vuelvas, nunca en la vida, a hacer cualquier cosa sin que lo sepa. Te voy a dar tiempo para pensar en lo que yo quiero, si sabes cómo lo quiero, y luego, si me encuentro con ganas, nos veamos. —Abrí mi bolso y puse la propina cerca de la sal, justo en medio de la mesa—. Lo siento por la comida —digo para finalizar.
Costó Dios y su ayuda alejar la silla y estar de pie, a sabiendas de que me voy y no espero ni remotamente que esto sea un interludio inalcanzable e inconcluso. Acabo de concluirlo: no nos veremos.
Monilley sonríe diferente. Se para diferente. Habla diferente y hasta discute diferente.
No soy especialista en el tema, pero mi madre asegura que cada etapa en la vida hace que el rostro, de una mujer u hombre, tenga cambios, buenos o malos. Puedo recordar cómo era el rostro de Mony cuando nos graduados del bachillerato: lleno de energía, alegría para regalar y tenacidad. El de inicio en la facultad: miedo mezclado con incertidumbre, una alegría mas comedida y orgullosa. El de su primera propuesta de matrimonio: estupor; felicidad y emoción para con todo lo que hacía.
El día que debió ser el mas feliz de su vida, me sentí como una inútil desesperada. Le observé, sentada sobre la cama donde pasaría su primera noche con su esposo; ida; no peleaba, como siempre. No actuaba como lo hacía cada día: con fuerza, como si es el último que le queda y no hay lugar para el desperdicio. Como mi mejor amiga me enseñó. Así que le dije que debíamos hacer algo; que la vida no puede ser solo decisiones que toma un estúpido destino, que este te lo creas y te lo crees, y lo haces realidad.
Pero su rostro dictó que era muy triste; que era desdichada e indiferente a lo que yo le pidiera, que no tenía la energía de la preparatoria para esto; que necesitaba que la cargaran, que la cuidaran. Hice lo mejor por entenderlo y pude haberme mudado con ella, pero no podíamos ser una novia abandonada y una madrina que le reproche no moverse por sí misma, por el pináculo de su felicidad con Miguel.
Un año pasó y la vi, madura; reacia a que se le acercaran y ajena a la diversión, a pasar un buen rato sin considerarlo todo. Ella prefirió el regalo de la soledad para conocerse, y a mi modo también lo preferí para ser una mejor amiga y una mejor persona.
En las terapias, allí fue cuando noté que regresaba la niña fresa que detesté en secundaria y a quien amé. La que escribía mis discursos para la clase en las asambleas pues, de las dos, era quien tenía mejor dominio con la palabra y el público. La que sacaba de su bolsillo para darle a un vagabundo, a un niño sin protección y el estómago vacío, en nuestros días de mochileras. La que rebajaba un vestido, con tal de dar, de ver un rostro feliz por verse como siempre soñó. Y supongo -siempre una suposición- que Leitan tuvo que ver con el resto.
Como con la cara de hoy: despreocupada, segura, capaz y perseverante. De casi bailar un vals al cruzar el taller; de sonreír a lo mínimo que lo recuerde; de sumirse en el corte de un diseño y suspirar.
De pronto, al estudiarla, me da una punzada en el centro del pecho. Tengo que correr la vista y quedarme en un vaso con mis lápices favoritos, contando cuántos son. Siete. Un número impar. Como impar es esta sensación.
—¿Les gustaría ir a casa a cenar? —pregunta ella, dándome la espalda, revisando que cada costura esté en su justo lugar.
Sonrío porque ya la llame su casa.
—¿Para presumir?
Se voltea, ampliando sus ojos y negando.
—Que va —arruga su nariz en una mueca inocente—. Para acostumbrarme a que estés con uno de mis gemelos. Aun no lo supero.
—Ajá.
—¿Entonces sí?
Chaquee mis dientes, presagio de malas noticias.
—No, Mony.
Recibe la negativa y cuando siento que va a hablar, se calla, mostrando la sapiencia del porqué. Aleja sus manos de la tela hecha vestido y se sienta en mi escritorio, de costado, con una mano apoyada en él.
—No salió muy bien.
—Define ‹‹muy bien›› —explayo mis brazos, recargando las manos tras mi nuca—. Yo digo que salió mejor de lo que esperaba, y no esperaba.
Monilley aguarda tras la incomodidad del silencio. Tan emocionada como yo de hablar del tema.
—¿No estás haciendo grande algo pequeño? —pregunta modulando su voz de niña bien; me quedo con ella, a punto de replicar—. Leitan...
—Leitan te dijo, y tu hiciste lo que creíste correcto para ti. La comparación es frívola, Monilley. Toda esa porquería de la preocupación no me la trago.
—Aunque es verdad.
Me acerco, recargando las manos en el borde del escritorio.
—¡No se disculpó!
Da un suspiro tan sonoro que me planteo si estoy siendo insoportable.
—¿Y por qué se va a disculpar si no siente culpa?
—Eso ya lo sé —digo pedante—, pero me molesta. Me molesta que esté claro en lo que siente y piensa y yo no. Quizá —de un golpe, recargo mi espalda en la silla—, sea demasiado vieja para estas tonterías y que me sienta más dolida por el hecho de no ser oida y lo poco o nada que a él le interese, sea mas tonto. ¡Soy tonta!
Mony toca mi brazo, en confort.
—No lo eres.
Le saqué la lengua, provocando a risas.
—Ya —río también—. Qué consuelo.
—¿Y en qué quedaron?
Inchuflo diversión al decir:
—Él por su lado, yo por el mío y a ver quién gana. —La mirada que me da del sufrimiento que eso predice, no impide que zanje—: Pero te juro que no seré quien pierda, así me congratule como la más orgullosa.
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro