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Tenía que ser pelirroja

Una mujer debe ser dos cosas: quien ella quiera y lo que ella quiera.”

Coco Chanel

Volver a Dover significaba tres cosas para Amber Styles. Número uno, reencontrarse con Michelle y su exorbitante sentido del humor, hecho que aunque en lo profundo quisiera evitar, era solo cuestión de tiempo para tener a la castaña detrás de ella con treinta mil preguntas sobre su última estancia en Estados Unidos.

Número dos, trabajo garantizado en aquellas playas de arenas cobrizas e impactantes vistas hacia los acantilados blancos y número tres… regresar a casa. Nadie creería que los orígenes de una de las herederas más polémicas de la familia Styles estuvieran en aquel pueblito a las afueras de Dover, donde la casa que por décadas había albergado la residencia de sus abuelos paternos aún continuaba regentando, como la cálida dama que atraía a los viajeros a un lado y otro de la verja.

—Así que no me acompañarás esta noche. Sabes muy bien que no me importaría repetir.

Cameron Welles, el modelo seleccionado por el equipo publicitario de Anderson&Bright para protagonizar aquella campaña, no dudó en acariciar la menuda muñeca de Amber.

La pelirroja solo amplió la sonrisa antes de negar y sacarse de encima aquella mirada que la devoraba de arriba hacia abajo.

—Quizás mañana, Cam. Esta vez quiero hacer la toma con calma. Disfruta el hotel.

El pelinegro esbozó un mohín caprichoso que solo lo hacía muy similar a un gatito mosqueado. Cameron cumplía con el estándar de su carrera. Veintitrés años y ni una pisca de vergüenza que le impidiera tener una relación más allá de la estrictamente profesional con la fotógrafa a cargo de las tomas para la campaña en el Royal Ambassador.

—Tú te lo pierdes entonces. Aun así estaré esperando en mi suite esta noche.

Sin poder contenerse Cameron cerró aquella promesa con un beso lleno de segundas intenciones en los labios de Amber. La mujer solo sonrió con picardía mientras el chico abandonaba el asiento del pasajero y dejaba que su equipaje fuera conducido en dirección al hotel.

—Cómo te falta por aprender en este juego, mi pequeño muffin.

Así solía llamarle Amber, para quién aquel joven ya no significaba más que un vago recuerdo de una sola noche. Como solía ser la regla para ella. Una intensa colección de amantes que se dejaban llevar por el fuego de la pasión cuando en realidad prefería estar sola la mayoría del tiempo.

—¿Hacia dónde señorita Styles?

La voz de su chófer asignado la sacó del hilo que iban cobrando sus pensamientos. Amber se recolocó los lentes de Sol y conectó su iPad para ir adelantando el trabajo en el portafolio.

—Hacia la villa Calais y por favor, no dejes que alguien más sepa la ubicación a menos que sea de vida o muerte.

El hombre asintió dejando atrás la gravilla desde donde las torres del Royal Ambassador parecían burlarse de la niebla matinal en un húmedo mes de abril. Amber vio cambiar el paisaje en las ventanas, los acantilados blancos sonriendo a través del halo de finas partículas de polvo sobre el cristal de la ventanilla.

La hora azul sería sin dudas increíble desde el porche de la antigua mansión de su abuela.

Ya estaba emocionada con solo pensar en ella y quizás con un poco de suerte podría dedicarse unas horas en la laguna que marcaba los límites de su propiedad. Era una dicha que su abuela hubiera dejado aquellas tierras a su nombre.

Así tenía su lugar especial, aquel sitio perfecto para desintoxicarse de una vida que para otros llevaría el cartel de libertina y superficial. Amber nunca creyó en el guión que le tenía preparada la sociedad.

Desde tener una adolescencia marcada por la irreverencia y ser cambiada de un internado al siguiente por su falta de respeto colosal hacia la rigidez de los colegios británicos o a ser culpada por aquel viaje a Japón en el que arrastrara a April, la lista de cosas que había experimentado solo parecían expandirse con el paso del tiempo.

Sin embargo, se acercaba a los veintinueve y las preocupaciones sobre el futuro parecían atormentarla con fuerza aunque se esforzara por reírse de su propio miedo a costa de los demás.

Nunca admitiría ni bajo sentencia de muerte que envejecer le preocupaba a sobre manera. Nunca reconocería que aquellas finas arrugas que se formaban alrededor de sus ojos cuando sonreía le hablaban del paso cruel del tiempo.

Nunca seré eso que quieres madre. No nací para convertirme en el prospecto de esposa perfecta que quiere la sociedad. Seré yo misma sin importar las consecuencias.”

Ahora esas palabras parecían ir en su contra mientras era recibida por el servicio de la Villa Calais, aquel lugar donde sostuviera una cámara por primera vez, con solo tres años de edad y la sonrisa gigante de su abuela Marie.

—Estoy de vuelta, Mama. Dime que me extrañaste tanto como yo a ti.

La pelirroja tomó el retrato de aquella mujer morena que con una pícara mirada enfrentaba la cámara mientras tres chicos y un hombre alto y de gesto grave la sostenía por la cintura.

Su abuela había sido una francesa que sin miedo al fallo había invertido en una propiedad sin futuro a las afueras de Kent, solo con la excusa de que la luz allí era perfecta para sus pinturas. Lo demás se lo achacaría al destino.

Se comprometió con el hombre más convencional que podría ser Arthur Styles y desde entonces Amber siempre envidiaría la historia de amor de sus abuelos paternos.

—Su equipaje ya está en la planta superior. Sea bienvenida nuevamente señorita Styles.

El ama de llaves hizo una ligera reverencia a lo que Amber se encaminó hacia ella y no pudo evitar envolverla en un cálido abrazo.

—Gloria, tú prácticamente me viste dar los primeros pasos aquí. Deja de ser tan formal y cuéntame cómo están tus hijos. Hace tiempo que no vengo.

La robusta mujer camuflajeó el sonrojo en su rostro con un especie de mueca que solo enterneció más a la pelirroja.

—Mathew y John se encargan de la carpintería del pueblo. Aunque desde que llegó el americano ahora tienen las tardes más ocupadas. Sus esposas se viven quejando de que viven más en la casa de los Mayer que en la nuestra.

Amber se dejó caer en uno de los mullidos sofás de la sala de estar antes de deshacerse de la boina a juego con su traje color burdeos.

—Por lo visto aquí no pierden la tradición de excluir a los extranjeros. Deja que se desarrollen a sus anchas, a fin de cuentas tanto Mindy como Jo, son demasiado jóvenes para saber lo que significa la vida marital.

Gloria nunca estaría de acuerdo con aquella idea tan liberal. Para ella sus nueras eran lo mejor que les podía haber ocurrido a sus hijos mayores. El ejemplo que necesitaba para su hija menor y la idea de que aun habían personas que priorizaban la familia sobre todo lo demás.

—Como sea, supongo que tendré que esperar para ver a todos los Clark reunidos. Mándales mis saludos a esos dos pilluelos.

Amber concluyó prestándole más atención a la parpadeante pantalla de su celular que a la expresión taciturna de Gloria. Tres horas después y una vez instalada en su habitación favorita, la tarde se había apropiado de cada espacio del paisaje y una chica pelirroja de elegantes ademanes se dedicaba a hacer formas en la laguna que por décadas había constituido su ilusión de pasar el verano. Ahora parecía el bálsamo perfecto para calmar sus tribulaciones.

Acostumbrada como estaba al ritmo de la ciudad, Amber se distraía encontrando formas bajo el agua hasta que el incesante ruido de unos ladridos la sacó de ese halo de paz.

—No es cierto. Tienes que estar bromeando.

Un descomunal san bernardo se entretenía rasgando su bata de baño que había quedado a merced de las aguas en la orilla, y por si fuera poco ahora el condenado animal se las arreglaba para dar con la cerradura de la canasta de campo que Gloria le había preparado a modo de almuerzo especial.

Era realmente indignante. Si tan solo no le tuviera miedo a los perros… pero lo único que se le ocurrió a Amber después de interrumpida su inmersión fue arrojarle una piedra aquel chucho gigante ganándose solo que el animal se le echara encima como un molesto insecto.

—¡Perro del demonio! ¡Suéltame!

Gritó y pataleó consiguiendo que el animal le desequilibrara y contando que aún estaba cerca de la orilla el resultado fue caerse de trasero sobre la gravilla, ganándose un golpe que se convertiría en un hermoso cardenal, nótese el sarcasmo.

—Benjamin, ¿dónde te has metido muchacho?

Aquella voz pareció detener a la bestia que atacaba a Amber a base de lametones e intentos porque la chica lo cargara. Pocos segundos después la pelirroja se encontraría al propietario de aquel molesto can, y si aquello fuera un sueño no dudaría en culpar al estrés por hacerla alucinar con el recuerdo del mismo chico que le despreciara siete años atrás.

Si Evan Mayer tuvo alguna señal de reconocimiento, nadie podría darse cuenta a ciencia cierta. Solo se concretó en asistir a su efusivo cachorro e ignorar a la mujer que a duras penas intentaba recuperar el equilibrio y cubrir la desnudez que le brindaba el traje de baño de una sola pieza, aunque realmente quisiera hacer todo lo contrario.

Lo siento, pero no eres mi tipo.”

Eso había dicho aquel mozalbete en la primera ocasión que Amber lo había confrontado. Tenía veintidós años, se acababa de graduar de la universidad y la recompensa de sus padres fue un viaje a California.

Noches enteras de playa y sol junto a la imagen de aquel surfista de piel dorada y ojos morenos la habían cautivado. Nunca pensó que Evan Mayer pudiera volver a eclipsar el mismo recuerdo agridulce siete años atrás. Mostrando que el tiempo solo le había favorecido y de aquel chico no quedaba nada.

En su lugar había emergido el hombre atractivo de anchos hombros y brazos trabajados que ahora la asesinaba con la mirada.

—¿Dejarás de ser maleducado por lo menos una vez?

Fue lo que consiguió articular Amber mientras se secaba el cabello, poniendo todo el empeño en que la mayor parte de su pálida piel quedara expuesta para los ojos ajenos.

Evan se concentró en mantener a raya al san bernardo que intrépido quería volver a abalanzarse sobre aquella ninfa de ojos verdes y cabello de fuego. Amber… un nombre que añoraba y odiaba a partes iguales. Un ángel con alma de demonio que la vida se empeñaba en volverle a presentar.

—¿Y tú dejarás de ser desvergonzada al menos una vez? Sí sabes que aquí en Inglaterra se multa a menudo por exhibicionismo.

No pudo evitar mirar dónde el traje de baño exponía el coqueto ombligo rematado por un piercing y las ganas de morderse los carnosos labios lo asaltaron solo para comprobar la sonrisa cínica de ella. Esa maldita mujer siempre se las arreglaba para atormentarlo.

No importaba cuánto lo intentara, cuánto se propusiera no caer en sus argucias, al final el resultado era el mismo. Justo como en ese verano siete años atrás. Cuando estuvo a punto de caer en picado por una chica que cambiaba de amante como el sol intercambiada lugar con la luna.

—En leyes británicas creo que tengo más experiencia que tú. Por cierto, esta es mi propiedad ¿Qué te trae al excelso arquitecto a estos rumbos?

Y esa era una de las razones por las que la odiaba. Tenía la habilidad de atacarle dónde más le dolía. Sus sueños de construir condominios o simples plazas se habían ido al desagüe un año después de conocerla.

No la iba a culpar por eso, pero la vida había dado tantas vueltas y Evan Mayer cargaba con aquellas cicatrices como con cada tatuaje en su cuerpo.

—Eso no te incumbe. Vamos, Ben.

Se dirigió a su perro antes de ofrecerle la ancha espalda a una Amber que ya echaba humo por los oídos. Jamás estuvo en sus planes que aquella mujer le siguiera y mucho menos que le atrapara por el codo como la loca que podía ser.

—Te estaba hablando y lo menos que se hace en estos casos es corresponder con una repuesta. Sé que me odias pero no es para tanto. La que se debería sentir ofendida por aquella vez soy yo y no tú. Para ser un simple arquitecto de quinta te crees demasiado, Vinnie.

Aquel apodo acabó de colmar la gota en la copa de Evan. La mirada furiosa de aquellos ojos café la dejó congelada. Evan afianzó el agarre sobre la pálida mano de ella.

—La razón principal por la que nunca seremos compatibles es tu manía de meterte dónde no te llaman. Entonces recuerda que las herederas no se codean con la plebe Anne.

Eso fue lo último antes de que Amber jurara asesinar a aquel inconsciente de la manera más dolorosa posible. Sí, se estaba comportando como una adolescente resentida a la que le niegan un capricho, pero tal como había sucedido siete años atrás, Evan Mayer continuaba desatando aquel huracán furioso en su pecho solo por el simple hecho de negarse a ceder.

—No importa cuánto te resistas, Vinnie. Sé que en el fondo no puedes odiarme. ¡Te lo probaré!

El aludido solo le enseñó el dedo corazón mientras le continuaba ofreciendo la espalda a Amber. La pelirroja se mordió el pulgar solo para calmar la frustración que le provocaba aquel idiota.

Ya no era un juego de niños, era su orgullo el que había quedado hecho trizas ante aquel infeliz y Amber Styles jamás perdía.

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