Capítulo 5: Encerrada
—Bien, Manjula —dijo Anca— Acompáñame a ver las instalaciones y te explicaré como funcionamos aquí.
Malini la siguió con pasos tímidos y vacilantes. Estaba muerta de miedo, aunque esa rumana le hablaba con voz amable y no la juzgó cuando se negó a dar sus apellidos. Estaba segura de que había delatado la mentira en su voz al decir su nombre, sin embargo no lo demostró.
Pasaron por angostos pasillos con puertas cerradas a sus costados, el lugar estaba aparentemente limpio, aunque el olor a sudor y sexo flotaba en el ambiente. Un escalofrío recorrió la columna de la mujer y se preguntó si debería haber abrigado más a Kali, por las noches refrescaba bastante.
—Puedes hacer uso de las duchas, jabón y enseres. Tienes derecho a una comida diaria, pero no se te ocurra intentar sacar nada de aquí —, entenció Anca con dureza —el abuso de confianza es penado.
—Entiendo —dijo Malini con un hilo de voz.
—¿Estás embarazada o tienes sospechas de estarlo?
Malini titubeó... nunca se preocupo de tomar métodos anticonceptivos; tenía ovarios poliquiísticos, y concebir a Kali le costó muchos tratamientos de fertilización. De todos modos, hacía un par de meses que no mantenía relaciones, habría notado ya los síntomas... ¿verdad?
—No... no deberia.
—Ya lo creo que no deberías, esta terminantemente prohibido ejercer en estado. Si te preñas te largas, ¿Entendido?
La mujer asintió efusivamente, demostrando docilidad y obediencia.
—¿Cuál será mi sueldo?
—¿Tú... sueldo? —Una carcajada hizo que el gran busto de Anca rebotara —querida, lo que trabajes es lo que cobras. Un cuarenta por ciento para ti, un sesenta por ciento para Shit Hills.
Malini no se atrevió a preguntar cuánto cobraría por cada servicio, dando por hecho que el precio a pesar de tratarse de su cuerpo, no lo pondría ella. Pronto descubrió que no se trataba de mucho dinero y de que el precio de los alimentos dentro de la red de túneles, era elevado. No tenía derecho a cartilla de racionamiento, por lo que apuraba la comida diaria que le correspondía por trabajar allí, y todo el dinero que ganaba lo destinaba a alimentar a Kali.
Cuando el amanecer era inminente y todos los clientes regresaban a sus casas para seguir con el teatro de sus vidas, Malini salía de Shit Hills y encaminaba sus pasos hacia el montón de basuras donde escondió su coche. Con grandes bolsas de carne cruda en sus manos, abría la puerta temblorosa implorando al cielo que Kali, hubiera soportado un día más.
La niña devoraba con avidez la carne que su madre le ponía en la boca, mientras la misma apartaba la vista de esa escena tan grotesca. Después, se aseguraba de volver a anudar fuertemente los amarres de la pequeña y regresaba con pesadumbre al túnel.
Todas las chicas que allí trabajaban pertenecían al refugio por lo que disponían de una choza en él. Malini, se acurrucaba en la salita de presentación hasta que el primer cliente tocaba la campanilla. La primera noche de su estancia en el basurero intentó pasarla junto a su hija, dentro del coche, pero los gruñidos de la pequeña y el olor que la misma desprendía no le dejaron pegar ojo.
Se acostumbró a prestar su cuerpo antes de lo que imaginaba que haría... la sensación de suciedad y culpabilidad desapareció después del tercer servicio, cuándo descubrió que poner la condición de dinero a entregar su cuerpo, le hacia sentir más dueña del mismo.
Malini estaba acostumbrada —cómo la mayoría de las mujeres hindus— a entregarse a su marido con la unica finalidad de proporcionarle placer a él; sin ganas, ánimos y a veces incluso enferma. El hecho de poder obtener algo a cambio de prestar su sexo, le hizo experimentar su primer orgasmo.
Pronto amó ese estilo de vida, y no echaba en absoluto de menos el sentirse atada a los quehaceres de una ama de casa. Si bien la sombra de la última imagen que tenía de su esposo pertubaba su mente al punto de privarla del placer que ofrecía el mundo onírico, ella estaba segura de que hizo lo correcto: Kali era más importante que cualquier otra cosa en la vida.
Malini intentaba no relacionarse demasiado con las chicas del prostíbulo. Temía que descubrieran de alguna forma que no pertenecía al mismo rango social que ellas y la rechazaran, así que antes de que eso sucedería ella misma se aisló. Solamente compartía mesa a la par que alguna palabra con dos muchachas de tez olivácea y mirada afable.
Cuando la ración diaria de comida empezó a no ser suficiente, una de esas jóvenes, Akshara, le regalaba parte de su ración mientras con una sonrisa le aseguraba que no tenía más hambre. A Malini le fascinaba cómo la pobreza y necesidad desarrollaba la parte más humana de las personas. Se imaginaba que habrían hecho sus antiguos vecinos de su lujosa urbanización y estuvo completamente segura de que lejos de ofrecerke parte de su comida, habrían intentado robarla.
Dicha ración no siempre era la misma, ni en cantidad ni en calidad. Habían dias en que la carne y verduras hacían del plato algo saciante y saludable, mientras que otros la carencia de proteína y vitaminas eran la protagonista estrella. Malini culpó a esta alimentación desequilibrada de su cada vez más acuciante hambre. También de los dolores de estómago, articulaciones y migrañas que sufría cada vez que la proteína no era suficientente.
Nunca hacia un servicio sin su inseparable tobillera, la cual cubría el mordisco que le había dado su hija. Intentaba no prestar atención a la herida; mirarla suponía aceptar que su hija se había convertido en un monstruo que no la reconocía y ese dolor era mucho más agudo que el de su palpitante tobillo, pero el color violáceo que presentaba la cicatriz, comenzaba a asomar por encima de los bordes de la ornamenta.
Una mañana las náuseas le despertaron violentamente, sacudiendo su estómago sin piedad y haciendo que se retorciera en el mugriento sofa. Llegó a duras penas al baño más cercano y a chorros expulsó trozos de la comida del día anterior, jugos gástricos y sangre. Se limpió con el dorso de la mano y el sabor metálico de su boca la alarmó al punto de obligarse a mirar dentro del retrete. Esta visión hizo que volviera a tener arcadas, y con el estómago vacío siguió convulsionandose intentando expulsar lo que fuera que quedará en él.
El dolor de estómago se intensificó a niveles impensables. Cómo si algo estuviera mordiendo sus entrañas con dientes de acero al rojo vivo. Cuando comenzaron a llegar los primeros clientes, el estado de Malini era tan evidente que uno de ellos fué el encargado de avisar a Anca.
—¿Qué te sucede, Manjula? —preguntó la rumana mientras acariciaba su cabeza.
Malini intento articular palabra, pero cuando cogió aire para hacerlo miles de cuchillos afilados punzaron la boca de su estómago.
Todas las chicas rodearon a la mujer, cuchicheando y murmurando entre ellas.
—Esta mañana la he oído vomitar —sentenció una de ellas elevando la voz para asegurarse de ser escuchada.
—¿Está preñada? —comenzaron a cuchichear otras.
El nerviosismo se hizo latente en las chicas. Todas sabían que embarazarse ahí dentro, estaba penado duramente.
—¡Ya está bien! —Vociferó Anca —que cada una siga con sus cosas, ¿acaso no tenéis ningún servicio? Pues id a buscarlo, ¡ya!
Acto seguido se puso en cuclillas y posó su mano sobre la frente de Malini; estaba ardiendo.
Pocas veces había tenido que lidiar con chicas enfermas desde que abrió el prostíbulo, cuando alguna se encontraba mal, simplemente no acudía a trabajar. Pensó en mandar a la mujer a su choza, pero recordó que todas las mañanas se la encontraba en el sofá echa un ovillo, así que supuso que no disponía de una.
—¿Tienes algún lugar al que ir a descansar?
—N... nnn... no e.. es necesario —consiguió balbucear Malini.
Anca la miró con preocupación. No podía dejarla ahí, a la vista de los clientes, pero tampoco podía echarla sin tener un sitio donde acudir, así que paso el escuálido brazo de Malini por encima de sus hombros y renqueando la llevó hasta su oficina. Una vez allí, sacó la libreta donde tenía anotado los números importantes y marcó:
—Hola, necesito que vengas a echarle un vistazo a una de mis chicas —habló al auricular—. Sí, presenta dolores fuertes... no... no sé exactamente donde... ni hablar, seguro que no está vacunada... Sí, tiene la frente demasiado caliente.
Una fuerte convulsión estremeció el cuerpo de Malini, Anca se tapo los oídos instintivamente al escuchar el desgarrador grito de dolor que emitió la mujer y con asco y horror contempló como comenzaba a vomitar sangre con enormes coágulos.
La vista de la enferma se nubló, desdibujando los bordes de aquel oscuro despacho, y agradecida recibió el alivio de perder el conocimiento. Cuando despertó en un frío camastro, pensó por un momento que se encontraba en un hospital. Las sábanas blancas que lo cubrían y el pitido de la máquina que media sus constantes vitales ayudaron a alimentar esa idea.
El punzante dolor de estómago había disminuido, aunque su cuerpo se encontraba extremadamente débil. Ahí dentro hacia demasiado calor; gotas perladas de sudor resbalaban libres por su frente causándole cosquillas. Quiso limpiar su rostro con el dorso de la mano y consternada comprobó que se encontraba inmovilizada de brazos y piernas.
—¡Eh! ¡Ayuda! —gritó nerviosa —¿Qué está sucediendo aquí? ¿Porqué estoy atada?
Pero no obtuvo respuesta a sus preguntas más allá del pitido frenético que indicaba en el monitor la subida de su frecuencia cardíaca. Echó un vistazo a su demadejado cuerpo; alguien debía haberla desvestido y puesto un liviano camisón de lino. Horrorizada comprobó que la ornamenta que cubría su tobillo había desaparecido.
La piel se había contraído alrededor de la herida, tomando distintas tonalidades de violeta, grisáceo y amarillo. A lo largo de su pierna se habían extendido ampollas supurantes que salpicaban la superficie de la misma. Cuándo recordó donde había visto unas pupas similares a esas, comprendió que no se encontraba en la habitación de un hospital si no en la de un laboratorio.
La habían convertido en un experimento, porque lo que quisiera que había poseído el cuerpo y mente de su hija, también se había adueñado del suyo propio. Deseó haber sacado su rosario de la casa cuando salió pitando con la pequeña Kali... necesitaba rezar mientras el tacto de las cuentas entre sus dedos le infundaba algo de paz. Aunque los rezos no habían servido de nada para su pequeña.
Flashes de imágenes golpearon su mente maltratando su psique; su hija devorando al pequeño gatito de la familia, los ojos vidriosos de la niña inyectados en sangre y odio, el olor putrefacto que desprendía su piel, el mordisco que le hizo experimentar un dolor tan agudo como el del mismísimo parto...
Apretó los párpados con fuerza intentando que desaparecieran esas visiones, mientras el llanto sacudía su pecho y le dificultaba la respiración. ¿Qué sería ahora de su pequeña? Necesitaba salir de ahí, Kali tenía que comer. ¿Cuanto tiempo habría pasado incosciente? Si al menos tuviera un reloj... Le daba pánico pensar que la pequeña se hubiera desecho de los amarres que la mantenían en el asiento trasero del coche, ¿cómo demonios iba a abrir la puerta si ella no estaba amarrada?
Paseó su mirada por el pequeño habitáculo, buscando respuestas o una salida. Una pequeña mesita se encontraba a un costado del camastro. Encima de la misma, descansaba su tobillera y un vaso de agua con dos blister de pastillas. Al otro lado, el cabestrillo que sostenía los dos goteros conectados a su brazo chocaba contra la otra mesita, donde se encontraba el monitor que medía sus constantes con varios cables conectados a su cuerpo.
Supuso que antes de ponerle ese camisón habían lavado su cuerpo. No habían restos de vomito ni sangre en él, y el nauseabundo olor al mismo había desaparecido. Tenía el cabello húmedo, enredado en un moño alto. Le pareció que su piel no tenía el mismo tono bronceado y oliváceo que de costumbre, aunque quizá se tratara de un efecto por el fluorescente que iluminaba la habitación, pero no recordaba haber visto nunca su piel tan pálida con un tono cercano al grisáceo.
Siguió recorriendo la habitación con la mirada, aunque no había mucho más que observar. Excepto la pared frontal que se encontraba justo ante sus ojos. Frunció el ceño confusa y definitivamente confirmó que no se trataba de un hospital. Frente a ella, una pared de cristalera se extendía a lo largo de ese lado del habitáculo. Le recordó a las habitaciones de las ruedas de reconocimiento de la policía, donde los criminales no podían ver lo que había detrás de ese cristal, pero los policías sí podían observar a los mismos.
—¿¡Por qué estoy aquí!? —gritó enfurecida.
Sacudió su cuerpo con fuerza, intentando zafarse de las cuerdas que sujetaban sus brazos a los costados. Convulsionó su cuerpo una y otra vez, dispuesta a soltar si no bien las cuerdas, alguno de los cables que la monitoreaban.
—¡Cálmate, Malini! —Ordenó una voz masculina proveniente de un altavoz en la cristalera.
Y entonces comprendió que estaba hundida en la mlerda; esa voz sabía que su nombre real no era Manjula.
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