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2- Murmullos del bosque

Bosque de Shirakawa, Japón.
Año 1868, primera semana de Noviembre.
Era Meiji.

Lejos del pueblo, donde eternamente se sentía una brisa fría que te calaba los huesos, se encontraba el bosque poblado de sugis (Cedro japonés, tipo de árbol) de gran tamaño, sauces frondosos y castaños inmensos. El follaje hacia parecer que en su interior era la noche lo único que acompañaría a quienes se atrevieran a entrar al dominio de "las sombras oscuras", como dictaba la creencia popular.

Aquellos que se adentraron lo suficiente para ver las magulladuras y cortes que algunos de estos árboles ostentaban, no volvieron a ser vistos nunca más.
Adentrándose un poco más podrían haber llegado a ver el gran paredón de largos y oscuros maderos que ocultaba y protegía a sus espíritus.

En la gran puerta podía leerse la inscripción Nanatsu no tsuki ("Siete Lunas") tallada en la madera a modo de advertencia o maldición para el que las lea. Al abrir el portón podía verse la tierra sin vegetación que marcaba el camino hacia la gran casa de color gris algo despintada y con las puertas y ventanas algo enmohecidas y con el negro tejado del techo cayéndose por los años.

Claro que todo esto no era más que una simple fachada ya que dentro del caserón las múltiples habitaciones estaban equipadas con armas, futones, y todo lo necesario para los duros entrenamientos a los que se debían someter los ninjas.

En el patio todos los jóvenes ninjas y sus maestros practicaban día y noche con sus katanas, sus cadenas y sus shuriken (estrellas ninjas). Dentro de los recintos de la casa se enseñaba el arte del disfraz, cómo provocar ilusiones, cómo hacer bombas de humo, a preparar los dardos con veneno, a tallar en madera de bambú las cerbatanas (tubos por los cuales se disparaban los dardos envenenados) y curaban las heridas provocadas en los enfrentamientos. También se realizaban largas jornadas de meditación.

Era una ciudad oculta dentro de un nido de ratas y víboras que se dedicaban a matar por encargo sin importar de quien se trate. Solo importaba el importe que se pagaba y lo que se pudieran saquear durante la misión. Eran sicarios de doble cara que se apoyaban unos a otros y solo le eran devotos a Shin-sensei, su maestro y "padre".

Entre todos los aprendices se encontraba un joven de cabellos castaños y ojos oscuros, tez acanelada y sonrisa socarrona que se disponía a cazar a su presa: un muchacho delgado que estaba de espaldas inclinado sobre una piedra volcánica, completamente concentrado en lo que hacía.

Poniéndose en posición de ataque avanzó sobre su víctima. A paso sigiloso, oculto entre los delgados troncos de los bambúes estaba a punto de saltar con tekagis (garras de metal) en cada mano cuando...

— Pisaste una hoja, eres demasiado torpe— dijo el joven sin voltearse siquiera a mirarlo.  

— Claro, el pequeño Rouisu siempre perfecto, siempre sigiloso. Eso es porque no comes decentemente — dijo Hosu riendo con el rostro iluminado mientras se sentaba al lado de su amigo—. Otto-sama quiere verte Rou— dijo un poco más serio. En ese momento el chico levantó la mirada mostrando su rostro: sus bellos fanales zafiro sin brillo, totalmente helados, miraron con atención al otro muchacho. Por sus facciones delicadas se notaba que era joven, hecho que disimulaba dejándose crecer un poco la barba y dejando su cabello algo largo aunque no demasiado y que podía comprometer su visión.

— ¿Qué quiere? — preguntó desganado, con los shuriken que estaba afilando aún en su mano.

— ¿Qué más puede querer? — contestó Hosu encogido de hombros. Sin decir nada, guardó sus armas y caminó hasta la residencia, con su jinbei negro de manga larga y su hakama ajustado delineando sus finas piernas al caminar. En el caminó todos le miraban con recelo, miedo, e inclusive, asco. Nadie podía comprender como su "padre" pudo aceptar en el clan a un mestizo como él. Mas, no se atrevían ni a cuestionar sus decisiones, ni mucho menos a enfrentarse al joven practicante de ninjutsu. Ese muchacho, tal como se lo veía, era el diablo en persona, no tenía corazón. Cosa que a Otto-sama lo tenía orgulloso.

Dentro de la casona, caminó por un largo pasillo con una característica muy peculiar, el piso estaba cubierto de "papel de arroz". Rou lo ignoró, y más por el hecho de que al pisarlo, no lo rompía: su arduo entrenamiento en el arte del sigilo había rendido sus frutos. Aquello era la prueba.  1 

Al final se paró delante de la puerta, tocándola suavemente con los nudillos vendados.

—Adelante, hijo— contestó el hombre en su interior, con voz cavernosa. Al abrir la puerta se observaba un salón pequeño iluminado con innumerables velas. En el centro estaba un hombre de pelo negro como el ébano un poco largo peinado hacia atrás. Su piel tenía un tono acaramelado y su rostro lucía una cicatriz que surcaba su mejilla izquierda verticalmente. Se encontraba en posición de loto con sus manos unidas formando el mudra atmanjali (posición de manos de la meditación budista), muy típico de sus largas sesiones de meditación. Vestía un kimono negro y detrás de él en un altar, estaban exhibidas una katana y una ninjato. Abrió sus ojos negros batiendo sus frondosas pestañas para mirar a su aprendiz: —Sigiloso como siempre Rouisu.

— ¿Qué deseas sensei?— preguntó el ojiazul sin inmutarse.

— Te voy a encomendar una misión que solo vos podrías realizar —contestó con una pequeña sonrisa sádica en el rostro.

— ¿Porque yo?

— Desde que llegaste aquí me demostraste que valías más de lo que aparentabas. Un sucio niño mestizo sin hogar se transformo en mi alumno más sobresaliente y en mi hijo más querido. Rou —. Poniéndose de pie mostrando lo alto que en realidad era— eres mi hijo más amado, a quién dedique más tiempo, paciencia y esfuerzo. Cada latigazo, cada hueso roto, cada caída valieron tanto la pena —. Posa sus enormes manos en los pequeños hombros de Rouisu—. Tu misión será asesinar al señor de Shirakawa. La efectuaras a la medianoche de mañana, justo en luna llena. 

—Acepto la misión— contestó seriamente, ignorando todo lo dicho antes. Ningún halago, salido de la boca del hombre frente a él, le importaba. 

—Excelente, hijo mío — dijo Otto-sama para luego dejar un beso dulce y muy marcado en el cabello del más joven. 

Salió de la residencia decidido a buscar sus armas y partir lo más pronto posible a Shirakawa. 

Quería terminar con esa odiosa misión de una buena vez. Se cruzó en el camino con Hosu quién lo miraba curioso.

— ¿Aún conservas el brazalete de Nana-san? — preguntó señalando la muñeca de Rou. Llevaba un brazalete de plata muy fino con una piedra de color azul brillante. El joven se dio vuelta desenfundando su ninjato (espada corta similar a la katana) y apuntando a la garganta de su sempai.

—Te tengo terminantemente prohibido que hables de ella — dijo fulminándolo con la mirada.

— Está bien, basta. Perdona. ¿Qué te dijo padre? — preguntó presurosamente. 

— Debo matar a Ryamu— contestó como si no se tratara de nada serio, guardando su arma. 

— ¿Sabes cómo lo harás? — preguntó Hosu confundido.

— Me las ingeniare — dijo decidido. Su honor como verdadero ninja jamás seria cuestionado.

Cayendo la noche partió a pie, ya que con un caballo sería reconocido rápidamente. Llevaba puesto su ashigaru (armadura liviana propias de los ninjas), sus waraji (sandalias de cuerda tejidas que no producían ruido al caminar) protegiendo sus pies y una cogulla (pañuelo negro que cubría la cara a excepción de los ojos) negra sobre el rostro, solo se veían sus ojos.

Avanzaba rápido, debía llegar a media noche cuando la luna estuviera en su punto. 

Para Rou, el bosque era su mundo. Oscuro, silencioso, lleno de vida. Sus largos entrenamientos allí eran la mejor parte, porque le permitían conocerlo de punta a punta. 

Su misión no le importaba en lo absoluto. Tenía en mente lo que realmente quería hacer y si este era el medio para lograrlo, lo haría sin pensar. Una misión más o una misión menos no eran relevantes en sus planes. 

Pasado un día llego. Iluminado con la luz de la luna, estaba frente a él el castillo de Shirakawa: una alta construcción de blancas paredes y techo color marrón oscuro, con inmensos jardines y un pequeño puente separaba el resto del territorio de la entrada al mismo. Ya no había vuelta atrás.-

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1  La referencia que se hace al "papel de arroz en el piso", corresponde a una práctica real por la cual debían pasar todos los ninjas para perfeccionar el sigilo en su andar. Esta práctica implicaba el caminar por este papel de arroz sin romperlo. De no ser así y que resultara roto el mismo, se debía seguir entrenando. En este caso, Louis es muy bueno en el arte del sigilo.

¿Se imaginan a Louis vestido de ninja? 💞💞💞

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