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Miedo al agua

Si de algo era consciente Marinette, es que ella era débil. Ser frágil siempre fue su cualidad, ser indefensa y quebradiza. No es algo de lo que se sintiera orgullosa, al contrario; pero desde su nacimiento le había sido inculcada esa fragilidad, esa incapacidad, esa sumisión.

Amaba a sus padres con el alma, aunque a veces dudaba de que ellos la amaran a ella. Según su madre, Marinette sólo fue concebida con el único propósito de ser entregada un día a un ser poderoso que les pudiera dar una vida próspera. Cuidar de la piel de su hija siempre fue su prioridad, que su cabello continuara sedoso y sus manos tersas era vital; en todo su cuerpo ella no tenía ni una sola cicatriz.

Sus padres excusaban todo esto de que la harían vivir una vida mejor que la que tenían ellos, y en verdad lo creía, pero también temía. Según le murmuró una anciana del pueblo, Marinette no había sido la primera hija de esa pareja, antes ya habían tenido a otra que a los 7 años se deshicieron de ella tras una herida de gravedad que se hizo en el brazo por jugar.

Marinette era un regalo, su propia fragilidad era para hacerla apetecible para cualquiera con hambre de poder. Era esa manualidad hecha a la perfección, un obsequio sin una fisura, ella era lo que todos querían recibir.

Y se odiaba por ello.

Cuando enfermaba hacía hasta lo imposible porque nadie lo notara, se escondía o hacía una actividad en la que pudiera disimularlo; a veces el hambre la mataba y deseaba pedir más de lo debido, pero lograba retenerse. En más de una ocasión había sido tocada, pero el terror por el que sus padres o el resto del pueblo la consumían y lograba fingir que en realidad nada había pasado, ella seguía siendo la indicada.

—¿Está todo bien?— preguntó Adrien viéndola con esos ojos esmeralda. Marinette sacudió su cabeza sacándose de sus pensamientos, a penas y pudo asentir mientras veía ese río frente suyo. No tenía una fuerte corriente, pero era profundo.

Lo recordaba perfectamente, recordaba la sensación del agua envolviéndola por completo, infiltrándose a su cuerpo a través de su boca. Recordaba la imagen de la superficie del agua alejándose de ella mientras su cuerpo se sumergía más y más, la sensación de alivio momentáneo que eso le dio. Era una ideal manera de deshacerse de sí sin lastimar su cuerpo.

Después desesperación.

—¿Estás segura?— regresó su mirada de nuevo hacia el rubio, la miraba con preocupación. Marinette sólo giró su vista, tenía sentimientos acumulados; ese escenario aún la hacía sentir en el cayendo al fondo de ese río, otra vez se volvía a sentir ahogada.

—Adrien, tengo una pregunta para ti.— las palabras se quedaban atoradas en su lengua, probablemente era desacatado atreverse a hacerla, más siendo él un grandioso dios y ella sólo una humana cualquiera; pero el constante terror la consumía y confiaba en él lo suficiente para saber que no sufriría un grave castigo si lo hacía (o al menos eso esperaba).

—Hazla.— respondió con tranquilidad.

—¿Me deseas tomar como tu esposa?— la pregunta tomó desprevenido al joven, haciéndolo retroceder un poco. No podía negarlo, desde que la vio se sintió atraído por ella y tomarla como suya no era complicado; aunado a eso sentía que podía conversar con tranquilidad con ella, que podía ser escuchado y escuchar a alguien.

La chica era especial, sin duda, tenía opiniones poco comunes; verla feliz era su razón de ser, darle esas orquídeas lo llenaba de una dicha poco común para él aún siendo un dios.

Pero veía su rostro: algo la asustaba de esa idea, la hacía lucir miserable, como si fuera una especie de realidad a la que ella se resignaba a sufrir; y no podía culparla, la idea de volverse esposa del dios de la destrucción era tan malo como la condena que él mismo sufría. No se sentía bien no poderle dar una compañía tan grata como la que ella le daba, pero esa era la verdad y debía enfrentarla

Por otro lado, el miedo aún le aquejaba; le asustaba que otro dios viniera a tomarla: aunque ahora que lo pensaba, quizás ella sería más feliz con algún otro dios y él no era más que un obstáculo. Una joven como ella fácilmente atraería la atención de uno de esos patanes. Apretó los labios molesto con sus propios pensamientos y apartó su vista.

—No.— respondió con una simpleza y frialdad que jamás se imaginó escuchar. La fémina sintió que se le desmoronó el corazón al escuchar esa palabra.

¿Cómo que no? Temblaba de la sola idea de que sucedería con ella cuando esto acabara, como la vería el pueblo al ser "el regalo desechado" de un dios,  que pasaría en la mente de sus padres. La razón a la que le invirtieron tantos años y dedicación tirados a la basura, sólo porque ella no supo cumplir su único objetivo.

Apretó su brazo izquierdo, todo esto la estaba superando. El río, el dios, sus padres, ella misma.

—¿Es por mi culpa?— preguntó en voz bajita. Adrien volvió a verla; carajo, lucía otra vez como esa chica asustadiza, como esa que le preguntaba con desesperación si la tocaría, si haría algo con su cuerpo en esa noche que había sido entregada como ofrenda. Él negó.

—No, no tienes que ver en esto.— ella por fin regresó su mirada hacia él, sus ojos ya contenían un par de lágrimas, pero aún no caían por su rostro; se notaba su desolación, su inseguridad, lo fracturada que estaba.

—Dime que me falta, y yo lo seré. Déjame entregarme a ti, tómame.— odiaba esto, lo odiaba con toda su alma. Odiaba que la hubiera transformado en esto. La quería, la deseaba de la forma suficiente como para cumplir sus peticiones: pero no quería que ella sólo estuviera con él porque tenía por su vida, porque le fuera lo más conveniente, porque ella se sintiera débil.

Y por reiterada vez, no estaba dispuesto a condenarla a una vida a su lado.

—No te falta nada, Marinette; pero no puedo hacer esto.— no lo comprendía, en verdad no lo comprendía. Con él no sentía mal todo ese camino que había recorrido, al contrario, le resultaba como un arcoíris después de la tormenta; quizás todo lo que había pasado había valido la pena, él era increíble, le daba esa sensación de tranquilidad, de una paz que nunca antes había encontrado y la sola idea que él de repente se desprendiera de ella como basura que cae en el cabello la asustaba; por primera vez la idea de ser entregada no le sonaba mal.

Carajo, todo esto era repulsivo ¿Cómo la estaría viendo él? Como una niña tonta que chilla. Era tan benditamente débil que cualquiera sentiría náuseas de ella.

Él no la hacía sentir débil: la hacía sentir como una chica normal, tranquila y segura de lo que decía, sin temor a ser vista de manera distinta; sólo dos chicos riéndose de cualquier cosa hasta que sus estómagos dolían tirados sobre el suelo. Y de vez en cuando esas miradas indiscretas: esas veces que él la atrapaba contemplando su Bien formado torso o alguna vez que ella lo notó perdido en sus caderas. Siempre terminaban con una risa tímida que no iba más de eso, porque él no se permitía tocarla; y aunque eso la tentaba, tenía que admitir que también la cautivaba.

¿Esto era enamoramiento? Sea lo que sea, hacía sentir a su cuerpo muy bien.

—Lo siento, yo...— se dio un pequeño golpe en la cara haciéndose la loca.— No sé porqué se me ha salido eso. Es claro que tú debes tener a más pretendientes y mucho más interesantes que yo, además de que tú y yo somos más como amigos ¿no es así?— giraba su vista nerviosa, intentando sonar divertida a su vez.— No tendrías porque elegirme a mí en ninguno de los casos.

Permitirse soñar, permitirse ser feliz.

Se acercó a ella tomándola descuidada y sin previo aviso, besó sus labios. El corazón de ella se aceleró en menos de un segundo, todas sus inseguridades de repente se esfumaron, él dejó de ser un dios para ser sólo el chico que la tenía loca. Ella tomó su rostro con delicadeza para asegurarse de que el beso no acabara pronto, y se permitió que el chico exploraba cada centímetro de sus labios.

Sentirlo de esa forma no tenía lugar, sus cuerpos cosquilleaban por la provocativa cercanía entre ellos; él no la tocaba, cumplía su palabra incluso estando perdido en sus labios. La hacía sentirse poderosa, invencible, quien imperaba en ese beso. Se sentía infinita. Sabía tan bien, nunca imaginó lo cálidos y dulces que podían llegar a ser sus labios, esos preciosos mordiscos que le daba ahí la dejaban sin aliento.

Ninguno de los dos se dio cuenta cuando quedaron contra el suelo, cuando la joven había sumergido sus dinos dedos en la cabellera dorada del dios menor. Ambos ignoraban el hecho de necesitar aire: era un beso desesperado, anhelado, exigente, pasional.

Por fin se separaron sólo para que él la contemplara: tenía sus pupilas completamente dilatadas entre esas orbes azules viéndolo aún con esa neblina de deseo, sus mejillas sonrojadas y sus labios entre abiertos en búsqueda de aire, con sus pulmones subiendo y bajando con notoriedad. La imagen era una completa obra de arte, un instante que jamás desaparecería de su cabeza.

Después bajó su mirada hasta caer donde sus manos se apoyaban contra el suelo. Estaba seco, gris, había acabado con ese pequeño fragmento de vida. Si eso había hecho con algo que no le causaba ni la más mínima tentación de tocar ¿Qué sería de ella?

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