Dios encaprichado (lime)
Adrien no podía evitar sentirse así: completo.
Habían sido tantos años de soledad imaginándose que tener alguien así, como esa azabache, no era más que para los grandes dioses como Zeuz o Poseidón; que un dios menor que además había sido castigado con ese desgraciado poder y que había sido expulsado del Olimpo jamás merecería un amor tan puro como el rocío de los campos elíseos.
Y Marinette se sentía igual, justo en este instante ella se sentía infinita.
—Confía en mí.— susurró a su oído mientras procedía a besar con lentitud su oído. Adrien sintió su piel erizarse, se sintió débil ante ella; pero adoraba sentir esa vulnerabilidad, esa forma en que le bajaba cada una de sus defensas con sólo una sonrisa era extraordinaria.
—¿Me vas a decir qué planeas?— preguntó un tanto intrigado. Ella suspiró feliz y tomó una de las orquídeas que había cortado de su casa. Acercó sus labios a los de él y los unió en un etéreo pero jugoso y delicioso beso mientras que pasó con cautela la flor a su acompañante.
—Te quería agradecer por lo de las orquídeas el otro día.— alejó un poco su cuerpo del de él.— Sé que no me buscas como tu esposa, pero tu protección y los momentos que me das a tu lado son mucho más de lo que yo pudiera pedir.
¿Cómo podía conformarse con tan poco? ¿Cómo podía alguien como él traerle la felicidad? ¿Realmente se sentía plena a su lado o sólo era para complacerlo? Y si era así, si sólo se lo decía en un acto de sumisión hacia él ¿tenía que ser tan malo? ¿Tenía que prohibirse disfrutar de ello?
Él se limitó a sonreír mientras observaba la flor y trazaba líneas sobre su tallo con el pulgar.
—Los campos de tus suelos no tardarán en ser fértiles otra vez. Los tuyos no padecerán hambre en invierno.— Marinette asintió sin dejar de observar cómo el rubio sujetaba aquella flor, con tal delicadeza y suavidad que no podía evitar desear estar bajo su tacto, imaginarse su calidez y la posesión con la que un dios tan magnifico como él pudiera sujetarla.
Pero él no lo haría. En cambio tenía que imaginar que la manera en que asía aquella orquídea sería la manera en la que asiría de ella. Eran pensamientos dulces, tiernos, aunque un tanto tristes: el único hombre por el cual en verdad deseaba tener contacto no buscaba tenerlo.
—También te gustan las orquídeas ¿no?— preguntó la azabache cruzada de brazos. Adrien regresó a verla y asintió tranquilo.
—Para ellas el tacto de un dios o un mortal es lo mismo, no encuentran distinción; ellas sólo cumplen su ciclo y no les perturba no dejar trascendencia de su existencia.— Marinette se acercó a su lado y con cuidado sostuvo el tallo de la flor un poco más arriba de donde la sostenía Adrien, dejando sus dedos a un par de milímetros de distancia.
Casi podía sentir ese mágico calor que emanaba de sus manos desde ahí,
—A mí pueblo nunca les han gustado, creen que sus raíces se alimentan de los ríos del Hades y que son augurio de malas noticias; pero a mí siempre me parecieron lindas sin importar de cuál rió se alimentaran, más bien, lucen un tanto melancólicas y solitarias.— su voz se agrió un poco con eso último.— Me gusta como las tratas, esa mirada enamorada que les tienes. El que alguien ame a estas flores con tantos rumores es todo un fenómeno inusual que alguien las disfrute tanto como tú lo haces.
—¿Cómo no me van a gustar?— rió divertido.— ¿Cómo puede haber alguien capaz de hablar mal de ellas, de osar dañarlas?
Marinette regresó su mirada hacia el rubio quien llevaba un par de segundos observándola con ese par de ojos verde intenso. Cada día lo confirmaba más, él era esa serpiente que vio ese día en el que el valle se secó.
Sus miradas sólo permanecían ahí, como si el tiempo se hubiese congelado incluso en sus propios cuerpos. Y es que lo de ellos era un magnetismo, una fuerza atrayente que los ataba al otro sin explicación, causada por la incomprensión que les ofrecían sus mundos, por hallar en el otro un consuelo mutuo que iba más allá de las palabras.
Era la mortalidad y la divinidad conociéndose, anhelando ser como el otro, volverse solamente seres sin títulos, sin noción de la vida y la muerte, definiendo una nueva forma de fusionarse.
Marinette terminó por acortar la distancia entre los dos y pegó su vientre cubierto por suaves y delgadas telas al de él, sus labios comenzaron a devorar al otro mientras que Adrien con la poca conciencia que le quedaba intentaba mantener sus manos alejadas del cuerpo de la azabache.
Ambos cuerpos descendieron hasta caer de rodillas al suelo sin despegar ni un segundo sus labios. Marinette subió sus manos ansiosas y empezó a acariciar el rostro del dios a medida que iba trazando un camino hasta enredar sus finos dedos en la cabellera dorada.
Las manos de ella, a diferencia de las de él, no se inhibían en explorar el cuerpo del dios de la destrucción; el perfecto relieve de su vientre y esa pequeña vellosidad que se asomaba en la frontera de la prenda que cubría su parte inferior a la cintura.
—No puedo hacerte esto.— suplicó Adrien al sentirla sumergida en su cuello dando pequeños tirones a su piel con sus dientes. Marinette se levantó y miró el rostro del joven, claramente sonrojado (lo cual sentía como una victoria) desviando un poco su mirada.—No puedo tocarte, pero no lo haces fácil para mí.— arrastraba un poco su voz, parecía aún agitado por el deseo.— Tampoco debo penetrarte.
La azabache apretó los labios intentando que no se le escapara un sonido de sorpresa.
¿Por qué no la deseaba? ¿Era alguna prohibición que los otros dioses le habían dado a él o era sólo porque no deseaba regodearse con una mortal de esa forma? Fuese lo que fuese ya lo tenía ahí, así, y quizás estaba siendo muy caprichosa pero lo quería tener, quería tener ese momento con él; quería robarle el aliento sin importar qué, quería que él le hiciera olvidarse completamente de la existencia del espacio tiempo y que le arrancara alaridos de placer.
Estaba harta de sentirse débil. Y es que él, estar a su lado la hacía sentirse poderosa; no por el hecho de volverse la amante de un dios, sino por la forma en que la trataba, por la fuerza que él le daba, por esa manera en que él le hacía ver que no existía parte de ella que fuera frágil.
Ella era su orquídea, esa hermosa orquídea que era sólo para su vista.
Y si su tacto era su limitante, ella se encargaría de que eso no interfiriera.
—Yo puedo arreglar eso.— y sin verlo venir, la fémina se levanto y con suma facilidad se desprendió del vestido que cubría su piel, dejando expuesto a él cada centímetro de su sublime cuerpo a él quien no paraba de verla sin poder pronunciar palabra alguna.
Sabía que era hermosa, jamás tuvo duda de ello; pero verla así, sin límite de vergüenza ante su desnudo era un poema sin ritmo, rima o verso; sin un sentido metafórico o prosódico. Era ella en plenitud, era ella en formas que nunca se atrevió a soñar, era ella siendo el ser que jamás lo haría sacar de su cabeza.
Tomó su vestido y se acercó a él intentando ocultar el sonrojo que le había causado atreverse a mostrarse de esa forma al dios. Sujetó sus muñecas y dio un tirón a su vestido arrancando un pedazo de tela de él para atarle las manos a su espalda. Él sólo se dejó, sin dudar de ella, sin el más mínimo grano de desconfianza.
—Ahora permíteme servirte, mi señor.— y volvió a pegar su cuerpo al de él, sus labios otra vez comenzaron con roces, besos y mordidas como si fueran uvas a las que se les trataba de extraer su jugo. Su tacto de terciopelo navegaba sobre su piel a detalle, un escultor moldeando arcilla.
Podía sentir sus intimidades chocar pero no entrando a un contacto directo, tal y como él se lo había pedido. Era un acto provocativo pero prudente.
Era fácil verlo en ese par de ojos enloquecidos, en esas manos juguetonas, en la manera que su boca exigía aire y su espalda se arqueaba con sus besos espesos: ella también disfrutaba de esto.
Marinette lo sabía, por cada segundo que pasaba a su lado, por cada vez que pronunciaba su nombre, por cada sonrisa que le lograba sacar, por cada vez que su aroma inundaba sus pulmones; cada parte de su cuerpo era consciente de la misma verdad: ella era suya, sólo le pertenecería a él por siempre.
Otro hombre podría llegar a tener su cuerpo, pero ese día le había entregado su insignificante ser a él.
Tenía miedo. Adoraba sentirlo así, sólo suyo, consumiendo su cuerpo como si éste se tratara de una fruta afrodisíaca que se tiene que explorar con vil lentitud; pero tener así de claros sus sentimientos por él sólo le daba cuenta lo que tenía frente suyo, a un dios encaprichado, no uno enamorado.
Al final, sólo le quedaba morderse los labios para evitar que un "te amo" se le escapara en un jadeo.
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