No le hablaba a nadie de su pasado, ni a ella misma. Era una pequeña norma que tenía, porque no le gustaba revolcarse en las cosas que salían mal. Las cosas que no iban como le gustaba prefería esconderlas y que nadie se enterara, le molestaba que alguien las sacara a la luz.
El aroma del chocolate mezclándose tampoco le ayudó y probablemente el rostro estaba traicionándola, porque dentro de sí había un remolino rojo que brotaba por sus mejillas.
—¿Quieres sentarte en lo que pido nuestra orden? —preguntó Gabriel que percibía ese rojo inundándola.
—Sí, creo que será mejor.
Rodeó a un tumulto de gente para colocarse en la mesa más lejana que pudo y se hundió en la chamarra que traía. A lo lejos vio a una pareja que estaba llegando. Ella portaba un hermoso ramo de rosas y él tenía la cara de alguien que había dejado de lado todo lo que alguna vez le dio temor para estar ahí.
Jennifer clavó su mirada en ellos y sintió que toda la fortaleza que había estado acumulando, le revolvió las entrañas. Las lágrimas estaban haciendo de las suyas y el miedo estaba colocándose justo en los pulmones. Ahora, sin que ella pudiera hacer absolutamente nada, sus ojos empezaron a gotear. Una a una, las lágrimas borraban el poco maquillaje que llevaba en la mirada.
Habían pasado unos minutos, cuando la presencia que le cobijó hasta ese momento, regresó.
—¿Quieres un poco de chocolate para los churros? —preguntó él, mirándola con empatía.
Ella se preguntó si acaso había perdido toda capacidad de observar, porque actuaba como si no estuviera ahí, con la cara chorreada de lágrimas, roja como en un día soleado y con el corazón a punto de salirse de su sitio.
—Es que recordé algo. —De alguna forma, sentía que necesitaba explicarse.
—A veces es inevitable, ¿no? —propuso el chico acercándole el bote de chocolate derretido para que pudiera comenzar a disfrutar—. Es que los recuerdos muchas veces están en todas partes. En los aromas, en la música, en el silencio.
Jennifer soltó una pequeña risa que la distrajo finalmente.
—¿Eres poeta?
Gabriel también sonrió y le dio una mordida a su churro.
—No, soy más de números. Pero sí, todos también tenemos algo de poeta.
La chica lo observó de nuevo. Analizó su rostro que se alzaba de alegría. Las mejillas que se le abultaban solo un poco cuando sonreía y el cabello lacio que le caía un poco sobre la frente.
—¿Siempre ves todo así? Quiero decir, analizas todo lo que te digo. Analizas cada palabra y cada tema eso es...
—¿Frustrante?
—Interesante —corrigió ella, y después se limpió las lágrimas que habían quedado sueltas por ahí.
Esa charla se encadenó hasta convertirse en una bella corona de flores. Los chicos del ramo ya eran invisibles para ella, así como los recuerdos, y todo aquello que tenía enterrado en el corazón.
Poco a poco, empezó a callar la alarma que le decía que esas no eran las preguntas que quería hacerle a Gabriel. Apagó la voz que le indicaba que en realidad era él el que estaba preguntando más cosas y que lo hacía de una manera maravillosa, porque provocaba que la conversación se tornara profunda.
Cuando terminaron el postre, siguieron avanzando por la plaza. Ahora, las palabras también se deslizaban, como las personas en la pista de patinaje y como la sonrisa de ambos cuando alguno decía algo gracioso.
Ella ni siquiera se dio cuenta en qué momento alcanzaron la tienda de accesorios.
—Listo, ahora puedes buscar lo que querías —respondió el chico, mirando los aparadores—. Mientras tanto, estaré en los cargadores, necesito uno.
Jenny se quedó un momento pensativa. En realidad no quería nada, no necesitaba nada para su teléfono. Esa excusa había servido para convertir la reunión en algo poco importante.
—Bienvenida, señorita. ¿En qué podemos ayudarle?
—Sí... Bueno, estoy buscando la carcasa perfecta para mi teléfono. Necesito una que aguante el ritmo de mi día, pero que me guste —inventó la chica.
—Claro, tenemos justo lo que busca por allá —indicó señalando al área en donde estaba Gabriel.
El chico sonrió y la saludó con la mano.
Vaya.
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