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El reloj marcaba la misma hora de siempre. La misma hora que estaba frente a sus ojos cada que llegaba.

Le dio una mordida a su hot dog con la tranquilidad digna de una reina. Estaba saboreando que aún estaba caliente. La comida de la tienda de autoservicio siempre se volvía fría e insípida demasiado pronto, pero ahora tenía asuntos más importantes que su bocadillo del día.

—Señorita, no se puede ingresar con alimentos —la detuvo un guardia.

—No sabía, lo siento.

Con el mismo porte de calma y autoritarismo, caminó hacia el bote de basura más cercano y tiró el hot dog, aunque le faltara más de la mitad.

—Gracias, oficial —expresó con una blanca sonrisa al tiempo que ingresaba al museo.

El largo y liso cabello negro se balanceaba de lado a lado, cubierto con una hermosa gorra de cuero negro. Quien la viera, pensaría que estaba ante una celebridad, de aquellas que se saben inalcanzables. Probablemente, un séquito de guardaespaldas estaba oculto en algún lugar, así como sus ojos lo estaban tras esos enormes lentes oscuros.

 A su paso, un delicioso perfume regalaba la esencia del lujo. Y, entre los monótonos sonidos de un museo, los tacones más afilados se acercaron a un grupo de personas que estaban por iniciar su recorrido.

La inquisitiva mirada de la joven escaneó a cada uno. Tan solo requirió unos segundos para entender a todos los que la rodeaban. Tenían un aire jovial, era probable que los hubiera enviado la escuela.

—Siempre la escuela —susurró de manera inaudible.

Le parecía absurdo que nadie se interesara en los museos como ella. Tan solo iban porque una tarea se los había indicado así, o como un plan "romántico" para conquistar a alguien. ¡Basura! "¿Cómo pueden utilizar un sitio tan sagrado como este tan solo para ligar? Que se vayan a un café, a un restaurante, o a cualquier otro sitio; pero los museos se saborean", pensaba siempre.

El recorrido inició.

Cada detalle en una exhibición es como un rompecabezas. Entiendes el significado hasta que lo completas, admiras la imagen en su totalidad, y te vuelves fanático de lo que estuviste recorriendo como piezas sueltas.

—Impresionante, ¿no? —dijo una voz sacándola de su ensimismamiento—. La colección de un poeta increíble en perfectas condiciones.

—Increíble —repitió ella con su profunda voz—. Realmente hermosa.

El guía le dirigió una sonrisa y continuó atendiendo a los visitantes. Todos tomaban fotografías del lugar, de nuevo la atacó esa amargura. Claro, tan solo lo postearían en Instagram, sin conocer... el verdadero valor.

Por el rabillo del ojo, notó que habían llegado. La salida del museo era abierta, así que el estrecho pasillo permitía notar que la camioneta negra ya se había estacionado. Bajó la mirada a su reloj inteligente y escribió unos mensajes antes de continuar.

La madera crujía, crujía debajo de ella como una premonición. Sus botas de tacón de aguja aumentaban el ruido y le abrieron paso entre los visitantes hasta el fondo de la sala.

Nadie sabía el valor, nadie.

—¡Todos al suelo! ¡Ya! ¡Ya!

En cuanto escuchó la señal, ella también sacó de su bolsa un arma tan reluciente como su abrigo a juego con la gorra.

—¡Nadie se quiera pasar de listo! —gritó acercándose al guía para darle unos golpecitos en la cabeza con la pistola—. ¡Encañonen a este!

Los cinco sujetos encapuchados que habían entrado, recorrían la sala para amedrentar a los presentes. Su líder hizo sonar de nuevos los tacones para avanzar hacia la esquina en donde había estado admirando la colección de libros que era resguardada por un cristal.

Sin pensarlo dos veces, apuntó directo al vidrio y soltó tres disparos que desataron los gritos de los presentes.

—¡Cállense! —gritó apuntando a todos los que ya se encontraban en el piso.

Terminó de romper el vidrio con la culata de la pistola y después soltó una risa.

—Ni siquiera era a prueba de balas —le dijo al guía negando con la cabeza—. Me voy a aburrir si lo siguen haciendo tan fácil.

—¡Rápido, a las maletas!

Dos de los sujetos salieron por un instante para entrar con unas enormes maletas negras. Los acompañaban más elementos, y entre todos, empezaron a introducir todos los ejemplares que custodiaba el museo.

—Con cuidado, no queremos dañarlos —expresó la mujer refiriéndose a los libros. Mientras tanto, aquella empezó a pasear por entre los presentes.

Familias temblando, los jóvenes que había visto antes, unos ancianos... Se acercó finalmente a una pareja que se abrazaba aún en el piso. Ella apretaba contra sí una rosa que ya se había deshojado por todos los movimientos bruscos.

—Uh, ¿arruiné su primera cita? —dijo ella agachándose para acariciar la cabeza de la chica con el arma.

—Por favor, a ella no le hagas daño —soltó el joven que la acompañaba.

Cambió entonces el arma de lugar para colocarla sobre la del joven. Mientras lo hacía, empezó a pisar la rosa con la punta de su hermosa zapatilla.

—¿Estás seguro? —preguntó mientras se colocaba en cuclillas para estar más cerca—. ¿Cómo sabes que vale la pena que te mueras?

Los sollozos de ambos jóvenes empezaron a tomar protagonismo. La tensión aumentaba y los pétalos de aquella rosa no eran más que trizas. Su mirada comenzaba a perderse en el reto de disparar, hasta que el viento fue cortado por unas palabras:

—¡Ya está todo listo!

La mujer se levantó de un movimiento y ordenó con las manos a todos los que la acompañaban que se retiraran.

—Todos calladitos y en el piso. Cinco minutos antes de levantarse. —Aquella orden quedó colgada en el aire como un decreto.

Los pasos que antes habían causado misterio, ahora eran los últimos instantes de esa horrible vivencia. Cada uno volvió a respirar, hasta que aquellos desaparecieron.

—Era ella —le dijo la muchacha a su novio.

El joven besó su cabeza y todos comenzaron a levantarse.

En fin, un día normal para esta chica. Otro día anormal en la cadena de eventos extraños que habían estado suscitándose en la Ciudad de México. Pero mientras las sirenas volvían a escucharse, la mujer tan solo cerró los ojos y se dejó caer en el asiento de una de las camionetas.

—Nadie aprecia como yo los sábados de museos.

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