Capítulo 2: Ginebra
La brisa de verano refrescaba. Amaba el verano, amaba la calidez del sol sobre su tersa piel, amaba la libertad que sentía cada vez que salía a los jardines reales y podía caminar con su hermoso pero pesado vestido azul. Alzó la mirada al cielo para observar con deleite a los hermosos gorriones que surcaban los cielos con alegría. Sus ojos azules se confundieron con el azul del cielo, el cual estaba totalmente despejado aquella mañana. Todo se miraba tan perfecto, tan pacifico.
–Desearía que todo se quedará así...– murmuró al aire con un dejo de tristeza en su voz.
–Princesa Ginebra– lo escuchó hablar, fijando así su vista en su guardia real –No puede estar aquí afuera, debe de entrar.
–Lo sé, lo sé– suspiró sin ánimo –Es sólo que... todo es tan bello– dijo la eriza con una sonrisa.
–¿Qué cosa?– preguntó el halcón tosco –Son sólo plantas, nada que no haya adentro– puntualizó sin interés.
–Nunca lo entenderás, ¿O sí, Jet?
–Soy su guardián, entiendo de piedras preciosas y batallas, no de plantas o flores– replico molesto el halcón. –Ahora andando, que sabe que no es seguro que esté aquí su alteza.
Ginebra asintió de mala manera y tomó rumbo de nuevo al castillo. El reino vecino había declarado la guerra al suyo y los aires de muerte podían olerse a kilómetros de distancia. No sabía exactamente por qué había empezado, lo único que sabía es que la guerra ya llevaba muchos meses y que su padre había pagado las consecuencias con su propia vida. Ahora huérfana, Ginebra estaba al cuidado de su abuelo, el Rey Gerald, quien tendía a sobreprotegerla demasiado; siempre decía que estar en los jardines era muy peligroso, que la convertía en un blanco fácil para el enemigo.
–Mi querida nieta– escuchó a su abuelo al entrar al castillo. Yacía de pie en medio del gran salón con una dulce sonrisa. –Sabes que no puedes pasear por los jardines, ¿por qué tiendes a desobedecerme?
–Lo lamento– se disculpó Ginebra sin sentirlo realmente –Pero es que, realmente me vuelo loca encerrada aquí adentro.
–¿Es que acaso los hermosos tesoros que te he traído no son suficientes para ti?
–¡Son hermosos abuelo!– repuso al acto –Pero...
–Ginebra– le sonrió con gentileza abrazándola con cariño, como nunca sucedía.
Ginebra abrió sus ojos por completo, sabía que algo malo estaba a punto de pasar. Su abuelo no la abraza a menos que quisiera darle malas noticas, como cuando su padre murió. Colocó ambas manos sobre el pecho del rey anciano, alejándose de él desconfiada. De nuevo su abuelo le sonrió con calidez y sintió un extraño vacío en su estómago.
–¿Qué sucede abuelo?
–Sir Lamorak– llamó el rey para fijar su vista en el halcón verde –Ve por Storm.
–Sí su majestad– se despidió con una reverencia.
Ginebra volteó a ver a su guardia, quien se alejaba de ella, y una parte de sí quiso correr detrás de él ¿por qué sentía que acaba de entrar a la cueva del lobo?
Su abuelo tomó su mano gentilmente y la guió por los pasillos, sin una dirección aparente. Ginebra caminó con suma pesadez y casi en contra de su voluntad. Miraba las ventanas de mosaicos brillantes en donde podía ver su reflejo. Un hermoso vestido azul con blanco la vestía con porte y gracia, cual princesa debería de lucir. Su cabello color oro se ondeaba por la sutil corriente de aire, y un listón con una moña color azul evitaba que éste se viese desprolijo o desaliñado.
–Aquí– lo escuchó decir para abrir dos pesadas puertas. Ginebra conocía ese lugar, era el salón del trono –Pasa, Ginebra.
Entró sin muchos ánimos escuchando como la puerta se cerraba detrás de ella haciéndola sobresaltar. De nuevo su abuelo tomó su mano haciéndola caminar al trono que alguna vez había pertenecido a su madre –Toma asiento Ginebra– le pidió con suave voz. La eriza de púas doradas asintió, aún confundida por su actitud, y tomó asiento por primera vez en el gran tono de forraje de terciopelo rojo y molduras en oro.
–Tú serás nuestra gran soberana algún día, ¿lo sabes, cierto?
–Claro que lo sé– asintió Ginebra sin encontrarle un sentido a esa conversación. La ansiedad la carcomía por dentro.
–Ginebra...– murmuró su abuelo de espeso bigote, desviándole la mirada –Yo no estaré a tu lado por siempre.
–Siempre repites lo mis...
–Déjame terminar– le cortó severamente –Moriré muy pronto, más pronto de lo que anticipe.
–...¿Qué?– exclamó soltando el aire contenido. Sus pupilas se contrajeron al escuchar eso y todo a su alrededor pareció detenerse de pronto. Todo lo que decía no tenía ningún sentido. Su abuelo era todo lo que le quedaba, lo poco que la guerra no le había arrebatado. –¡Eso no lo sabes!– exclamó poniéndose en pie de golpe –¡Nadie sabe cuando morirá o si...
–¡Me lo han dicho!– interrumpió su abuelo, obligándola a callar al acto –Un poderoso mago ha venido para decirme que la derrota del reino es inminente, a menos que actuemos ahora– habló con aspereza. –Es por eso que hemos de tomar decisiones muy difíciles, que tú, como futura reina, deberás de aprender a tomar y a lidiar con éstas.
–Yo no...
–Sus majestades– las puertas del trono se abrieron dejando ver a Jet y Storm. Terminando la conversación –Como han ordenado, aquí está Storm.
–Ginebra, de mañana en adelante Storm será tu nuevo guardián.
Lo vio confundida frunciendo el ceño al acto. ¿Por qué el albatros debería de ser su nuevo guardián?, ¿Qué había de malo con Jet? Jet, o Sir Lamorak, era su hombre de mayor confianza, había estado con ella durante años, prácticamente desde que su madre había muerto. No quería cambiar a su guardia real. Vio con enfado a su abuelo, desafiante.
–Sir Lamorak partirá a la guerra el día de mañana.
Todo a su alrededor empezó a darle vueltas haciendo que cayera sentada en el trono nuevamente. ¿Guerra? Aquella palabra que significaba muerte y dolor resonó cual maldición en su cabeza. Si Jet marchaba a la guerra jamás volvería a verlo. No podía perderlos a ambos. Ginebra odiaba las guerras, y miles de preguntas rondaban su cabeza: ¿por qué? ¿Por qué los habían atacado? ¿Es que acaso eran demasiado débiles? ¿Acaso era por su Esmeralda Caos? Todos los reinos tenían una para vivir en armonía, todo a excepción del Reino de Camelot, ellos tenían algo llamado la Master Emerald, la que controlaba todas las demás, haciéndolos por consiguiente el reino más poderoso de todos.
–Merlín dijo...
–Tal vez el Rey Uther pueda ayudarnos– murmuró Ginebra para sí, pensativa, sin realmente escuchar a su abuelo.
–¿Qué haz dicho?– preguntó su abuelo al no entender su balbucear.
–¡Lo tengo abuelo, lo tengo!– sonrió –Si hablamos con Rey de Camelot él nos ayudará para traer paz a nuestro reino y Jet podrá quedarse, y tú estarás bien, y...
–He hablado con el Rey– interrumpió –Parece que pensamos de la misma manera mi niña.
–¿En serio? ¿Y qué te ha dicho?– preguntó con una sonrisa inocente.
–Ha aceptado en ayudarnos.
–¡¿En serio?!– exclamó Ginebra con emoción, una que no duró demasiado. Si el Rey Uther había aceptado en ayudarlos, Entonces ¿por qué Jet debería de ir a pelear? ¿Por qué su abuelo le decía todo aquello?
–Pero hay un precio que pagar para que eso pase.
–¿Un precio?
–Mi querida Ginebra, hemos acordado una boda para unificar ambos reinos.
–¿Una boda? ¿Quién se...– calló ante la pregunta que de pronto sonó estúpida. Era obvio quién se iba a casar. Tenía que ser mentira, a penas acaba de cumplir la mayoría de edad, no quería casarse, no así. Si era obligada a casarse fuera de su reino ella jamás volvería a ver a su abuelo, o a sus pocos amigos... ni siquiera a Jet, si es que sobrevivía a la guerra.
–Su hijo se casará contigo para traer armonía y de esa manera nuestra gente vivirá en paz nuevamente.
–Pero...
–Su hijo está fuera, una vez regrese al castillo serás mandada hacia allá en donde contraerás nupcias.
–¿Y cuándo será eso?– musitó la eriza sin ánimo.
–Tres semanas– condenó –En ese período de tiempo aún debemos de defender nuestra tierra. Jet irá a la guerra y Storm se quedará contigo hasta dejarte allá, en Camelot.
–Y ya no podré verte más– agregó Ginebra sintiendo como un nudo en su garganta empezaba a formarse.
–Sí, pero...
No lo dejó terminar su oración pues salió corriendo del salón a toda prisa obviando los gritos de su abuelo que intentaba decirle algo. No quería escuchar, no quería afrontar la realidad de lo que estaba pasando. Ginebra corrió por el pasillo desolado, escuchando sus pasos resonar por todo el castillo, huyendo de sí misma. Huyendo de una realidad demasiado dura para afrontarla.
Una princesa no podía actuar de esa manera, ella lo sabía a la perfección, ¿pero realmente importaba? ¿Por qué sentía que todo se le estaba siendo arrebatado?
Se encerró en su habitación mientras sentía las lágrimas brotar de sus ojos. Se recostó en la puerta de su habitación dejándose caer lentamente. Ginebra abrazó sus rodillas soltándose a llorar. No deseaba dejar su reino, no deseaba dejar a su abuelo y no deseaba dejar a Jet.
–¿Ginebra?– murmuró el halcón verde del otro lado de la puerta, la cual yacía cerrada.
–Jet– dijo levantando la cabeza, secando las lágrimas que sobresalían de sus ojos, abriendo la puerta al acto. –¡¿Lo sabías?!– acusó intentando contener sus lágrimas tan bien como pudo. Jet entró a su habitación, en silencio.
–El rey me lo informó dos días atrás– admitió al fin desviándole la mirada –Sin embargo, me prohibió mencionarte algo.
–¡No lo deseo!– vociferó la eriza haciendo que aquellas lágrimas volvieran a formarse –¡No deseo que vayas a la guerra! ¡No deseo casarme con un desconocido!
Su sollozar inundó la silenciosa habitación obligándola a apretar sus puños con fuerza. Deseaba poder ser más fuerte y no mostrar emoción alguna, pero no podía, era una princesa débil y por eso era el blanco perfecto de cualquier enemigo. Ginebra escuchó el caminar del halcón mientras las lágrimas aún lavaban sus mejillas. No era típico de la realeza mostrar alguna señal de debilidad, pero Jet era diferente, para ella, él era lo que muchos podrían considerar un mejor amigo.
–María...– susurró el halcón palpando su cabeza con afecto.
Eso la hizo detener su rabieta. Sólo su madre alguna vez la llamó por su segundo nombre, y él, quien lo usaba para hacerla sentir mejor. Ginebra subió la mirada para toparse con sus ojos color azul cielo, los cuales la miraban estoicamente. Jet jamás había sido particularmente cariñoso con ella, estaba acostumbrada. No obtendría más que eso, y él no diría nada para reconfortarla, a parte de su nombre.
–Alístate, vendrá gente de Camelot– ordenó dando media vuelta. Rompiendo cualquier momentánea situación de afecto.
–¿Eh? ¿Para qué?
–Tienen que empezar con los arreglos de la boda.
–Pensé que vería todo eso una vez que fuera allá– murmuró disconforme.
–Y yo que sé sobre eso, sólo arréglate, no pueden verte mal o se ofenderá el rey.
–Bien... como digas.
–Tienes una hora– indicó –Si deseas llorar o romper algo sólo podrás hacerlo en ese período de tiempo– indicó desviándole la mirada –Luego de eso recobra la compostura y actúa como lo que se supone que eres... una princesa.
Cerró las pesadas puertas de madera detrás de él, dejándola sola.
¿Una hora?, ¿Esperaba que pudiera desahogarse en una hora? Ginebra caminó arrastrando sus pies a su cama y se dejó caer de espaldas sobre su suave colchón, fijando su vista al techo abobado sobre ella. Las lágrimas empezaron a brotar de sus ojos sin intención de detenerse, y la soledad la acompañó junto al silencio observando su pena y dolor.
–Casarme...– murmuró al viento.
Unterrible accidente que lo conducirá a los brazos de la muerte sólo para sertraído de regreso sin una parte importante de él... sus memorias. La muerte de undesconocido da vida a su nuevo yo. Capítulo 3: Lancelot.
¡GrAcIaS pOr LeEr!
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