t r e i n t a y o c h o
Cuando Maia despertó, sentía la cabeza palpitándole con fuerza, el mundo le daba vueltas, ni siquiera pudo ponerse de pie. No tuvo que observar a su alrededor para darse cuenta de dónde estaba, el espacio era tan pequeño y el techo tan bajo que seguramente se encontraba en una celda. El lugar era oscuro y las paredes negras, la única luz que podía vislumbrar venía del fondo del corredor.
Estaba tirada en el piso, no había nada en la celda, salvo por un pequeño escusado y un lavabo. Lo demás estaba vacío.
Suspiró. Jamás se imaginó que quedaría presa en el Capitolio, había imaginado su muerte de mil formas diferentes, pero nunca imaginó que acabaría prisionera.
Sentía la boca seca y el estómago le rugía, moría de hambre.
—¡Oigan! —gritó, esperando que alguien la escuchara.
Le dolió la garganta de sólo emitir el sonido, estaba segura de que ninguna parte de su cuerpo se encontraba ilesa.
—¿Maia, eres tú? —escuchó la voz de Johanna en la celda de enfrente.
Reunió la poca fuerza que tenía para incorporarse y ver por la ventana de la celda. Frente a ella estaba Johanna con el rostro repleto de moretones y la ropa hecha jirones. Ambas seguían manteniendo la ropa de los juegos, que estaba sudada y sucia.
—Sé que está mal, pero no sabes cuánto me alegro de verte —dijo la castaña, haciendo reír a Johanna.
—Peeta también está aquí.
Maia frunció el ceño.
—¿Lo dejaron?
Johanna asintió.
—Al igual que a nosotras.
Peeta no tardó en aparecer en la celda contigua a Johanna y Maia lo observó, al igual que ellas estaba golpeado, magullado y con el rostro sucio.
Se quedaron en silencio, analizando la situación y sabiendo que no podrían salir de ahí, ¿cómo iban a hacerlo?
La puerta al fondo del corredor se abrió, dejando ver a cuatro hombres vestidos de blanco. Agentes de la Paz.
Los sacaron jalándolos del brazo, Maia escuchó los gritos de sus compañeros y los suyos propios. Le dolía todo el cuerpo y arrastrándola de esa manera no hacían más que acrecentar el dolor.
La metieron en un enorme cuarto blanco y después se encargaron de desnudarla, Maia intentó defenderse pero fue inútil, uno de los Agentes de la Paz le asestó un golpe tan fuerte en el rostro que el mundo comenzó a darle vueltas. Sintió el sabor a sangre en la boca, se había mordido.
Los Agentes de la Paz salieron, dejándola sola y desnuda.
Soltó un chillido de dolor al sentir el agua helada cayéndole por todas partes, impidiéndole respirar y haciendo que tosiera y se ahogara. Volvió a gritar cuando sintió que una corriente eléctrica la recorría, le estaban dando descargas.
Al cabo de un rato apareció un Agente de la Paz, llevaba una especie de cubeta enorme en manos. Maia se encogió en el fondo de la habitación, el hombre la tomó por el cabello y la sumergió en el agua impidiéndole respirar.
La chica hizo cuanto pudo, se retorció, intento arañarlo, golpearlo, salir de ahí, pero era imposible. Sentía la desesperación invadiéndole el cuerpo, además de la impotencia de no poder hacer nada para defenderse. Podían hacer con ella lo que quisieran.
El hombre repitió el proceso un par de veces, metiendo y sacando su cabeza del balde de agua hasta que Maia dejó de forcejear, simplemente dejó que la sumergieran.
Pensó en su padre, seguramente había sentido lo mismo que ella en ese momento, la falta de aire, cómo se empezaba a ahogar para después vomitar agua y que volvieran a sumergirlo. En ese momento no podía imaginarse una peor forma de morir, aunque estaba segura de que le mostrarían cientos de ellas.
No sabía cuánto tiempo llevaba siendo torturada cuando la sacaron de ahí, desnuda, con el cuerpo lleno de marcas y los ojos inyectados en sangre. Ni siquiera podía llorar, el dolor era tanto que no podía sentirlo.
Volvieron a meterla a su celda, aventándola contra el suelo, escuchó el golpe sordo que provocó su cuerpo al caer contra el concreto.
Tenía frío, no tenía ni siquiera una manta para poder cubrirse.
Miró a Johanna frente a ella, quien también estaba desnuda, abrazándose por las rodillas y mirando al frente, sin dejar de murmurar.
Maia la imitó e igual se abrazó por las rodillas, intentando entrar en calor, cosa que le resultó imposible.
Después de unas horas, o eso suponía ella ya que no tenía cómo calcular el tiempo, volvieron a aparecer los Agentes de la Paz, quienes la sacaron de su celda. Maia ni siquiera opuso resistencia, dejó que la sacaran de ahí a rastras. Pudo ver las tristes miradas de los otros dos prisioneros, ni siquiera se inmutó de que la vieran así, desnuda y golpeada, estaba segura de que no parecía humana. Sentía el rostro hinchado por el golpe que le habían propinado cuando la habían electrocutado y podía ver sus delgadas piernas repletas de heridas y de colores morados o rojos por los moretones.
Los Agentes de la Paz la arrojaron a una habitación igualmente blanca con una luz tan brillante que la cegó al instante. Tuvo que cubrirse los ojos con las manos, pero ni siquiera eso podía impedir que la luz le quemara la retina.
Gritó, la luz quemaba: le quemaba el cuerpo, los ojos, todo.
Duró horas ahí, estaba segura de que había durado casi un día, los segundos pasaban con lentitud mientras la luz se encargaba de quemarle cada parte del cuerpo. Ni siquiera volvió a gritar, le dolía la garganta y tenía sed, no podía emitir un solo sonido.
Casi agradeció cuando volvieron a arrojarla en su celda, con el cuerpo aún hirviendo y los ojos quemándole cada vez que parpadeaba.
Johanna no estaba, Maia esperaba que la estuvieran torturando de cualquier forma diferente, la luz era simplemente insoportable.
—¿Cómo estás? —le preguntó Peeta.
Maia apenas pudo mirarlo, no alcanzaba a distinguir más allá de unos centímetros, Peeta era una figura borrosa frente a ella.
—Sólo quiero que acaben con esto —susurró.
Antes de que Peeta pudiera responder, volvieron a aparecer los Agentes de la Paz, llevándoselo y dejándola completamente sola.
Uno de ellos se acercó a ella, aventándole dos platos, uno con agua y otro con comida, como si fuera un perro. Ni siquiera lo pensó dos veces, se arrojó sobre el plato de agua y la bebió de un trago, dejando que ésta le refrescara la garganta.
Comenzó a toser, tanto que casi se ahogó. Eso no era agua. No paró de hacer arcadas con el cuerpo, vomitando todo lo que había tomado; ni siquiera pudo llegar al escusado, simplemente vomitó toda la ceda.
Finalmente se quedó tirada sobre su propio vómito, esperando que la muerte llegara. Llevaba días sin comer, sin tomar agua, ¿cuánto más podría aguantar así? Sabía que era una chica fuerte, pero ni siquiera ella podía sobrevivir a las leyes de la naturaleza.
«Finnick, Finnick, Finnick», el nombre no paró de aparecerse en su cabeza. ¿Qué pensaría al verla así? ¿Le dolería o le desagradaría? Ni siquiera tenía respuesta para eso.
Cerró los ojos, deseando que todo eso terminara.
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