c u a r e n t a y u n o
Los siguientes días fueron un suplicio para Maia, tenía el cuerpo adolorido además de los brazos repletos de cortadas al igual que las piernas. Una de sus torturas había consistido en usarla como diana para arrojar cuchillos, le habían clavado al menos dos en el abdomen, tres en las piernas y varios cortes en los brazos.
No sabía nada de Peeta y Johanna pero suponía que estaban bien, aún siendo torturados, sin embargo, Snow lo había dicho, permitiría que los rescataran a todos.
El presidente también había cumplido con la parte de convertirla en la mejor soldado de todo Panem, se había vuelto mortífera. Sabía usar todo tipo de armas, desde cuchillos hasta pistolas de diferentes tamaños; sabía disparar desde distancias enormes, dando siempre en el blanco. Además de que la habían entrenado en el combate cuerpo con cuerpo, sabía defenderse de al menos cien ataques diferentes.
El entrenamiento no era tan malo, al contrario, le gustaba, era algo con lo que podía mantenerse ocupada. Lo único molesto era el cuerpo dolorido, pero nada de lo que quejarse demasiado. En cambio, las torturas habían sido brutales: primero estaba el usarla como diana, después la habían arrojado a una tina de agua hirviendo que le había provocado quemaduras e incluso le había quemado mechones de pelo. También la habían arrojado a un cuarto con un perro, o bueno, un intento de perro porque eso de ahí era un muto, los dientes eran larguísimos, además de que se movía a una velocidad sobrenatural. Le habían dado sólo una navaja para defenderse y había recibido al menos diez mordidas del perro antes de poner matarlo. Tenía los brazos llenos de cicatrices de colmillos y una en el muslo.
Después de las torturas se encargaban de curarle las heridas, dejando sólo las cicatrices, no obstante, eso no era un consuelo cuando te arrojaban a una habitación con un perro hambriento.
Finalmente la devolvieron a su celda después de una última tortura, aunque ésta había sido psicológica: habían preparado una película con la muerte de Finnick, una y otra vez, disparándole, clavándole una espada, arrojándolo a una jauría de lobos hambrientos; pero esa no era la peor parte, claro que no, era ella quien llevaba a cabo todas esas muertes. Fueron cuarenta y cinco minutos de verse asesinando a Finnick.
Y eso sólo había sido una parte, también se encargaron de mostrarle sus primeros juegos pero desde la versión de Thomas. Sintió cómo le aplastaban el corazón una y otra vez, cómo le arrancaban el alma del cuerpo.
Había llorado y gritado hasta que le dolió la garganta y poco les importó, no la sacaron de ahí hasta que acabó la tortura.
Cuando la arrojaron a su celda, le dolía el cuerpo y sentía un profundo vacío en el pecho. Tomó una bocanada de aire.
—Creí que estabas muerta —dijo la voz de Johanna, quien había perdido todo su cabello.
—Casi —respondió Maia entre dientes, levantándose la blusa para que Johanna pudiera observar las cicatrices.
Johanna sonrió a medias.
—Vaya, no exagerabas —suspiró, haciendo reír a Maia.
Al instante se arrepintió de soltar la carcajada porque comenzó a ahogarse y no tardó en escupir sangre, sumándose que las heridas más recientes se quejaban con cada movimiento brusco que daba al toser.
• • •
Cuando despertó ya no estaba en su celda, se encontraba en un aerodeslizador con las muñecas y tobillos amarrados a la cama. A su lado estaba Johanna, quien aún seguía inconsciente, y junto a ella Annie. Annie, casi la había olvidado, entre los entrenamientos y la tortura no había tenido tiempo de pensar en ella.
Snow tenía razón, la odió. Annie nunca había tenido que sufrir por nada, sólo era Annie, la pobre chica que había visto morir a su compañero. ¡Todos ahí lo habían hecho! ¡Ella misma había decapitado a un tributo! Pero así eran las cosas desde hacía años, todos sentían lástima por Annie, todos cuidaban a Annie. Nadie la cuidaba a ella porque interpretaban que podía hacerlo por sí misma y sí, se había visto obligada a hacerlo sola. Nadie le había preguntado cómo se sentía después de los juegos, tampoco la habían consolado, mucho menos comprendido o intentado hacerlo siquiera.
Sintió su sangre hervir y movió las muñecas bruscamente intentando soltarse, pero sólo provocó que éstas comenzaran a sangrar.
Extrañaba a su padre, pocas veces pensaba en él por el dolor que le provocaba el recuerdo. Su padre era como ella: fuerte, sufría en silencio, siempre se le veía con una sonrisa en el rostro e intentando cuidar a los demás. Su padre le había confiado todo, le había explicado sobre la revolución, sus planes de acabar con el monopolio del Capitolio. Era por eso que la había entrenado, no como lo habían hecho en el Capitolio, sin embargo, su padre la había hecho una luchadora bastante decente; claro, ella lo llevaba en la sangre.
Sonrió al recordarlo, lo que daría por tenerlo a su lado. Él la entendería, valoraría todo lo que había hecho, sabría apreciar su sacrificio, se daría cuenta de lo herida que estaba y de lo mucho que sufría. Si tan sólo su padre estuviera...
Sus pensamientos se vieron interrumpidos al aparecer varios hombres y mujeres vestidos de negro, quienes los trasladaron por una especie de rampa hacia un lugar gris. ¿Eso era el Distrito 13?
Dejaron su camilla en un pequeño cuarto, Maia supuso que debía ser el hospital del Distrito 13. Apenas si había maquinaria y después de haber pasado tanto tiempo en la enfermería de la mansión del presidente Snow, le causó gracia.
La soltaron después de unos minutos, la mujer que entró llevaba una bata color beige. Su cabello era gris y sus ojos cafés, tan tristes que incluso Maia se deprimió.
—Soy María, seré tu psicóloga y enfermera.
Maia se permitió reír, haciendo que la chica frunciera el ceño.
—Bien, veo que no te han explicado nada sobre mí —dijo incorporándose—. No necesito tu ayuda, ¿comprendes? Ahora si me disculpas...
Intentó acercarse a la salida pero la mujer le cortó el paso, era más bajita que Maia, no obstante, no parecía tenerle miedo, ni sentirse intimidada. La chica sonrió con ternura, estaba frente al arma del presidente Snow y aún así tenía el valor de plantársele enfrente.
—Escucha, no quiero lastimarte, será mejor si me dejas salir de aquí.
—Debo realizar un chequeo antes de permitirte salir.
Maia golpeó con fuerza la pared, provocándose un punzante dolor en la mano del cual apenas se percató. Estaba acabando con su paciencia.
—Bien, haz tu patético intento de ser doctor —bramó furiosa, sentándose en la cama.
La mujer le revisó el cuerpo e hizo algunas anotaciones mientras Maia la miraba aburrida, deseando clavarle la jeringa que tenía junto a ella, sin embargo, se contuvo, no era muy buena carta de presentación matar a su enfermera.
—¿Cómo te sientes? —preguntó la enfermera cuando terminó de anotar.
Maia rió con ganas.
—¿Es en serio? Pasé meses en el Capitolio siendo torturada, sin comer, sin tomar agua, ¿y tú me estás preguntando cómo me siento? ¿Qué no cuentan con doctores reales aquí?
La mujer la miró ofendida antes de salir de la habitación dando un portazo. Maia rodó los ojos, qué débil.
Abrió la puerta y caminó por el pasillo, buscando ver alguna cara conocida. A lo lejos vio a Finnick, quien no tardó en reparar en su presencia.
Finnick.
Las lágrimas brotaron de sus ojos en cuanto lo vio, caminó empujando a las personas que le estorbaban al igual que Finnick. Su corazón había vuelto a latir, el verlo le había recordado que estaba viva y que sentía, sentía como nunca había sentido. Amaba a Finnick Odair.
No pudo llegar hasta él porque apareció una cabellera pelirroja arrojándose a los brazos de Finnick. Annie.
Maia la miró furiosa, deseando tomarla del cabello y arrojarla al suelo... Borró el pensamiento de la cabeza, no, no haría eso.
Antes de alejarse, vio cómo Finnick se zafaba de Annie, quien no paraba de intentar besarle el rostro.
Volvió a su habitación, o bueno, a la habitación del 'hospital', cerrando la puerta tan fuerte que las ventanas temblaron. Sabía que Annie era su hermana, una parte de ella se obligaba a recordar a la Annie de años atrás donde no existía Finnick, donde aún no habían sido elegidas para los juegos. Esa parte intentaba convencerla de no odiar a su hermana, sin embargo, la otra parte era mayor y más fuerte, esa parte consideraba a Annie como una manipuladora estrella y la detestaba al igual que a su madre.
La puerta no tardó en abrirse, dejando ver a Haymitch.
—Si vienes a preguntarme cómo estoy puedes ahorrártelo.
El rubio sonrió sin ganas.
—Ya sé cómo estás, dulzura. Ahora vamos, la presidenta Coin quiere hablar contigo.
Gracias por votar y comentar<33, me encanta leerlas.
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